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LA EXPULSION DE LOS JUDIOSDE ESPAÑA(En defensa de doña Isabel I de Castilla, La Católica)QUINTA PARTELOS JUDIOS Y LOS REYES CRISTIANOS“Los judíos que no cultivan un grano de cereal, tienen el monopolio del trigo, del arroz, del lino, del algodón, de la cebada y de todos sus derivados, del mundo entero; ellos, que no crían una oveja, poseen el monopolio de los ovinos, vacunos, porcinos y, en general, de todas las carnes del mundo entero; ellos, que no explotan ninguna mina, son dueños de los yacimientos hulleros y petroleros; dueños del oro, de la plata, del estaño, del hierro, del cobre, de las fuerzas eléctricas; ellos que no saben fabricar más que artículos de miserable calidad, controlan las fábricas más importantes de todos los países. El Espíritu Santo dice “que al dinero obedecen todas las cosas” (Ecl. 10,19); y los judíos después de haber creado una economía que está toda en función del dinero, del acrecentamiento y multiplicación del dinero como último fin, han sabido quedarse con el dinero. Y así se han quedado con todo, incluso con los gobiernos. Porque éstos siempre necesitan dinero, siempre son sumisos clientes de los judíos. Pero, ¿y no podrían los gobiernos romper los lazos en que los tienen prendidos los judíos? Si podrían, pero ¡es tan difícil! Porque fuera de muchas circunstancias, cuya enumeración sería larga, observamos solamente este hecho: los judíos, según les convenga, son nacionales o internacionales.” P. Julio Meinvielle, S.J., La Descristianización y Judaización del Mundo, pp. 7 y 8, Buenos Aires 1939. Un ambiente favorableLa cooperación que los judíos brindaron a los árabes para la conquista y ocupación de España, con la consecuente destrucción del reino y el casi aniquilamiento de la iglesia hispano-goda, debió ser de tal importancia que le proporcionaron a los israelitas el ser atendidos y considerados por los nuevos dueños de la tierra, enrojecida por la sangre de millares de inocentes. Alentaron también a estas deferencias, la común estirpe oriental de estos hermanastros bíblicos, y las muchas similitudes en las costumbres religiosas de dos pueblos semitas que emergen de la historia por el Oriente presentándose luego como aliados centenarios. Los hebreos, cubiertos por tan apropiados amparos, y merced a su esmero, destreza y natural inclinación al acopio de bienes y dinero, fueron multiplicando sus riquezas gracias a los giros de capitales financieros que en su ayuda llegaron desde el exterior. Igualmente extendieron desde España su comercio con plazas y regiones que hacían el camino al Oriente, donde otros priostes les abrieron las puertas de sus almacenes y la portentosa cartera de clientes para la comercialización de productos. Progresaron al mismo tiempo en la industria y en las artes; ganaron privilegios con sus aliados y se elevaron lentamente a las principales dignidades del floreciente imperio mahometano hasta constituirse, en algunos casos, como verdaderas llaves de las monarquías árabes y africanas. Mientras los españoles nativos, en suma todo el pueblo cristiano, debatíase en cruentas luchas contra el invasor, disputándoles de a palmos el terreno como el insigne Teodomiro o negándoselo como un Repelayo casi de leyenda, cuando más espesas eran las tinieblas que cubría el horizonte del Alma Mater española, los judíos, ya desvinculados de estos horrores, amasaron fortunas y cultivaron las ciencias y las letras tan acertadamente, que a mediados del Siglo X fundaron una academia en Córdoba, ungida después con el renombre, con filiales en más de una docena de ciudades, rivalizando los doctores rabinos con los cultos árabes en varios ramos de los conocimientos humanos y formando una literatura propia que no habría de ser, mayormente española, sino hebrea y para los hebreos. No es una casualidad entonces que tan auspiciosa y cómoda situación desembocase en la aparición, por esta época y la inmediatamente avecindada, de una pléyade de judíos notorios: científicos, médicos, filósofos, místicos, gramáticos, talmudistas, polígrafos, poetas y traductores. Recordamos al pasar algunos de ellos como: Selemóh ibn Gabirol (Avicebrón), Yehudá ben David Hayyuy, Samuel ibn Negrella, Yosef ibn Negrella, Mosé Safaradí (Pedro Alfonso), el barcelonés Aharon ha-Leví, Ishaq ibn Ya’aqob al Fasi, Abraham ibn Ezra, Mose ibn Ezra, Mosée ibn Maymon (Maimónides, el segundo Moisés), Abu Umar Ahmad ibn Abd, Ishaq ibn Abi Sahuela, Ishaq ibn Crespin, Dunas ibn Labrat, Salomón ben Issaki (El Rasi), etc. El antiguo seminarista y luego prolífero masón Ernesto Renán, nos da su opinión luego de haber estudiado la obra filosófica de estos enjundiosos hebreos (De la part des peuples semitiques): “El papel filosófico de los judíos en la Edad Media es el de simples intérpretes. La filosofía judía de esta época es la filosofía árabe sin modificación.” Agrega que respecto a la labor científica: “Una página de Roger Bacon contiene más auténtico espíritu científico que toda esa ciencia de segunda mano, respetable ciertamente como un eslabón de la tradición, pero desprovista de gran originalidad.” Remata el autor francés sus estudios sobre los judíos al decir que son “una combinación inferior de la naturaleza humana.” La Cábala judía En esta escueta apuntación del período en tratamiento, no podemos dejar de comentar la Cábala (kabala o kabbala) judía: tradición oral entre los judíos que dan una explicación secreta del sentido de pasajes bíblicos. El patriarca del ocultismo moderno Elifaz Leví dice que la Cábala “constituye el dogma de la Alta Magia” (la ciencia de las artes diabólicas), que se enlazaría luego con los alquimistas, cultores de la ciencia oculta, hermética y esotérica, que buscaban la piedra filosofal y la panacea universal. Nosotros creemos y así lo dijimos antes, apoyándonos en las escrituras, que los cimientos de la Cábala fueron echados por Moisés. Sin embargo hemos contado en los textos judíos del Antiguo Testamento, más de dos docenas de condenas expresas a magos, nigromantes, augures, adivinos, prestidigitadores, astrólogos y otras variedades de estos charlatanes estafadores y asesinos de Dios a su manera, que llegan a su culminación y se patentizan luego en la espantosa visión de Ezequiel con los ancianos de Israel sorprendidos en pleno rito diabólico y conciliábulo esotérico. Pero la insistencia en estas prohibiciones por parte de la dirigencia judía de aquella edad bíblica, significa que estas imposturas y sus fabricantes inescrupulosos habían calado muy hondo en el Pueblo del Señor, siendo la lucha para su erradicación ciertamente tan difícil como ineficaz o, concluyentemente imposible, por cuanto los judíos toda vez que podían volvían a estas prácticas infames, como con aquel becerrillo de oro o el patético encuentro con la nigromante de Endor, cuando no se les pegaban otras nuevas mancías adquiridas en el vecindario asiático, cuna de estas imbecilidades y motivo de sus reiteradas deserciones. Muchos tratadistas dicen que la Cábala, tal cual hoy la conocemos, se remonta en sus inicios al Siglo I dC. Nosotros creemos que, como cuerpo doctrinario, sus raíces se encuentran en el destierro en Babilonia y quedaron descubiertas, precisamente, por la horrorosa revelación de Ezequiel (Ez. 8). Esta visión de la idolatría de Jerusalén (alrededor del 592 aC.), menciona repetidamente a los ancianos (los mismos de 14, 1 y 20, 1), que eran los jefes de familia integrantes de una especie de consejo municipal, como los de ahora, en cada comarca ocupada por los israelitas. Este, por otra parte, es el antecedente más remoto del funcionamiento de una logia que conocemos. Perdidos los rastros después de la diáspora de Adriano en aquella escuela rabínica de los exiliarcas de Ardabena, ya infectada por pitagóricos y gnósticos (mezcla del judaísmo marginal y eternamente clandestino con el pensamiento helenístico), reaparece en España (Gerona, Barcelona, Toledo, Granada y Burgos fueron sedes de escuelas cabalísticas), a partir de este período que estamos tratando, como estudio sistematizado para conformar el cuerpo doctrinario de una mística blasfema y típicamente judía que ya se muestra completamente extrañada de los profetas. Es en España donde a fines del Siglo XIII se redacta el Zohar (El Libro de los Esplendores). Desde entonces la Cábala (rabínica y consecuentemente talmúdica) se extendió por todos los judíos de España (y de Francia donde funcionaron otras escuelas simultáneas y conectadas con las españolas). Posteriormente y en medio de las persecuciones, la promiscuidad y la miseria intencionada de los ghettos, encontraron los cabalistas otra fuente de inspiración en el hasidismo (una corriente mística renegada del Medioevo) y en el pensamiento subversivo del médico y filósofo judío, natural de Egipto, Ishaq al-Isra’illi. Sobresalieron entre los cabalistas de su tiempo los hebraico-españoles (así llaman modernamente los españoles a los judíos; y los judíos a ellos, con todo el desprecio, mineos): Mesul.Iam ben Selomó de Piera de la escuela de Gerona y Yoseff ben Abraham ibn Chicatella, ambos fuertemente influenciados por las ideas de los cordobeses Maimónides (1160) y Abul-Walid Mulhammad ibn Rus, alias Averroes o El Comentador, quien sobre el pensamiento aristotélico había hecho un comentario (1194-1195), con una interpretación y perspectiva materialista y racionalista propia del gnosticismo y sus teorías panteístas, divinizando a la razón humana y creando una moral independiente. Los libelos disgustaron a los musulmanes de África y España, lo que le valió persecuciones y destierro junto con sus secuaces. De todas maneras este movimiento habría de tener su culminación en el hebreo Isaq ben Salomón Luria (Siglo XVI) que impregnó a la Cábala judía de su propio gnosticismo, y es como tras sucesivas modificaciones ha llegado a nuestro presente para deleite de varias herejías y maldades de todo género. Según la Cábala, complemento del Talmud, Dios sólo puede ser reconocido en la Creación. Inaccesible en su esencia se manifiesta en la historia y la naturaleza a través de los diez safirot (emanaciones), que son los que expresan los atributos de la sustancia divina al ser humano. Es probable que, cuando los monarcas españoles hablaban de judaizar, así como lo hacen los religiosos o sus cronistas contemporáneos, se hayan referido a las influencias que el pensamiento cabalístico tendría sobre los cristianos de su tiempo lo que debió ser preocupante, por cuando a los ojos de la ortodoxia cristiana, la Cábala está más allá de cualquier herejía de las conocidas y por conocer, por lo que podríamos denominarla una superherejeía. Los cabalistas fueron paganos en su concepción y siempre sectarios, herméticos (en el sentido de Hermes Trimegisto) y esotéricos en su ejecución como ya hemos visto y dicho. Funcionaron ocultos y alejados de los ojos y de la inteligencia de los que ellos llaman despectivamente profanos, tal cual los describió el profeta Ezequiel hace nada menos que 2.573 años. Los masones, por ejemplo, amigos de estas prácticas, que tuvieron su réplica contundente en el mismo Cristo (Lc. 12, 2 y 3), se dicen sus descendientes directos a través de los Caballeros del Temple, la más antigua Orden Militar de Caballería, cuyos miembros residieron en el solar del templo salomónico de Jerusalén durante las cruzadas y que en 1310 algunos fueron quemados vivos en aquella islita del Sena. Sin embargo nosotros creemos en la inocencia de estos monjes soldados. Más modernamente estos esoteristas o harapos de ellos pero sumamente virulentos, se han recubierto de otros ropajes, blanduras y nombres que resultan inofensivos a la mirada y entendimiento del vulgo, para trabajar hipócritamente dentro de las comunidades locales, regionales y nacionales (manifestación exotérica de su esoterismo), con fines que no han podido explicar públicamente. Desgraciadamente hemos visto a sacerdotes católicos esparciendo agua bendita en inauguraciones de filiales de estas organizaciones, rezando e invitando a rezar por ellas. Una cuestión de formación en los nuevos frailes, y en otros que no son tan jóvenes, pero tan amigos de la guitarra y la pandereta como ellos. Todo este acervo cultural judío, con acuarelas de enjundia y brochazos de cloaca, junto con la capacidad económica-financiera de sus dueños y los claros indicios de una economía floreciente llegaron a Toledo, como lo hicieron paulatinamente, con suerte diversa, a los distintos puntos de la península. La conquista de Toledo Cuando en mayo de 1085 el rey de Castilla y de León don Alfonso VI El Católico, reconquistó para el cristianismo la antigua corte de los godos, encontró en ella a muchos engrandecidos e ilustrados judíos junto con una muchedumbre acompañante, que no lo eran tanto como ellos, dedicados a los diferentes ramos del comercio y la industria. En la capitulación que se firmara después (si se la analiza bien es un verdadero statuo quo), el monarca se vio compelido, aunque de buena fe, a comprender a este sector importante de la población, dejándolos residir independientemente, administrarse por sus leyes y guardar los ritos de su religión simulada. Esta decisión de don Alfonso, más política que de conciencia, le valió no pocos enemigos en ese momento, y leyendas poco favorables de la vertiente historiográfica después. Pero debió ser así porque la población cristiana, si bien mayoritaria y con la fuerza armada de su lado, no llegaba al cincuenta por ciento de la existente en el recinto amurallado. De allí la prudente medida (aunque no la tuvieron la reina doña Constanza, Fray Bernardo ni el Cid), que tiene toda la apariencia de ser favorable a la grey hebrea y musulmana, de no innovar. Por otra parte los judíos jamás perdieron de vista su posición relativa al tender una mirada a la situación del conjunto. Esta habilidad casi innata en la raza, junto con el disponer en todo momento de información oportuna y confiable para la toma de la decisión gracias a sus prosélitos dispersos hasta los ínfimos rincones, son méritos que deben ser ponderados y, tal vez, imitados algún día por aquellos que pretenden combatirlos. Fue así que a la tolerancia del victorioso don Alfonso, dueño de un poderoso ejército y de la adhesión popular, se sumaría luego su protectorado y feudo sobre los reyes árabes de Murcia y Valencia, todo lo cual otorgaba a los hebreos una seguridad en toda esta región pocas veces vista e indudablemente anhelada por ellos. Sin embargo no se demoró en renacer el antiguo odio de los cristianos “a la raza y secta judaica”. A principios del siglo siguiente se produjo un considerable alboroto popular, saqueándose las sinagogas, los rabinos fueron acuchillados en sus magisterios, y las estrechas calles de Toledo se motearon con sangre de judíos. Don Alfonso “quiso castigar aquel atentado, pero fue detenido su brazo por los hebreos mismos, temerosos de mayores males”, lo que fue en realidad una medida de examinada prudencia. Porque en el año 1066, esto es 19 años antes de que la hueste cristiana entrase en Toledo, reinaba en Granada el moro-andalusí Badis al Muzaffar, cuyo visir era el judío Yosef ibn Negrella. Fueron tantos los abusos, arbitrariedades y desaciertos cometidos por Negrella, su política extravagante y gabinete pletórico de judíos recalcitrantes, que provocaron una reacción antijudía de la población musulmana que arrojó un saldo de 3.000 judíos muertos, entre ellos el propio visir para que no vuelva a equivocarse. Si bien un hecho ocurrió en Toledo y el otro en Granada, es una prueba irrecusable que pinta, por un lado, el estado de ánimo imperante en España contra los israelitas en aquel momento y, por el otro, que la animadversión contra ellos y hasta el homicidio, no era exclusiva propiedad y anhelo del pueblo cristiano o de sus dirigentes como se ha pretendido reiteradamente, sino también de otra comunidad como la musulmana en este caso. El triste ejemplo de Granada primero y de Toledo más tarde fue, no obstante, el preámbulo de otras espantosas tropelías y de más sangrientas matanzas. Empero los privilegios que conservaron los judíos en los fueros comarcanos, al avanzar victoriosos los cristianos e ir adquiriendo consecuentemente mayores potestades a la par de las conquistas, junto con ellas fueron humillando más a los judíos, gravándolos con enormes impuestos (la alfarda), en unos casos, o a beneficio de los reyes y de las iglesias por alquiler o arrendamiento (la alcaicería) en otros, y llegó a imponérseles el tributo personal de treinta dineros (la judería), por “la merced y en recompensa de dejarlos habitar en las ciudades y pueblos de Castilla” y de “respirar el aire de España”. En la batalla de Alarcos (Ciudad Real, sector de la gran llanura manchega), enfrentóse en 1195 Alfonso VIII El Noble con las huestes del almohade Abu Yaqub siendo derrotado completamente y arrasada la ciudad. Se retiró don Alfonso hacia Toledo y los almohades al Campo de Calatrava. Cuanta el cronista árabe Al Maggari, que los judíos compraron en el mismo campo de batalla a los prisioneros españoles y los habitantes de la ciudad para venderlos con pingues ganancias en los mercados de la Andalucía mahometana y en los puertos de la costa norte de Africa. Más adelante otras victorias de los cristianos, como el celebrado triunfo de este mismo Alfonso VIII en las Navas de Tolosa (1212) con la ayuda de los reyes de Castilla, Navarra y Aragón; las conquistas de Córdoba y Sevilla por San Fernando (Fernando III, El Santo), casi simultáneas a las de Mallorca, Menorca, Ibiza y Valencia (1238) por Jaime I El Conquistador antes de mediar este siglo, donde los chuetas (nombre de los judíos de las Baleares) llevaron la peor parte, incrementaron enormemente el poder del pueblo cristiano en las ciudades, pueblos y aldeas, al mismo tiempo que dejaron la “condenada raza hebrea” a merced del execración y de la tiranía de los que habían conquistado la tierra por la sangre y la lucha armada. Don Alfonso VI |