Capítulo 2 Viernes, 20 de diciembre Dragan Armanskij había nacido en Croacia hacía cincuenta y seis años. Su padre era un judío armenio de Bielorrusia y su madre una musulmana bosnia de ascendencia griega. Fue ella la que se encargó de su educación, de modo que, cuando se hizo adulto, Dragan entró a formar parte de ese gran grupo heterogéneo que los medios de comunicación etiquetaban como musulmanes. Por raro que pueda parecer, la Dirección General de Migraciones le registró como serbio. Su pasaporte confirmaba que era ciudadano sueco, y la foto mostraba un rostro anguloso de prominente mandíbula, una oscura sombra de barba y unas sienes plateadas. A menudo le llamaban «el árabe» pese a no existir ni el más mínimo antecedente árabe en su familia. Sin embargo, tenía un cruce genético de esos que los locos de la biología racial describirían, con toda probabilidad, como raza humana de inferior categoría.
Su aspecto recordaba vagamente al del típico jefe segundón de las películas americanas de gánsteres. Sin embargo, en realidad no era narcotraficante ni matón de la mafia, sino un talentoso economista que había empezado a trabajar como ayudante en la empresa de seguridad Milton Security a principios de los años setenta y que, tres décadas después, ascendió a director ejecutivo y jefe de operaciones de la empresa.
Su interés por los temas de seguridad había ido aumentando poco a poco hasta convertirse en fascinación. Era como un juego de guerra: identificar amenazas, desarrollar estrategias defensivas e ir siempre un paso por delante de los espías industriales, los chantajistas y los ladrones. Todo empezó el día en el que descubrió la destreza con la que se había estafado a un cliente valiéndose de la contabilidad creativa. Pudo descubrir al culpable entre un grupo de doce personas. Treinta años después, todavía recordaba su asombro al darse cuenta de que la indebida apropiación del dinero se debió a que la empresa había pasado por alto tapar unos pequeños agujeros en sus procedimientos de seguridad. De simple contable pasó a ser un importante miembro de la empresa, así como experto en fraudes económicos. Al cabo de cinco años entró en la junta directiva y diez años más tarde llegó a ser, no sin cierta oposición por su parte, director ejecutivo. Pero hacía ya mucho tiempo que esa resistencia suya había desaparecido. Durante los años que llevaba al mando, había convertido Milton Security en una de las empresas de seguridad más competentes y más solicitadas de Suecia.
Milton Security tenía trescientos ochenta empleados en plantilla, además de unos trescientos colaboradores freelance de confianza a los que se recurría cuando era necesario. Se trataba, por lo tanto, de una empresa pequeña en comparación con Falck o Svensk Bevakningstjänst. Cuando Armanskij entró en la sociedad seguía llamándose Johan Fredrik Miltons Allmäna Bevaknings AB y tenía una cartera de clientes compuesta por centros comerciales necesitados de controladores y guardias de seguridad musculosos. Bajo su dirección la empresa pasó a denominarse Milton Security, un nombre mucho más práctico internacionalmente, y apostó por la tecnología punta. La plantilla se renovó: los vigilantes nocturnos que habían conocido mejores días, los fetichistas del uniforme y los estudiantes de instituto que hacían un trabajillo extra fueron sustituidos por personal altamente preparado. Armanskij contrató a ex policías de cierta edad como jefes de operaciones, a expertos en ciencias políticas especializados en terrorismo internacional, protección de personas y espionaje industrial; y, sobre todo, a expertos en telecomunicaciones e informática. La empresa se trasladó desde el barrio de Solna al de Slussen, a un local de más prestigio en pleno centro de Estocolmo.
Al comenzar la década de los noventa, Milton Security ya estaba preparada para ofrecer un tipo de seguridad completamente nuevo a una selecta y reducida cartera de clientes, fundamentalmente medianas empresas con un volumen de facturación extremadamente alto, y gente adinerada: estrellas de rock recién enriquecidas, corredores de bolsa y ejecutivos de empresas puntocom. Gran parte de la actividad se centraba en ofrecer la protección de guardaespaldas y diferentes sistemas de seguridad para empresas suecas en el extranjero, sobre todo en Oriente Medio. Esa parte de las actividades empresariales suponía actualmente casi el setenta por ciento de lo que se facturaba. Con Armanskij al frente, el volumen de facturación aumentó desde poco más de cuarenta millones de coronas anuales hasta casi dos mil millones. Vender seguridad era un negocio extremadamente lucrativo.
La actividad se dividía en tres áreas principales: consultas de seguridad, que consistía en identificar peligros posibles o imaginarios; medidas preventivas, que normalmente se traducían en instalar costosas cámaras de seguridad, alarmas de robo y de incendio, cerraduras electrónicas y equipamiento informático; y, finalmente, protección personal para particulares o empresas que se creían víctimas de algún tipo de amenaza, ya fuese real o ficticia. En sólo una década, este último mercado se había multiplicado por cuarenta y, durante los últimos años, había surgido una nueva clientela constituida por mujeres relativamente acomodadas que buscaban protección, bien contra ex novios o esposos, bien contra acosadores anónimos que se habían obsesionado con sus ceñidos jerséis o con el carmín de sus labios al verlas por la tele. Además, Milton Security colaboraba con empresas del mismo prestigio de otros países europeos y de Estados Unidos, y se encargaba de la seguridad de numerosas personalidades internacionales que visitaban Suecia; por ejemplo, una actriz estadounidense muy conocida que rodó una película en Trollhättan durante dos meses, y cuyo agente consideró que su estatus era tan alto que necesitaba guardaespaldas cuando daba sus escasos paseos alrededor del hotel.
Una cuarta área, de tamaño considerablemente más pequeño, estaba compuesta tan sólo por unos pocos colaboradores. Se ocupaban de las llamadas IP o I-Per, esto es, investigaciones personales, conocidas en la jerga interna como «iper».
A Armanskij no le entusiasmaba del todo esa parte de la actividad. Desde el punto de vista económico resultaba menos rentable; además, se trataba de un tema delicado que requería del colaborador no sólo conocimientos concretos en telecomunicaciones o en instalación de discretos aparatos de vigilancia, sino sobre todo sensatez y competencia. Las investigaciones personales le resultaban aceptables cuando había que comprobar simplemente la solvencia de alguien, el historial laboral de algún candidato a un empleo, o cuando se trataba de investigar las sospechas de que algún empleado filtraba información de la empresa o se dedicaba a actividades delictivas. En ese tipo de casos, las «iper» formaban parte de la actividad operativa.
No obstante, eran demasiadas las ocasiones en que sus clientes acudían con problemas particulares que, normalmente, ocasionaban todo tipo de líos innecesarios: «Quiero saber quién es ese macarra que sale con mi hija...»,
«Creo que mi mujer me pone los cuernos...», «Es un buen chaval, pero se junta con malas compañías...», «Me están chantajeando...». En general, Armanskij se negaba rotundamente: si la hija era mayor de edad, tenía derecho a salir con quien le diera la gana, y la infidelidad era un asunto que los esposos debían aclarar entre ellos. Bajo todas esas demandas se ocultaban trampas potenciales que podían dar lugar a escándalos y originar problemas jurídicos a Milton Security. Por eso, Dragan Armanskij vigilaba muy de cerca todos esos casos, a pesar de que sólo se trataba de calderilla en comparación con el resto de la facturación de la empresa.
Por desgracia, el tema de aquella mañana era, precisamente, una investigación personal. Dragan Armanskij se alisó la raya de los pantalones antes de echarse hacia atrás en su cómoda silla. Observó desconfiado a su colaboradora, Lisbeth Salander, treinta y dos años más joven que él, y constató por enésima vez que sería difícil encontrar otra persona que pareciera más fuera de lugar en esa prestigiosa empresa de seguridad. Se trataba de una desconfianza tan sensata como irracional. A ojos de Armanskij, Lisbeth Salander era, sin ninguna duda, la investigadora más competente que había conocido en sus cuarenta años de profesión. Durante los cuatro años que ella llevaba trabajando para él no había descuidado jamás un trabajo ni entregado un solo informe mediocre.
Todo lo contrario: sus trabajos no tenían parangón con los del resto de colaboradores. Armanskij estaba convencido de que Lisbeth Salander poseía un don especial. Cualquier persona podía buscar información sobre la solvencia de alguien o realizar una petición de control en el servicio de cobro estatal, pero Salander le echaba imaginación y siempre volvía con algo completamente distinto de lo esperado. Él nunca había entendido muy bien cómo lo hacía; a veces su capacidad para encontrar información parecía pura magia. Conocía los archivos burocráticos como nadie y podía dar con las personas más difíciles de encontrar. Sobre todo, tenía la capacidad de meterse en la piel de la persona a la que investigaba. Si había alguna mierda oculta que desenterrar, ella iba derecha al objetivo como si fuera un misil de crucero programado.
No cabía duda de que tenía un don.
Sus informes podían suponer una verdadera catástrofe para la persona que fuera alcanzada por su radar. Armanskij todavía se ponía a sudar cuando se acordaba de aquella ocasión en la que, con vistas a la adquisición de una empresa, le encomendó el control rutinario de un investigador del sector farmacéutico. El trabajo debía hacerse en el plazo de una semana, pero se fue prolongando. Tras un silencio de cuatro semanas y numerosas advertencias, todas ellas ignoradas, Lisbeth Salander volvió con un informe que ponía de manifiesto que el tipo en cuestión era un pedófilo; al menos en dos ocasiones había contratado los servicios de -una prostituta de trece años en Tallin. Además, ciertos indicios revelaban un interés malsano por la hija de la mujer que por aquel entonces era su pareja.
Salander tenía características muy singulares que, de vez en cuando, llevaban a Armanskij al borde de la desesperación. Al descubrir que se trataba de un pedófilo no llamó por teléfono para advertir a Armanskij ni irrumpió apresuradamente en su despacho pidiendo una reunión urgente. Todo lo contrario: sin indicar con una sola palabra que el informe contenía material explosivo de proporciones más bien nucleares, una tarde lo depositó encima de su mesa, justo cuando Armanskij iba a apagar la luz y marcharse a casa.
Se llevó el informe y no lo leyó hasta más tarde, por la noche, cuando, ya relajado en el salón de su chalé de Lidingö, compartía con su esposa una botella de vino mientras veían la tele.
Como siempre, el informe estaba redactado con una meticulosidad casi científica, con notas a pie de página, citas y fuentes exactas. Los primeros folios daban cuenta del historial de aquel individuo, de su formación, su carrera profesional y su situación económica. No fue hasta la página 24, en un discreto apartado, cuando Salander —en el mismo tono objetivo que empleó para informar de que el susodicho vivía en un chalé de Sollentuna y conducía un Volvo azul oscuro— dejó caer la bomba de la verdadera finalidad de los viajes que el tipo realizaba a Tallin. Para demostrar sus afirmaciones Lisbeth remitía a la documentación contenida en un amplio anexo, donde había, entre otras cosas, fotografías de la niña de trece años en compañía del sujeto. La foto se había hecho en el pasillo de un hotel de Tallin y él tenía una mano bajo el jersey de la niña. Además —sabe Dios cómo—, Lisbeth consiguió localizar a la niña y logró convencerla para que dejara grabada una detallada declaración.
El informe creó aquel caos que precisamente Armanskij quería evitar a toda costa. Para empezar tuvo que tomarse un par de pastillas de las que su médico le había recetado para la úlcera. Luego convocó al cliente a una triste reunión relámpago. Al final, y a pesar de la lógica reticencia del cliente, tuvo que entregarle el material a la policía. Esto último quería decir que Milton Security se arriesgaba a verse involucrada en una espiral de acusaciones y contraacusaciones. Si la documentación no hubiera resultado lo suficientemente fidedigna o el hombre hubiese sido absuelto, la empresa habría corrido el riesgo potencial de ser procesada por difamación. En fin, una pesadilla.
Sin embargo, la llamativa ausencia de compromiso emocional de Lisbeth Salander no era lo que más le molestaba. En el mundo empresarial la imagen resultaba fundamental, y la de Milton representaba una estabilidad conservadora. Salander encajaba en esa imagen tanto como una excavadora en un salón náutico.
A Armanskij le costaba hacerse a la idea de que su investigadora estrella fuera una chica pálida de una delgadez anoréxica, pelo cortado al cepillo y piercings en la nariz y en las cejas. En el cuello llevaba tatuada una abeja de dos centímetros de largo. También se había hecho dos brazaletes: uno en el bíceps izquierdo y otro en un tobillo. Además, al verla en camiseta de tirantes, Armanskij había podido apreciar que en el omoplato lucía un gran tatuaje con la figura de un dragón. Lisbeth era pelirroja, pero se había teñido de negro azabache. Solía dar la impresión de que se acababa de levantar tras haber pasado una semana de orgía con una banda de heavy metal.
En realidad, no tenía problemas de anorexia; de eso estaba convencido Armanskij. Al contrario: parecía consumir toda la comida-basura imaginable. Simplemente había nacido delgada, con una delicada estructura ósea que le daba un aspecto de niña esbelta de manos finas, tobillos delgados y unos pechos que apenas se adivinaban bajo su ropa. Tenía veinticuatro años, pero aparentaba catorce.
Una boca ancha, una nariz pequeña y unos prominentes pómulos le daban cierto aire oriental. Sus movimientos eran rápidos y parecidos a los de una araña; cuando trabajaba en el ordenador, sus dedos volaban sobre el teclado. Su cuerpo no era el más indicado para triunfar en los desfiles de moda, pero, bien maquillada, un primer plano de su cara podría haberse colocado en cualquier anuncio publicitario. Con el maquillaje —a veces solía llevar, para más inri, un repulsivo carmín negro—, los tatuajes, los piercings en la nariz y en las cejas resultaba... humm... atractiva, de una manera absolutamente incomprensible.
El hecho de que Lisbeth Salander trabajara para Armanskij era ya de por sí asombroso. No se trataba del tipo de mujer con el que Armanskij acostumbraba a relacionarse, y mucho menos el que solía considerar para ofrecerle un empleo. Ella había sido contratada en la oficina como una especie de chica para todo cuando Holger Palmgren, un abogado medio jubilado que se ocupaba de los negocios personales del viejo J. F. Milton, la recomendó presentándola como «una chica lista pero con un carácter un poco difícil». Palmgren le pidió a Armanskij que le diera una oportunidad a la chica, cosa que éste prometió con desgana. Palmgren pertenecía a esa clase de hombres que sólo interpretaba un no como un motivo para doblar sus esfuerzos, así que lo más fácil era aceptar abiertamente. Armanskij sabía que Palmgren se dedicaba a ayudar a niñatos conflictivos y a otras chorradas sociales, pero tenía buen criterio.
Dragan Armanskij se arrepintió en el mismo momento en que conoció a Lisbeth Salander. No sólo le parecía problemática; a ojos de Armanskij ella era la viva representación del término. No había conseguido el certificado escolar, jamás había pisado el instituto y carecía de cualquier tipo de formación superior.
Durante los primeros meses, Lisbeth trabajó a jornada completa; bueno, casi completa. Por lo menos aparecía de vez en cuando por su lugar de trabajo. Preparaba café, traía el correo y se encargaba de la fotocopiadora. Sin embargo, no se preocupaba en lo más mínimo del horario ni de las rutinas normales de la oficina.
En cambio, poseía un gran talento para sacar de quicio a los demás empleados. Se ganó el apodo de «la chica con dos neuronas»: una para respirar y otra para mantenerse en pie. Nunca hablaba de sí misma. Los compañeros que intentaban conversar con ella raramente recibían respuesta y enseguida desistían. Los intentos de broma nunca caían en terreno abonado: o contemplaba al bromista con grandes ojos inexpresivos o reaccionaba con manifiesta irritación.
Además, tenía fama de cambiar de humor drásticamente si se le antojaba que alguien le estaba tomando el pelo, algo bastante habitual en aquel lugar de trabajo. Su actitud no invitaba ni a la confianza ni a la amistad, así que rápidamente se convirtió en un bicho raro que rondaba como un gato sin dueño por los pasillos de Milton. La dejaron por imposible: allí no había nada que hacer.
Al cabo de un mes de constantes problemas, Armanskij la llamó a su despacho con el firme propósito de despedirla. Cuando le dio cuenta de su comportamiento, ella lo escuchó impasible, sin nada que objetar y sin ni siquiera levantar una ceja. Nada más terminar de sermonearla sobre su «actitud incorrecta», y cuando ya estaba a punto de decirle que, sin duda, sería una buena idea que buscara trabajo en otra empresa que «pudiera aprovechar mejor sus cualidades», ella lo interrumpió en medio de una frase. Por primera vez hablaba enlazando más de dos palabras seguidas.
—Oye, si necesitas un conserje puedes ir a la oficina de empleo y contratar a cualquiera. Yo soy capaz de averiguar lo que sea de quien sea, y si no te sirvo más que para organizar las cartas del correo, es que eres un idiota.
Armanskij todavía se acordaba del asombro y de la rabia que se apoderaron de él mientras ella continuaba tan tranquila:
—Tienes un tío que ha tardado tres semanas en redactar un informe, que no vale absolutamente nada, sobre un |