Kate Quinn

Roma, I
La Concubina de Roma Dedicado a mis abuelos,
Glenn y Marylou Reed-Quinn,
que ya no están para leer este libro,
pero que sin duda habrían descorchado una botella
de champán y comprado doce ejemplares.
ÍNDICE PRÓLOGO Error: Reference source not found
PRIMERA PARTE Error: Reference source not found
I Error: Reference source not found
II Error: Reference source not found
III Error: Reference source not found
IV Error: Reference source not found
V Error: Reference source not found
VI Error: Reference source not found
VII Error: Reference source not found
SEGUNDA PARTE Error: Reference source not found
VIII Error: Reference source not found
IX Error: Reference source not found
X Error: Reference source not found
XI Error: Reference source not found
XII Error: Reference source not found
XIII Error: Reference source not found
TERCERA PARTE Error: Reference source not found
XIV Error: Reference source not found
XV Error: Reference source not found
XVI Error: Reference source not found
XVII Error: Reference source not found
XVIII Error: Reference source not found
XIX Error: Reference source not found
XX Error: Reference source not found
CUARTA PARTE Error: Reference source not found
XXI Error: Reference source not found
XXII Error: Reference source not found
XXIII Error: Reference source not found
XXIV Error: Reference source not found
XXV Error: Reference source not found
XXVI Error: Reference source not found
XXVII Error: Reference source not found
XXVIII Error: Reference source not found
XXIX Error: Reference source not found
QUINTA PARTE Error: Reference source not found
XXX Error: Reference source not found
XXXI Error: Reference source not found
XXXII Error: Reference source not found
XXXIII Error: Reference source not found
XXXIV Error: Reference source not found
XXXV Error: Reference source not found
Apunte histórico Error: Reference source not found
Personajes Error: Reference source not found
Agradecimientos Error: Reference source not found
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA Error: Reference source not found
Acepto ser quemado por el fuego, atado con cadenas, azotado con varas y muerto a hierro.
Juramento Del Gladiador

PRÓLOGO THEA
Roma, septiembre del año 81 d.C.
Me abrí las muñecas con una firme incisión del cuchillo y observé hechizada cómo la sangre brotaba de mis venas. Tenía las muñecas llenas de cicatrices, pero la visión de mi propia sangre aún me fascinaba. Siempre estaba el factor de riesgo: después de tantos años, ¿conseguiría por fin perder el miedo y hacerme un corte lo bastante profundo? ¿Habría llegado el día en el que mi joven vida se vaciase en esa vasija azul decorada con ninfas? Esa idea animaba mi existencia, por lo demás carente de grandes emociones.
Pero ese momento tampoco llegaría en esta ocasión. El primer brote de sangre se fue reduciendo hasta ser un hilo fino. Apoyé la espalda en la columna decorada con mosaicos del atrio, con la vasija en mi regazo. Una apacible neblina nublaría enseguida mi visión y el mundo a mi alrededor se convertiría en sombras distantes. Lo necesitaba, pues ese día me tocaba acompañar a mi nueva dueña al Coliseo para asistir al espectáculo de gladiadores que se celebraba con motivo de la coronación del emperador. Y me habían contado cada cosa sobre los combates...
—¡Thea! —atronó la voz de mi señora.
Mascullé una maldición en una mezcla de griego, hebreo y latín callejero, tres idiomas que mi dueña desconocía.
En la vasija azul apenas había una copa de mi sangre. Me vendé la muñeca con un trozo de lino, ayudándome de los dientes para cerrar el nudo, y vacié la vasija en la fuente del atrio, con cuidado de no manchar mi túnica de lana marrón. Con su vista de lince, mi señora tardaría medio segundo en descubrir cualquier gota de sangre, y no me apetecía explicarle que tenía la costumbre de llenar un par de veces al mes con mi sangre una vasija azul con una preciosa cenefa de ninfas. En realidad, para ser sincera, no le contaba muchas cosas a mi dueña. Hacía poco que me había comprado, pero ya sabía que no me convenía confiar en ella.
—¡Thea!
Me incorporé demasiado rápido y tuve que apoyarme en las columnas del atrio. Quizá me había pasado un poco. Había sacado demasiada sangre y me invadieron las náuseas. Esos mareos no me iban a venir muy bien en un día en el que iba a contemplar a miles de animales y personas desangrandose.
—¡Thea! ¡Deja de perder el tiempo! —me riñó mi señora, asomando su preciosa cabecita por la puerta del dormitorio. No pude distinguir bien su rostro enfadado—. Padre está esperando, tienes que venir a vestirme.
Con paso inseguro, me acerqué obedientemente. Sentía que mis pies flotaban a unos palmos de aquel horrible suelo en el que un mosaico representaba un combate de gladiadores con sus tridentes y gran profusión de sangre en forma de teselas rojas. Un motivo de mal gusto, pero acorde con el dueño de la casa. El padre de mi señora, Quinto Pollio, era uno de los encargados de organizar los juegos imperiales.
—Quiero el vestido azul, Thea, el de las perlas en los hombros.
—Sí, mi señora.
Así era mi ama, Lépida Pollia. Hacía unos meses que le había sido entregada como obsequio por cumplir catorce años: una sirvienta de su misma edad para peinarla y abanicarla ahora que ya casi era una mujer. Como regalo, no estaba a la altura del collar de perlas, las pulseras de plata o la media docena de vestidos de seda que recibió de su adorado padre, pero a la muchacha le hacía gracia tener su propia esclava.
—Thea, ¿te has vuelto a cortar en la cena? —me preguntó al ver el vendaje de mi muñeca—. ¡Qué torpe eres! Cuidado, no se te vaya a caer mi joyero, o me enfadaré. Quiero las cintas doradas en el pelo, al estilo griego. Hoy voy a ser griega... como tú.
Mi dueña sabía perfectamente que yo no era griega, a pesar del nombre que me puso el primer comerciante ateniense que me compró.
—Sí, mi señora —mascullé en un griego excelente.
Torció el gesto, frunciendo sus delicadas cejas negras. El hecho de que yo fuera más culta que ella le molestaba sobremanera. Yo procuraba recordárselo al menos una vez por semana.
—No seas presuntuosa, Thea. No eres más que una esclava judía, no lo olvides.
—Sí, mi señora.
Sumisa, enrosqué y recogí sus rizos mientras ella charlaba:
—Padre dice que Belerofonte combatirá esta tarde. Es nuestro mejor gladiador, pero ¡qué feo es! Por muy bien que se vista, ni todo el perfume del mundo haría de él un Apolo. Por supuesto, es muy elegante, incluso cuando está rajando gargantas... ¡Ay! Me has pinchado.
—Lo siento, mi señora.
—Tienes mala cara. No tienes que ponerte así por los juegos. Ya sabes que los gladiadores, los esclavos y los prisioneros van a morir de todas formas... Así, por lo menos nos divertimos un poco. —Igual es mi sangre judía—sugerí—. La muerte nunca nos ha resultado divertida.
—Puede ser —comentó Lépida mientras examinaba sus uñas esmaltadas— Al menos hoy los juegos prometen ser interesantes. Por culpa de la convalecencia y muerte del emperador en medio de la temporada, hace meses que no vemos un buen espectáculo.
—¡Qué hombre más desconsiderado! —comenté con ironía.
—Al nuevo emperador parece que le gustan los juegos. Domiciano, Tito Flavio Domiciano... ¿Qué aspecto tendrá? Padre se las ha visto y deseado para organizar los mejores combates en su honor. Thea, trae los pendientes de perlas.
—Sí, mi señora.
—Y el perfume de almizcle, que está ahí.
Lépida se observó en el espejo de acero bruñido. Era muy joven (catorce años, como yo), demasiado para aquel elegante vestido de seda, las perlas y el colorete. Pero era huérfana de madre y Quinto Pollio, tan dotado para tratar con comerciantes de esclavos y lanistae, se convertía en un pelele en manos de su única hija. Además, hay que reconocer que era bastante guapa. Su hermosura no residía solo en sus ojos, de un azul oscuro, ni en la mata de cabello moreno y sedoso de la que estaba tan orgullosa, sino en su elegancia olímpica. Contando con ella, Lépida Pollia aspiraba a cazar un distinguido esposo, un patricio que elevara a la familia Pollio a los más altos escalafones de la sociedad romana.
Me indicó que me acercara mientras el abanico de plumas de pavo real agitaba con languidez sus rizos esculpidos. Tras ella, en el espejo, me vi como una sombra marrón oscuro: larguirucha frente a su cuerpo escultural, tostada frente a la blancura de su piel, seca frente a su frescura. La verdad es que Lépida salía muy favorecida en la comparación.
—He quedado muy bien —declaró, reflejando mis pensamientos—. Thea, necesitas ropa nueva. Pareces un árbol marchito. Vamos, padre está esperando.
En efecto, el dueño de la casa estaba esperando, pero su impaciencia se calmó en cuanto Lépida le sonrió y dio una vuelta sobre sí misma con un gesto muy femenino.
—¡Vaya! Estás preciosa. No te olvides de sonreír a Emilio Graco, pertenece a una familia muy importante y siente debilidad por las jóvenes bellas.
Podría haberles informado de que la debilidad de Emilio Graco no eran precisamente las mujeres, pero nadie me preguntó. Mal hecho, pues los esclavos nos enteramos de todo.
La mayoría de los romanos se levantaban de madrugada para conseguir un buen sitio en el Coliseo, pero los Pollio tenían asientos reservados. Por eso salimos para llegar con el tiempo justo para saludar a las grandes familias. Lépida sonrió a Emilio Graco, a un grupo de oficiales patricios que departían en una esquina y a cualquiera que llevara una toga de franjas púrpuras y tuviera un apellido de alcurnia. Su padre, adoptando una pose importante, intercambiaba comentarios con cualquier patricio que le sonriera:
—¡He oído que el emperador Domiciano planea una campaña en Germania para la próxima estación! Quiere retomar el trabajo de su hermano, ¿eh? Tito puso a esos bárbaros en su sitio. Ya veremos si Domiciano hace lo mismo.
—¡Ay, Quinto Pollio! —escuché que dijo una voz con acento patricio—. ¡Alejad de mí su olor!
—Pues hace muy bien su trabajo. ¿Qué más da una sonrisa de vez en cuando si sigue dando buenos resultados? —le increpó su interlocutor.
Quinto Pollio continuó sonriendo y haciendo reverencias. Habría dado treinta años de su vida a cambio del honor de llevar el apellido de los Julio, los Graco o los Sulpicio. Y, por cierto, mi señora también.
Me entretuve ojeando los puestos de los vendedores que abarrotaban las calles: recuerdos de gladiadores fallecidos, la sangre de tal o cual luchador conservada en arena, pequeños medallones de madera con el rostro tallado del famoso Belerofonte. Estos últimos no se vendían muy bien, porque ni los artistas conseguían que el conocido gladiador resultara guapo. Los retratos de Traciano, el famoso guerrero del tridente, se vendían mucho mejor.
—¡Qué guapo es! —Por el rabillo del ojo vi a un corro de jovencitas que suspiraban en torno a un medallón—. Todas las noches duermo con su imagen bajo la almohada.
Sonreí. A nosotras, las judías, también nos gustaba que nuestros hombres fueran valientes guerreros, pero los preferíamos en carne y hueso y vivos. De esos que por el día arrancan cabezas de legionarios y por la noche vuelven a casa para presidir la mesa del sabbath. Solo las romanas babeaban ante toscos y provincianos retratos de hombres a los que nunca habían conocido y que probablemente estarían muertos antes de que acabara el año. Aunque, bien pensado, quizá era mejor soñar con un hombre de vida breve, pues nunca envejecería ni perdería su hermosura, y si te cansabas de él, no tardaría en morir.
La muchedumbre crecía alrededor del Coliseo. Había pasado muchas veces bajo la imponente sombra del edificio cuando tenía que hacer algún recado para mi señora, pero aquella era la primera que entraba. Me costaba no abrir la boca, admirada ante tanta majestuosidad, tantos arcos de mármol, tantas estatuas mirándote arrogantes desde sus pedestales, tantos asientos... Cincuenta mil espectadores entusiastas cabían en su interior, o eso se decía. Un anfiteatro pensado para los dioses, comenzado por el difunto emperador Vespasiano y terminado por su hijo, el emperador Tito. Hoy abría sus puertas en honor del hermano menor de Tito, que estrenaba la toga púrpura que lo coronaba como emperador Domiciano.
Demasiado mármol para un templo de la muerte. Hubiera preferido un teatro, un lugar en el que escuchar música en lugar de ver morir a gente. Me imaginé cantando para una multitud como aquella, una enorme audiencia, en lugar de hacerlo para las ranas del huerto mientras fregaba los mosaicos.
—Sigue abanicándome, Thea.
Lépida se había instalado en sus cojines de terciopelo, saludando como una emperatriz a las masas que vitoreaban a su padre. Por norma general, hombres y mujeres se sentaban separados en los juegos, pero Quinto Pollio, en su condición de organizador, podía sentarse junto a su hija si queria.
—¡Más fuerte, Thea! Va a hacer un calor horrible. ¿Porqué no refresca ya? ¡Si estamos en otoño!
Obedientemente, agité el abanico para adelante y para atrás. Los juegos durarían todo el día, lo cual significaba que tenía por delante seis largas horas de abanicado. ¡Buf! Iba a acabar con los brazos destrozados.
Resonó un estruendo de trompetas. Por un instante, se me encogió el corazón ante aquella fanfarria atronadora. El nuevo emperador asomó al palco imperial, saludando con el brazo en alto a la multitud. Me puse de puntillas para ver mejor a Domiciano, el tercer emperador de la dinastía Flavia: alto y de mejillas sonrosadas, estaba deslumbrante con su capa púrpura y su corona de oro.
—Padre —dijo Lépida, tirando de la manga de Quinto Pollio—, ¿es verdad que el emperador tiene vicios secretos? Ayer, en los baños públicos, oí comentar que...
Podría haberle contado los rumores sobre los vicios ocultos de todos los emperadores: la pasión de Tiberio por los esclavos jovencitos, las relaciones incestuosas de Calígula con sus hermanas, las amantes de Tito... ¿De qué servía tener un emperador si no podías contar jugosos rumores sobre él?
Sin embargo, la mujer de Domiciano no sé prestaba tanto a los cotilleos. Alta, escultural y encantadora, avanzó un paso para saludar a las rugientes masas junto a su marido. Por desgracia para los amantes de los cotilleos, todo apuntaba a que la emperatriz era una esposa intachable. Su stola de seda verde y sus esmeraldas despertaron un murmullo de admiración entre las mujeres. El verde se convertiría, sin duda, en el color de la temporada.
—Padre —dijo Lépida, tirándole de nuevo de la manga—, sabes que me queda muy bien el verde. Un collar de esmeraldas como el de la emperatriz...
Detrás del emperador había varios miembros de su familia. Entre ellos se encontraba su sobrina Julia, la hija menor del emperador Tito. Se rumoreaba que había pedido permiso para formar parte de las vestales, pero la habían rechazado. Aparte de eso, la familia imperial constituía un conjunto bastante soso. Me sentí decepcionada. La primera impresión que tuve fue que parecían idénticos a cualquier otro grupo de lánguidos patricios.
El emperador dio un paso adelante, alzando el brazo, y pronunció la fórmula que daba por inaugurados los juegos. Vicios secretos o no, tenía una voz clara y potente.
Otros esclavos me habían explicado muchas veces cómo eran los juegos, sorprendidos ante mi ignorancia. Los duelos de bestias salvajes siempre abrían las festividades matutinas. Hoy, en primer lugar había un combate entre un elefante y un rinoceronte. Este último terminó sacando un ojo a su rival con el cuerno. Pensé que podría haber vivido muy feliz sin necesidad de saber cómo sonaba el grito de un elefante.
—¡Fabuloso! —exclamó Pollio, y arrojó unas monedas a la arena.
Lépida picaba de un plato de dátiles con miel mientras yo seguía concentrada en el abanico. Adelante, atrás; adelante, atrás.
A continuación lucharon un toro y un oso, y después un león con un leopardo. No eran más que golosinas para abrir el apetito del público. El oso era muy holgazán y testarudo, por lo que para que atacara al toro fue necesario que tres adiestradores lo pincharan en los costados con afiladas lanzas hasta hacerlo sangrar. El león y el leopardo, por el contrario, rugieron y saltaron el uno sobre el otro en cuanto los soltaron de sus cadenas. La multitud animaba y charlaba, se levantaban chillando y volvían a sentarse. El siguiente espectáculo fue un pomposo desfile que despertó la admiración del público: guepardos amaestrados sujetos con cadenas de plata recorrieron la arena, acompañados de toros blancos con niños rubios brincando sobre su lomo, y elefantes con joyas y borlas que avanzaban con paso majestuoso, siguiendo el ritmo de un grupo de flautistas nubios.
—Padre, ¿puedo tener un esclavo nubio? —preguntó Lépida, tirando por tercera vez de la manga de su padre—. O mejor dos, una pareja de porteadores para llevar mis cosas cuando salgo de compras.
A continuación hubo numeritos cómicos: soltaron en la arena una docena de liebres y un tigre amaestrado que salió tras ellas como un rayo y las fue cogiendo una tras otra, devolviéndolas intactas al domador. Me pareció un espectáculo bastante entretenido, pero en las gradas sonaron varios abucheos. La gente no venía al Coliseo a ver juegos de animales, sino a ver sangre.
—El emperador—comentó Quinto Pollio— es un devoto de la diosa Minerva. Le ha dedicado una nueva capilla en su palacio. Quizá debiéramos hacer más ofrendas públicas.
El tigre amaestrado y su domador se marcharon, dando paso a cien gacelas blancas y otras cien avestruces de largos cuellos que empezaron a correr en la arena mientras, desde lo alto, unos arqueros las iban derribando una a una. En mitad de tan sangrienta masacre, Lépida vio a un conocido en un palco cercano y lo saludó.
Siguieron más combates de animales: lanceros contra leones, búfalos y toros. Los búfalos salieron en estampida, resoplando; los toros corrían como locos hacía las lanzas para terminar abiertos en canal; los leones, por su parte, gruñían acechantes y se llevaron la vida de un lancero antes de terminar acorralados y hechos trizas. ¡Qué divertido! Adelante, atrás; adelante, atrás...
—¡Oh! ¡Los gladiadores! —exclamó Lépida, que abandonó su plato de dátiles y se puso en pie—. Buenos ejemplares, padre.
—Todo lo mejor para el emperador —corroboró Quinto, dando una palmadita en la barbilla de su hija—. ¡Y para mi chiquitina, que le encantan los juegos! El emperador quería una verdadera batalla, no solo los típicos combates. Algo grandioso y espectacular antes de las ejecuciones de mediodía.
Vistiendo sus capas de color púrpura, los gladiadores aparecieron por las puertas y formaron un círculo en la arena entre los gritos de sus seguidores. Algunos se pavoneaban con orgullo, otros miraban al frente sin girar la cabeza. Traciano, el hermoso luchador del tridente, lanzaba besos a las gradas mientras sus admiradoras le tiraban rosas. Cincuenta gladiadores, emparejados para luchar hasta la muerte. Veinticinco saldrían triunfantes por la Puerta de la Vida del Coliseo, y otros veinticinco acabarían arrastrados por garfios de hierro hasta la Puerta de la Muerte.
—¡Ave, emperador! —exclamaron al unísono frente al placo imperial—. Los que van a morir, te saludan.
Comenzaron a formar las parejas entre el estruendo de las armas afiladas, el chirrido de las armaduras plateadas y las pisadas sobre la arena. Tras unos minutos de calentamiento con armas de madera, el emperador dejó caer su mano.
En cuanto las espadas chocaron, el público se inclinó sobre las barreras de mármol, gritando ánimos a sus favoritos y maldiciendo a los perdedores entre aspavientos, apuestas y gritos.
No mires, me dije. Sigue adelante y atrás con el abanico. No mires.
—Thea —me preguntó Lépida con tono picaro—, ¿qué te parece ese germano?
—Que tiene poca suerte —respondí justo cuando el hombre aullaba de dolor y moría atravesado por el tridente de su contrincante.
En el palco vecino, un senador tiró un puñado de monedas disgustado. El anfiteatro era un mar enrabietado de luchadores. La arena estaba manchada de sangre.
—Aquel galo pide clemencia —comentó Pollio, dando un sorbo a su copa de vino—. Qué lamentable, se le ha caído el escudo. ¡Iugula!
La gente gritaba iugula para pedir la muerte de un gladiador, y mitte para perdonarle la vida, pero esto último no se escuchaba con mucha frecuencia. Con el tiempo, descubrí que hacía falta una muestra extraordinaria de coraje para despertar la clemencia del Coliseo. El público quería heroísmo, sangre, muerte. No les gustaban los cobardes ni la compasión.
Todo terminó bastante rápido. Los vencedores se plantaron orgullosos ante el palco imperial, desde donde el emperador lanzaba monedas a los que habían realizado un gran combate. Los cadáveres de los derrotados yacían encogidos y silenciosos en la arena, esperando a ser retirados por los empleados del Coliseo. Uno o dos todavía se revolvían agonizantes, temblando mientras intentaban sujetarse las tripas. Entre risas, tribunos y muchachas hacían apuestas sobre cuánto tardarían en morir.
Adelante, atrás; adelante, atrás... Me dolían los brazos.
—¿Quiere fruta, dominus? —ofreció un esclavo, presentando una bandeja de uvas e higos a Pollio.
Lépida pidió más vino. Los patricios, en sus palcos, mantenían animadas conversaciones. En las gradas superiores, la plebe se abanicaba, buscando a los vendedores de pan y cerveza. El emperador, recostado en su palco, jugaba a los dados con sus guardias. La mañana había pasado. Para algunos mejor que para otros.
Durante la pausa del mediodía, los empleados del Coliseo se afanaban en la arena: recogían en carros los cadáveres de los gladiadores vencidos y limpiaban con rastrillos los charcos de sangre. A continuación, los guardias sacaron a una fila de figuras encadenadas que caminaban lentamente: esclavos, criminales y prisioneros, todos ellos condenados a muerte.
—Padre, ¿puedo tomar más vino? ¡Es un día especial!
Abajo, en la arena, los guardias entregaron al hombre que encabezaba la fila una espada sin punta. El preso contempló el arma con la mirada perdida y la espalda encorvada. Un guardia lo azuzó y el hombre se giró y mató al preso que tenía detrás. Le costó conseguirlo porque la espada no estaba afilada. Casi no se oían los chillidos de la víctima entre el murmullo de conversaciones de las gradas. Nadie parecía estar prestando demasiada atención a lo que sucedía en la arena.
Los guardias quitaron la espada al hombre y se la pasaron al siguiente de la fila, una mujer, que lo mató cortándole la garganta con gran dificultad. A continuación, la desarmaron y fue el turno del siguiente, que intentó atravesar el corazón de la mujer. Le costó una docena de golpes conseguirlo con aquella espada roma.
Contemplé la fila de encadenados. Serían unos veinte presos, jóvenes y mayores, mujeres y hombres. Todos arrastraban los pies con los hombros caídos, excepto un gigantón que permanecía erguido mirando a su alrededor con ojos vacíos. Incluso desde las gradas pude distinguir las marcas del látigo en su espalda desnuda.
—Padre, ¿cuándo va a salir Belerofonte? —insistía Lépida—. Me muero por ver qué hace con ese Traciano.
Los guardias entregaron la espada al hombre de las cicatrices, que la sostuvo por un instante entre sus manos encadenadas y la blandió en el aire. Mató al prisionero que lo precedía con un tajo certero, sin necesidad de asestar varios golpes como los demás. Sentí un escalofrío.
El guardia se dispuso a quitarle el arma, pero el hombre de las cicatrices retrocedió un paso, blandiendo la espada ante él. El guardia extendió su brazo impaciente, y entonces comenzó el espectáculo.
—¡Devuélvemela! —gritó el guardia.
El gigantón permaneció con las piernas separadas sobre la arena ardiente, llenando de aire sus pulmones resecos. El sol quemaba sus hombros desnudos, y podía sentir cada minúsculo grano de arena bajo sus pies descalzos y curtidos. El sudor se pegaba bajo los oxidados grilletes en sus muñecas y tobillos. Sus manos se aferraban a la empuñadura de la espada.
—Dame esa espada —ordenó el guardia—. Estás retrasando el espectáculo.
El hombre lo miró con ojos vidriosos.
—Que me des la espada—dijo el guardia, y alargó la mano.
Se la cortó.
El guardia soltó un grito mientras el chorro de sangre brillaba bajo el sol de mediodía. Sus compañeros se acercaron corriendo.
Hacía diez años que no tenía una espada entre sus manos. Demasiado tiempo, pensaba, para acordarse de algo. Pero se equivocaba. Espoleado por la rabia, todo lo que sabía regresó a gran velocidad: el dulce peso de la empuñadura en sus manos, el mordisco de la hoja en los huesos de sus enemigos, la furia de aquel demonio oscuro que lo cegaba y le susurraba al oído: Mátalos. Acaba con todos.
Se abalanzó sobre el primer guardia con una energía salvaje. Las espadas chocaron produciendo un chirrido agudo. Cada músculo de su cuerpo se movía y se doblaba como un arco de precisión. Vio la repentina mirada de temor en los ojos del guardia al sentir la fuerza de su oponente al otro lado de la espada. Estos romanos, con sus penachos, su orgullo y sus corazas relucientes, no se imaginaban que un esclavo pudiera ser tan fuerte. Con dos estocadas, redujo al guardia a un montón de carne retorciéndose sobre la arena.
Vinieron más romanos, con crestas de plumas de brillantes colores. Un guardia cayó abatido, soltando un grito acuoso, cuando el hierro romo le atravesó el muslo.
Lo saboreó y se lanzó a por otra coraza. La espada penetró limpiamente en la armadura. Otro escudo que cayó, otro grito.
No es suficiente, susurraba la voz del demonio, no es suficiente.
Sintió un leve dolor en la espalda cuando el filo de una espada penetró en sus carnes. Sonrió y se giró dispuesto a machacar a su oponente. Los romanos no sabían que los esclavos tienen la piel dura y curtida. Esos hombres, cuyas vides eran recolectadas pórgalos cautivos y cuyas camas las calentaban hoscas esclavas tracias, no tenían ni idea. Partió en dos al guardia, sintiendo cómo su sangre manchaba su barba espesa. No es suficiente.
El cielo empezó a dar vueltas y se volvió blanco cuando recibió un golpe en la nuca. Tambaleándose, se giró y alzó la espada, sintiendo que se le dormía el brazo cuando un guardia estampó la punta de su escudo en su codo. Vio que la espada se le resbalaba de las manos y cayó de rodillas. Lo golpearon en el cráneo con la empuñadura de una espada. Tenía los ojos empapados de un sudor ácido y amargo. Gimió mientras los soldados pateaban sus costados con sus enormes botas. El oscuro demonio negro de su interior se enroscó cual serpiente devorando su propia cola. Todo esto le resultaba familiar, llevaba años recibiendo palizas bajo látigos y cadenas. Con una espada en la mano, las cosas eran más sencillas.
No es suficiente, nunca es suficiente.
Mientras oía cómo se quebraban sus huesos, escuchó un rugido. Un bramido vasto e inhumano, como el estrépito del mar. Por primera vez, alzó la mirada y los vio: espectadores, miles de ellos, apretujados fila tras fila en las gradas. Senadores con sus togas de bordes púrpura, matronas con stolae de seda brillante, sacerdotes con su vestimenta blanca... Muchísimos. ¿Acaso cabía tanta gente en el mundo? Vio, con sorprendente nitidez, el rostro de un niño que lo miraba desde la primera fila, un chiquillo con una delicada toga que gritaba con la boca llena y aplaudía.
Todo el mundo aplaudía, el enorme anfiteatro estalló en aplausos.
Con la vista borrosa, distinguió el palco imperial. Estaba lo bastante cerca como para ver a una chica de cabello liso con un rostro pálido y asustado, una de las sobrinas del emperador. Lo bastante cerca como para ver al emperador, con sus mejillas rosadas, su capa púrpura, su mirada entretenida. Lo bastante cerca como para ver su mano alzándose indolente.
El emperador extendió la mano con el gesto de clemencia.
¿Por qué?, pensó, ¿por qué?
Entonces, todo desapareció a su alrededor.
Aquella noche, mientras la ayudaba a desvestirse para dormir, Lépida no paraba de hablar. Por supuesto, su tema de conversación no eran los juegos. Toda aquella bacanal de muerte y sangre ya era cosa pasada. Su padre había mencionado a cierto senador, un hombre que podría ser su futuro esposo, y Lépida no podía hablar de otra cosa.
—Se llama Marco Norbano, y es terriblemente viejo...
Apenas le prestaba atención. Pensaba en ese esclavo de las cicatrices en la espalda. ¿Sería britano?, ¿o galo? Había peleado como un salvaje, blandiendo su espada como Goliat, indiferente a sus heridas. Incluso cuando cayó al suelo, no dejaba de revolverse, sin importarle la vida o la muerte, con tal de llevarse a algún romano más por delante.
—Thea, cuidado con esas perlas. Valen el triple de lo que costaste tú.
Había visto a cientos de esclavos como aquel y siempre procuraba evitarlos. Bebían demasiado, se enfrentaban a sus amos y eran azotados por problemáticos. Trabajaban muy poquito. Era mejor no encontrárselos en los rincones apartados de las casas, si no había nadie cerca para oír tus gritos. Unos bárbaros.
Entonces, ¿porqué me eché a llorar cuando cayó en la arena? No derramé una lágrima cuando me vendieron a Lépida, ni al ver a los gladiadores y a los pobres animales masacrados ante mis propios ojos. ¿Porqué había llorado por ese bruto?
Ni tan siquiera sabía cómo se llamaba.
—Bueno, el emperador Domiciano no me parece muy guapo, pero desde lejos resulta difícil decirlo, ¿verdad? —Lépida torció el gesto al ver una uña rota—. Ya podíamos tener un emperador guapo y elegante en lugar de esos hombres mayores y serios.
¿Porqué se habría tomado el emperador la molestia de salvar a un esclavo medio muerto? La multitud aplaudía por el espectáculo que había dado, pero también pidiendo su muerte ¿Por qué lo perdonó?
—Retírate, Thea. Ya no te necesito más. Estás bastante torpe esta noche.
—Como desee —dije en griego, y tras apagar su lámpara de un soplido añadió—: mala pécora.
Recorrí el pasillo apoyándome en las oscuras columnas para no perder el equilibrio. Intenté no pensar en mi ánfora azul. No era bueno sangrarme dos veces el mismo día, pero, ¡ay!, cuánto me apetecía.
—¡Hombre, Thea! Justo lo que me hacía falta.
Contemplé la imagen borrosa y doble de Quinto Pollio, que me indicó que entrara en su dormitorio y me tumbara en su cama. Cerré los ojos conteniendo un bostezo y esperando no quedarme dormida en medio de sus empellones y gemidos. No se espera que las esclavas sean entusiastas, pero sí que por lo menos se muestren receptivas. Palmeé sus hombros mientras trajinaba encima de mí. Sus labios bramaban como un asno mientras me hacía... bueno, como queráis llamarlo.
—Qué buena chica eres, Thea —dijo, y me dio unas palmaditas en el costado, somnoliento—. Anda, vete ya.
Me bajé la túnica y salí de la habitación. Seguramente al día siguiente me daría un as de bronce.
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