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Del Mensaje de Juan Pablo II al IV Encuentro nacional de profesores italianos católicos (24 octubre 2001) El docente es un maestro. No transmite el saber como si fuera un objeto de uso y consumo, sino que establece ante todo una relación sapiencial que, aun cuando, por el número demasiado elevado de estudiantes, no pueda llegar al encuentro personal, se convierte en palabra viva antes que en transmisión de nociones. El docente instruye, en el significado originario del término, es decir, da una aportación fundamental a la estructuración de la personalidad; educa, según la antigua imagen socrática, ayudando a descubrir y activar las capacidades y los dones de cada uno; forma, según la comprensión humanística, que no reduce este término a la consecución, por lo demás necesaria, de una competencia profesional, sino que la encuadra en una construcción sólida y en una correlación transparente de significados de vida... El humanismo cristiano no es abstracto. La libertad de investigación, tan valiosa, no puede significar neutralidad indiferente ante la verdad. La universidad está llamada a ser cada vez más laboratorio donde se cultiva y desarrolla un humanismo universal, abierto a la dimensión espiritual de la verdad. La diaconía de la verdad representa una tarea histórica para la universidad. Evoca la dimensión contemplativa del saber que diseña el rasgo humanístico de toda disciplina en las diversas áreas afrontadas por vuestro congreso. De esta actitud interior deriva la capacidad de escrutar el sentido de los acontecimientos y valorar los descubrimientos más sorprendentes. La diaconía de la verdad es el sello de la inteligencia libre y abierta. Sólo encarnando estas convicciones en su vida diaria el profesor universitario se convierte en portador de esperanza para la vida persona y social. Los cristianos están llamados a dar testimonio de la dignidad de la razón humana, de sus exigencias y de su capacidad de investigar y conocer la verdad, superando de ese modo el escepticismo epistemológico, las reducciones ideológicas del racionalismo y las corrientes nihilistas del pensamiento débil. La fe es capaz de generar cultura; no teme la confrontación cultural abierta y franca; su certeza no se asemeja de ningún modo a la rigidez ideológica basada en prejuicios; es luz clara de verdad, que no se contrapone a las riquezas del ingenio, sino sólo a las tinieblas del error. La fe cristiana ilumina y aclara la existencia en cada uno de sus ámbitos. El cristiano, animado por esta riqueza interior, la difunde con valentía y la testimonia con coherencia. Del mensaje de Juan Pablo II a los participantes en el congreso internacional sobre el Humanismo cristiano a la luz de Sto. Tomás (Castelgandolfo 20, septiembre 2003) Ciertamente, sólo Dios es el Creador, pero ha querido encomendar a sus criaturas, racionales y libres, la tarea de completar su obra con el trabajo. Cuando el hombre coopera activamente con la gracia, llega a ser "un hombre nuevo", que se apoya en la vocación sobrenatural para corresponder mejor al proyecto de Dios (cf. Gn 1, 26). Por tanto, santo Tomás sostiene con razón que la verdad de la naturaleza humana encuentra su realización plena mediante la gracia santificante, en cuanto que ella es "perfectio naturae rationalis creatae" (Quodlib., 4, 6). ¡Cuán iluminadora es esta verdad para el hombre del tercer milenio, en continúa búsqueda de su autorrealización! En la encíclica Fides et ratio analicé los factores que constituyen obstáculos en el camino del humanismo. Entre los más recurrentes se debe mencionar la pérdida de confianza en la razón y en su capacidad de alcanzar la verdad, el rechazo de la trascendencia, el nihilismo, el relativismo, el olvido del ser, la negación del alma, el predominio de lo irracional o del sentimiento, el miedo al futuro y la angustia existencial. Para responder a este gravísimo desafío, que afecta al futuro del humanismo mismo, he indicado cómo el pensamiento de santo Tomás, con su firme confianza en la razón y su clara explicación de la articulación de la naturaleza y de la gracia, puede proporcionarnos los elementos básicos para una respuesta válida. El humanismo cristiano, como lo ilustró santo Tomás, tiene la capacidad de salvar el sentido del hombre y de su dignidad. Esta es la exaltante tarea encomendada hoy a sus discípulos. El cristiano sabe que el futuro del hombre y del mundo está en manos de la divina Providencia, y esto constituye para él un motivo constante de esperanza y de paz interior. Pero el cristiano sabe también que Dios, movido por el amor que siente hacia el hombre, pide su colaboración para mejorar el mundo y gobernar los acontecimientos de la historia. En este difícil inicio del tercer milenio muchos advierten, con una claridad que raya en el sufrimiento, la necesidad de maestros y testigos capaces de señalar caminos válidos hacia un mundo más digno del hombre. Corresponde a los creyentes la tarea histórica de mostrar que Cristo es "el camino" por el cual es preciso avanzar hacia la humanidad nueva que está en el proyecto de Dios. Por eso, está claro que una prioridad de la nueva evangelización consiste precisamente en ayudar al hombre de nuestro tiempo a encontrarse personalmente con Cristo, y a vivir con él y para él. De una conferencia pronunciada por J. Ratzinger sobre la Nueva Evangelización (Roma 10, diciembre 2000) Evangelizar quiere decir: mostrar este camino - enseñar el arte de vivir. Jesús dice al comenzar su vida pública: “Él me ha ungido para llevar la buena nueva a los pobres” (Lc 4,18); y esto quiere decir: Yo tengo la respuesta a vuestra pregunta fundamental; os enseño el camino de la vida, el camino de la felicidad, mejor dicho: Yo soy ese camino. La pobreza más profunda es la incapacidad de alegrarse, el hastío de la vida considerada absurda y contradictoria. Esta pobreza está más diseminada y se presenta en diferentes formas tanto en las sociedades materialmente ricas como en las sociedades de los países pobres. La incapacidad de alegrarse supone y produce la incapacidad de amar, provoca la envidia, la avaricia; todos los vicios que desbastan la vida de cada uno y del mundo. Por este motivo tenemos necesidad de una nueva evangelización: si el arte de vivir permanece desconocida, todo el resto no puede funcionar. Sin embargo, este arte no es objeto de la ciencia; este arte puede ser comunicado sólo por quien tiene la vida: Aquél que es el Evangelio en persona. De una conferencia del Cardenal Poupard con motivo de la inauguración del curso académico 2001-2002 de la UCAM Decía Chesterton que uno de los males de nuestro tiempo consiste precisamente en el hecho de que cuando las cosas van mal, recurrimos al experto1. El experto es la persona que sabe cómo funcionan las cosas y es capaz, por tanto, de mejorar su eficiencia y rendimiento. Pero en una situación grave, lo que necesitamos no es preguntar el cómo, sino el porqué y tener el coraje de plantear grandes preguntas que afectan a los fines y no a los medios. En una situación excepcional, lo que hace falta es el hombre poco práctico, el contemplativo, aquel que se ha dedicado a considerar el porqué y el para qué de las cosas. Haber olvidado esta regla fundamental, invirtiendo la relación entre medios y fines es lo que denuncia con vigor Paul Ricoeur cuando habla de la hipertrofia de los medios y la atrofia de los fines que caracteriza nuestra sociedad. Nadie se pregunta por qué o para qué existen las cosas, mientras que los medios para satisfacer las necesidades inmediatas o remotas crecen exponencialmente en cantidad y calidad... ...Las esclarecedoras palabras que pronunció Juan Pablo II y que quiso después recoger en la Constitución Apostólica sobre las Universidades Católicas Ex Corde Ecclesiae, la Carta Magna de las Universidades Católicas, aún resuenan en mi memoria: Por su vocación, la Universitas magistrorum et scholarium se consagra a la investigación, a la enseñanza y a la formación de los estudiantes, libremente reunidos con sus maestros animados todos por el mismo amor del saber. Ella comparte con todas las demás Universidades aquel gaudium de veritate, tan caro a San Agustín, esto es, el gozo de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicada en todos los campos del conocimiento. Su tarea privilegiada es la de "unificar existencialmente en el trabajo intelectual dos órdenes de realidades que muy a menudo se tiende a oponer como si fuesen antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad"2. En realidad, el Papa Juan Pablo II estaba glosando la idea de Universidad que ya vuestro rey sabio, Alfonso X, había recogido en la ley de Las partidas con una preciosa definición: «ayuntamiento de profesores y alumnos por el saber». Una definición que es todo un programa y que recoge en apretada síntesis la vocación de toda Universidad y especialmente la Universidad Católica. En efecto, aquellas palabras me reafirmaron en una convicción: la Universidad no puede perder su vocación originaria para adaptarse servilmente a las exigencias del mercado y transformarse en una escuela profesional de alto nivel... ... ¿Qué clase de Universidad sería aquella que ignora al hombre como objeto de estudio, aquella que, por aumentar su rendimiento con vistas a satisfacer la demanda de puestos de trabajo en el mercado, elimina como superfluas las grandes cuestiones de la existencia humana, Dios, el sentido de la vida, la muerte, la justicia, la paz tal y como se nos presentan en la literatura la historia, la reflexión ética y la búsqueda del fundamento de las cosas? ¿Qué médicos, informáticos, fisioterapeutas, periodistas, ingenieros, publicistas serán aquellos que saben cómo funcionan las cosas, pero no para qué? ¿De qué sirve construir puentes, proyectar complejos industriales, diseñar sofisticados programas informáticos o conocer las más avanzadas técnicas de cultivo celular, si no sabemos para qué los queremos? Una sociedad que olvida los fines y se vuelca en los medios, corre el riesgo de convertirse en alguna de las peores pesadillas diseñadas por la novela de anticipación: un mundo hiperespecializado en el que se ha perdido de vista el horizonte del sentido último de la existencia. «Nos habéis dado relojes, pero nos habéis quitado el tiempo», se quejaba el jefe de una tribu remota de África ante el colonizador europeo. También acaso un día tengamos que lamentarnos nosotros diciendo: «Nos habéis dado computadores y teléfonos celulares, pero nos habéis quitado el alma». ... Aquellas palabras del Papa que he citado antes estaban apuntando a un modelo de hombre concreto. Al señalar la búsqueda de la verdad como expresión del quehacer universitario, el Pontífice colocaba en el centro de la comunidad universitaria a la persona humana, dotada de capacidad racional y de voluntad libre, que es quien experimenta el gozo por la verdad, y el inagotable deseo humano de encontrar el esplendor de la belleza, la perfección y gloria de la obra y de su artífice. Una visión que conlleva al mismo tiempo el horror a la mentira y a la impostura, el vivo deseo de evitar todo sofisma y de aprisionar la verdad en la injusticia, como previene San Pablo. ... Es tanto más llamativo que haya sido Juan Pablo II quien haya hecho la defensa más apasionada de la razón en estos últimos tiempos. A ella dedicó la encíclica Fides et Ratio, que podría haber titulado también Elogio de la razón. Como subrayando la confianza en esta maravillosa facultad que Dios ha dado al hombre, el mismo Pontífice, en el histórico Jubileo de los Científicos, venidos en peregrinación a Roma el pasado año, afirmó solemnemente: «La fe no teme a la razón»3. Es decir: a una razón abierta a todas las dimensiones de lo humano, en la que nunca puede faltar la dimensión trascendente. Si es cierto que «un poco de ciencia aleja de Dios, y mucha ciencia acerca a Dios», la mucha razón no aleja, sino que acerca a Dios. Lo que el Papa denuncia en su Encíclica es la abdicación de la razón de su función primera, que es la búsqueda de la verdad. Cuando ello sucede, la razón estrecha su horizonte de búsqueda y se empequeñecen sus contenidos. Cuando la razón prescinde del diálogo con el pensamiento de la fe -como afirmó Jaspers-, acaba en una seriedad que se va vaciando de contenido. No es de extrañar entonces que este racionalismo empobrecido y asfixiante sea incapaz de colmar las aspiraciones más profundas del corazón humano y haya desembocado finalmente en las modernas formas de nihilismo e irracionalismo que llamamos el pensamiento débil. Es en este contexto donde se produce el mal llamado "retorno de Dios", como si Dios hubiese estado ausente del mundo, que en realidad es la difusión, de nuevas formas de religiosidad salvaje. Alguno podría pensar que este panorama intelectual ofrece un campo propicio para la religión. Se equivoca radicalmente. De nuevo es el mismo Juan Pablo II quien recuerda que es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición4. Para salvar la fe es necesario recuperar el optimismo racional que va de la mano con la pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda... ... La fuerza que deriva del mandamiento del amor, se va desplegando después en todos los aspectos de la vida universitaria. tiene un lugar privilegiado, que es la relación entre el profesor y el alumno. alguien ha observado que el fabuloso progreso de los medios de comunicación social está sustituyendo paulatinamente la figura del maestro y del educador, con las consecuencias que vemos a diario. en el proceso de maduración de la persona. humana no puede faltar la figura del maestro. la relación que se establece entre maestro y alumno no puede desaparecer, so pena de convertir la, educación en un mero proceso mecánico, sin relación con la vida, que acaso un día pueda ser sustituido por la simple implantación de un chip de memoria, como algunos escenarios futuristas nos muestran. la universidad católica, si quiere sobrevivir en medio de la despiadada competencia de nuestro tiempo, no necesita sólo de expertos, sino sobre todo de maestros. Queridos profesores, permitidme que os haga una invitación, que es al tiempo un ruego, como uno que conoce la universidad: sed maestros de vuestros alumnos, y no sólo docentes. dedicadles todo el tiempo que sea necesario, sin tasarlo mezquinamente. prolongad la lección en el trato personal con vuestros alumnos, haciendo de vuestro despacho una especie de «confesionario laico», como se decía del de giner de los ríos. estimulad, en el trato personal con ellos, la pasión por el saber, el deseo de aspirar a metas más altas, de no conformarse con los logros adquiridos. demostradles con vuestra vida que es posible realizar la síntesis entre el conocimiento y el amor, que a un mayor conocimiento del mundo y de la realidad corresponde una vida moral más íntegra; que saber más significa también ser más sabio y, por tanto, mejor. La educación al amor no tiene lugar sólo en la relación de tipo vertical que se establece entre profesor y alumno, sino también, por decido así, en sentido horizontal, entre iguales, en el grupo de amigos. la universidad es tiempo de creación de amistades sólidas y duraderas. los largos años de vida en común, forjados en los bancos de clase, en las interminables horas de biblioteca, en los laboratorios, en la fotocopiadora, en la cafetería, verdadera alma de la universidad, en los jardines del campus, crean vínculos muy fuertes que duran después toda la vida. pero para que ayuden a crecer deben estar basados en algo más profundo que la simple camaradería. las grandes amistades son aquellas que se fundan en la pasión común por la verdad, por el saber, en el gusto compartido por el arte y por las cosas bellas, en el afán de justicia y la lucha por un mundo mejor, y también en un buen vaso de vino compartido al calor de la amistad... ... El hombre de hoy, si tiene dificultades para la fe, si tiene dificultades para esperar, es porque le es difícil entregarse y comprometerse de veras; porque le es difícil responder al amor y dar un sí al amor verdadero. Creer en el amor es creer en la palabra de amor que alguien me dirige, creer en el amor que alguien me tiene. Este tipo de confianza no puede nunca demostrarse como conclusión apodíctica de un discurso de razón. ¡Ni siquiera en el orden humano! Por mucho que oigamos palabras de afecto o veamos gestos, siempre hay que dar un paso más y creer que allí hay amor. Hay que abrirse a esa realidad que se nos manifiesta, que se nos revela, y dar un sí confiado; dar una aceptación que sepa discernir, que sepa ver la pureza de amor que hay detrás de unos determinados gestos o de unas palabras, para entregarse libremente al don del amor, en una entrega que no conozca reservas egoístas, sino que sea proporcionada a la calidad del amor ofrecido. De la conferencia del Cardenal Poupard, La universidad, creadora y transmisora de una nueva cultura al alba del III Milenio, en la Universidad san Pablo-Ceu (28 mayo 2001) Naturalmente, la evangelización en la universidad ha de hacerse con el estilo propio de la universidad, que consiste ante todo en la evangelización de la inteligencia. Porque se trata de la Verdad, siente un respeto exquisito por la libertad del oyente, pues la aceptación de la verdad tiene su propio ritmo. Su característica específica es el diálogo críticamente constructivo con la cultura. La universidad estaría faltando a su vocación originaria si desertase de esta tarea, relegándola a la capellanía universitaria, como si fuera una actividad extraescolar más, o limitándose a la organización de actividades de voluntariado y asistencia social. Su estilo propio, en cambio, es el trabajo intelectual serio, riguroso y apasionado que busca armonizar los datos de la investigación científica, en todas las disciplinas, con la luz que viene de la fe. De este impulso evangelizador tiene que participar toda la comunidad universitaria. No es una tarea que pueda resolverse sólo con algunos créditos de teología. Profesores, alumnos, personal no docente forman en la universidad una communio, que hace posible entrever un nuevo modelo de sociedad y de hombre y realiza existencialmente la síntesis entre la fe y la razón . De la conferencia de Pedro Morandé, Un nuevo humanismo para la vida de la Universidad, con motivo del Jubileo de las Universidades (Roma 9-10 septiembre 2000). Como dijo una vez Chesterton, "el sabio es quien quiere asomar su cabeza al cielo", al infinito, en tanto que el loco es "quien quiere meter el cielo en su cabeza", creyéndose, precisamente, la medida de todo. Este es también el dilema del humanismo actual al que nos vemos enfrentados cotidianamente en la docencia e investigación. La Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae, nuestra carta magna, resumió lo esencial de la tradición universitaria afirmando que ella "es un conjunto de personas reunidas por el gozo de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento".5[2] Puso con ello la persona humana en el centro. Dotada de capacidad racional y de voluntad libre, es la persona quien experimenta en sí misma y en la comunión con otros maestros y discípulos el gozo por la verdad, manifestando el inagotable deseo humano de encontrar el esplendor de la belleza, la perfección y gloria de la obra y de su artífice. Una tal visión sería, sin embargo, unilateral e ingenuamente positiva, si no considerara simultáneamente su contracara. El gozo por la verdad tiene. El lema con que hemos venido desde nuestros claustros universitarios a celebrar con gozo esta jornada jubilar, "La Universidad para una nuevo humanismo", nos hace renovar el sentido de nuestra vocación y misión de "diaconía de la verdad" en el corazón de cada una de las culturas que aquí representamos. Pero no podríamos ser portadores de esperanza para la vida de la sociedad si no encarnamos la sabiduría que anunciamos en nuestras propias comunidades universitarias. Por ello, quisiera referirme a la importancia de un nuevo humanismo para renovar la vida de la Universidad. La aparición de orientaciones "humanistas" a lo largo de la historia ha tenido siempre un rasgo paradojal: nacen de la conciencia de que existe en ese momento histórico-cultural una profunda deformación de la vida humana en medio de las costumbres e instituciones sociales, un abandono o descrédito de aquello que, aún confusa y oscuramente, se tiene todavía por lo más natural y propio de la vida humana. Hay así en todo humanismo una denuncia de inhumanidad y un genuino y a veces angustioso deseo de devolver al ser humano sobre su centro, sobre la fuente de su dignidad. Nuestra época no es, a este respecto, una excepción. La conciencia humana quedó estremecida después de las dos guerras mundiales, después de Auschwitz y de los Gulags, ante la comprobación de que los actos más irracionales y destructivos de la dignidad humana se realizan ahora con los me- dios más racionales que el ser humano ha podido crear en virtud de su ciencia. La conmoción producida por estos hechos creó el ambiente propicio para proclamar solemnemente la Declaración Universal sobre los Derechos Humanos en 1948 a la que han adherido la mayoría de los Estados del mundo. Pero sabemos que no ha sido suficiente. Los profundos cambios sociales introducidos desde entonces por la innovación tecnológica en la biología, la informática y las comunicaciones sociales no han sido acompañados por un fortalecimiento congruente de la conciencia moral, perdiendo ésta incluso su capacidad de estremecerse ante los actos de inhumanidad. La legalización del aborto ha tenido, en este contexto, un significado emblemático, puesto que es un signo de la amenaza más general de consagrar la "tiranía de los fuertes sobre los débiles" como principio rector de la convivencia humana, con su secuela de discriminación e iniquidad tanto a nivel de las relaciones interpersonales, como en el nivel más "globalizado" del intercambio económico y de las relaciones internacionales. La denuncia de inhumanidad implicada en toda proposición humanista, sin embargo, no ha logrado superar siempre sus propias contradicciones, especialmente, al pasar del momento de la crítica al reconocimiento de la positividad de lo humano. La pretensión de Protágoras según la cual, "el hombre es la medida de todas las cosas", ha simbolizado, en cierto sentido, la paradoja de todo humanismo. Por una parte, quiere valorar la condición racional humana como aquello que distingue cualitativamente al hombre de todos los demás entes que existen. Por otra, esta misma diferenciación lleva aparejada la tendencia a la idolatría de la razón, a su entronización como principio y fundamento de toda verdad. Por ello, la historia del humanismo ha sido también la historia de la corrupción del humanismo. Por él atraviesa esa profunda, pero a veces irreconocible diferencia a los ojos del mundo, entre quien ama de verdad la sabiduría (el filósofo) y el sofista, entre quien experimenta la inteligencia como una apertura radical frente a la realidad y a su significado, para comprenderla en la unidad de todos sus factores, y quien clausura la razón sobre sí misma, valorando la inteligencia por su capacidad de manipular la realidad sin otro límite que los medios técnicos disponibles. Fides et ratio nos ha proporcionado una mirada profunda sobre la situación del pensamiento moderno en relación a este dilema y sobre el divorcio consiguiente entre la razón y la sabiduría. Eclecticismo, cientificismo, historicismo, pragmatismo y nihilismo6[3], son las variantes que menciona la Encíclica del itinerario del así llamado "pensamiento débil", el cual, despreciando los datos de la Revelación, ha terminado por minar la confianza misma en la capacidad de la razón para buscar la unidad y el fundamento de lo real. Cuando se desconfía de la capacidad racional y sapiencia¡ que es fruto de la unidad de la razón y de la fe en la contemplación de la verdad, nos advierte, el hombre pierde toda dimensión objetiva para mirar los sucesos de la historia, pudiendo llegar a las arbitrariedades más extremas y a las peores denigraciones de su dignidad. Como universitarios, sabemos que este dilema no sólo afecta hoy al ambiente cultural de esta época, que valoriza la dimensión instrumental de la ciencia y de la técnica por encima de cualquier consideración relativa a la moralidad de los actos humanos, sino que afecta también a la propia Universidad, al sentido de nuestro trabajo cotidiano y, consiguientemente, a la actitud con que miramos nuestra vocación de servicio a las personas y a las culturas en las que vivimos inmersos. Como dijo una vez Chesterton, "el sabio es quien quiere asomar su cabeza al cielo", al infinito, en tanto que el loco es "quien quiere meter el cielo en su cabeza", creyéndose, precisamente, la medida de todo. Este es también el dilema del humanismo actual al que nos vemos enfrentados cotidianamente en la docencia e investigación. La Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae, nuestra carta magna, resumió lo esencial de la tradición universitaria afirmando que ella "es un conjunto de personas reunidas por el gozo de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento".7[4] Puso con ello la persona humana en el centro. Dotada de capacidad racional y de voluntad libre, es la persona quien experimenta en sí misma y en la comunión con otros maestros y discípulos el gozo por la verdad, manifestando el inagotable deseo humano de encontrar el esplendor de la belleza, la perfección y gloria de la obra y de su artífice.. Si la Constitución ha puesto de relieve precisamente en este tiempo la dimensión contemplativa del intelecto humano, es porque reconoce que ha sido duramente cuestionada por la cultura moderna y, como consecuencia, la misma Universidad ha sido hondamente transformada. Primero, la ciencia positiva desplazó a la teología y a la filosofía de su rol integrador de los distintos saberes, perdiéndose una visión unitaria de la realidad. La búsqueda de la unidad fue sustituida por la aceptación de la fragmentación y la sobrevaloración de la especialización. Más recientemente, las propias ciencias positivas han sido desplazadas en su peso relativo por las disciplinas técnicas de alta demanda social. Las universidades han devenido, en gran medida, institutos politécnicos de capacitación para el trabajo con espacios cada vez más reducidos para el desarrollo de la visión contemplativa de la inteligencia. Si en el pasado el dilema del humanismo podía comprenderse a partir de la opción entre antropocentrismo y teocentrismo, hay que reconocer, sin embargo, que la racionalidad cultural actualmente emergente ni siquiera es antropocentrista, sino más bien antropofóbica. El centro de gravedad lo ha ocupado la tecnología misma, con la consecuente homologación de lo "natural" y de lo "artificial". La tendencia dominante parece ser la de poner la vida, la técnica y la sociedad bajo el paradigma común de lo que podría llamarse, la pretensión de una "evolución autocontrolada". Lo que está en discusión actualmente no es sólo la verdad del hombre, sino de la creación entera, o incluso si se quiere, la verdad misma. Diferenciación, variedad y autoselección aparecen como los conceptos claves de un pensamiento constructivista y autorreferencial que no busca otro fundamento que el replicarse a sí mismo en todos los planos que logra distinguir. Surge entonces la pregunta: ¿Es la pérdida del sentido metafísico de la unidad de lo real verdaderamente un problema de complejidad evolutiva que ha vuelto imposible la existencia de un punto de observación para el conjunto de las conductas humanas o se trata más bien de una renuncia de- liberada a la inteligencia contemplativa, a su contenido propio, que es la verdad, y a la justificación que de ella nace para la libertad? Esta misma interrogante puede formularse también, dramáticamente, en el plano antropológico: ¿Es la persona humana, única completa e indivisible, el único sujeto óntico de la cultura, su objeto y su término, como afirmó solemnemente el Santo Padre ante la UNESCO8[5], o la organización funcional de la sociedad ya no reconoce ninguna realidad finita como indisponible y todo lo que tiene existencia social está sometido a criterios de eficiencia que suponen la comparabilidad y la sustituibilidad? Nietzsche describió agudamente el nihilismo como aquella situación en que 'falta la finalidad, falta la pregunta por el por qué"9[6]. Si la razón no puede descubrir la finalidad de los actos humanos, entonces tampoco puede reconocer una norma objetiva y absoluta, inconmensurable para el hombre, desde la cual orientar la acción humana en la sociedad hacia su fin natural. Por ello, Fides et ratio nos invita a recuperar la memoria de las grandes figuras filosóficas y teológicas cristianas, para afirmar, una vez más, que la razón no tiene su fundamento en la necesidad de autorregulación de los procesos naturales, sociales o políticos en busca de equilibrios sustentabas, sino en las exigencias del corazón humano que busca un significado para su presencia en el mundo. Como de modo admirable ha sido expuesto en la tradición metafísica de la Iglesia, el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre.10[7] Sin embargo, la misma tradición enseña que este deseo humano de infinito descubre pronto su propia finitud y la búsqueda de una verdad universal y absoluta debe aceptar la precariedad e incompletitud de lo conocido. La razón humana alcanza, de este modo, el umbral del Misterio, el cual puede presentir y desear ardientemente conocer, mas no puede por sí sola penetrar. Sólo la fe es capaz de cruzar este umbral, puesto que ella es una luz que no proviene del ser humano sino de Dios mismo. Tanto la Constitución Ex Corde Ecclesiae como la Encíclica Fides et ratio constituyen dos documentos proféticos para la Evangelización de la Cultura de cara a los desafíos de este comienzo de milenio. La primera de ellas señala que "nuestra época tiene necesidad urgente de esta forma de servicio desinteresado que es el de proclamar el sentido de la verdad, valor fundamental sin el cual desaparecen la libertad, la justicia y la dignidad del hombre… Por lo cual, [la universidad] sin temor alguno, antes bien con entusiasmo trabaja en todos los campos del saber, consciente de ser precedida por Aquel que es…. el Logos, cuyo Espíritu de inteligencia y de amor da a la persona humana la capacidad de encontrar con su inteligencia la realidad última que es su principio y su fin”. Por su parte, Fides et ratio nos exhorta a la renovación de la mirada contemplativa sobre el mundo en el doble sentido de transformar el saber en sabiduría y de pasar del fenómeno al fundamento. Ambos aspectos son esenciales a la vocación universitaria. En la Universidad no sólo se elabora un pensamiento que refleja la síntesis del saber, sino que ese saber se hace persuasivo para quien lo conoce sólo cuando se encama en personas, es decir, cuando encierra una verdad sobre la que se puede tener experiencia y dar testimonio. Se hace entonces sabiduría. Buscar el fundamento es la necesaria consecuencia de esta actitud. Para quien busca tener experiencia de la verdad y de su significado, no puede ser satisfactoria la mera descripción de los fenómenos que estudia. La cuestión del fundamento aparece en el horizonte de la razón precisamente cuando ella se atreve a formular la pregunta por la finalidad, por el por qué. En ella se expresa la tensión entre lo finito y lo infinito, entre lo condicionado y lo incondicionado, conquistando para la razón la libertad necesaria para superar su ensimismamiento y abrirse al significado objetivo de todo lo que existe. La communio universitaria da testimonio de que es posible realizar humanamente en la propia vida lo que el pensamiento formula como integración entre razón y fe. Ambas confluyen a la realización de la humanidad misma de quienes persiguen, con humildad, comprender la verdad de todo lo que existe como verificación y cumplimiento de su propia vocación. La communio universitaria sólo se puede construir desde la convergencia de la libertad de cada uno con la participación en el bien común que representa la verdad compartida, custodiada y fielmente transmitida. Tratándose de una "diaconía de la verdad" esta actitud de servicio no puede dejar de tener una dimensión crítica. El amor al destino de cada ser humano obliga a descubrir y denunciar el error, la mentira, el sin sentido, el sofisma. La gran tentación de la Universidad en esta época es orientar la búsqueda de su saber por el prestigio, la utilidad y la recompensa social, sacrificando a ellas la verdad. ¿Puede haber una corrupción mayor que la intelectual, que llama bien al mal y que aprisiona la verdad en la injusticia? Es preciso reconocer que vivimos hoy un ambiente intelectual enrarecido y que el nihilismo ha penetrado en la propia universidad. La consideración instrumental, pragmática o escéptica de la verdad sólo puede florecer allí donde se ha perdido el gusto por la vida, por el gozo de la verdad. La posibilidad de un nuevo humanismo pasa por la santidad de la vida intelectual y universitaria. Debemos preguntarnos si ella ha logrado penetrar en las universidades a partir del oficio mismo del profesor y del estudiante, si la santificación como finalidad de la vida ha logrado entrar a las aulas, a los laboratorios, a las bibliotecas y a los curricula o ha permanecido más bien en los patios, en las actividades extraprogramáticas. Pareciera que se ha encontrado en los claustros un sustituto funcional para la santidad en el concepto de "excelencia académica", que suele definirse operacionalmente por la aceptación social, por el prestigio, por la acreditación de terceros o por la propia autoevaluación. No deja lugar para la acción de la gracia, sino sólo para el autoesfuerzo. 1 G.K. CHESTERTON, Lo que está mal en el mundo, en: Obras completas I, Plaza-Janés, Barcelona 1952, 688 2 JUAN PABLO II, Ex Corde Ecclesiae (15-8-1990) 3 JUAN PABLO II, Discurso a los Participantes en el Jubileo de los Científicos, 25-5-2000 4 JUAN PABLO II, FIDES et Ratio, 48 5 6 7 8 9 10 |
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