Jugar con las ciencias como una aventura permanente






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Fragmento del libro enrique pichon rivière, el hombre que se transformó en mito, de mónica lópez ocón

Jugar con las ciencias como una aventura permanente


Publicado el 16 de Enero de 2011



CAPÍTULO I

UN NIÑO ENTRE DOS MUNDOS

“Podría decir que mi vocación por las Ciencias del Hombre surge de
la tentativa de resolver la oscuridad del conflicto entre dos culturas.”

Enrique Pichon-Rivière


La verdadera patria del hombre es la infancia”, decía Rilke y la conocida frase nunca suena más cierta que en el momento de hablar de Enrique Pichon-Rivière. La influencia que la niñez tiene a lo largo de la vida es decisiva en todos los seres humanos, según siempre ha mostrado el psicoanálisis. Pero, en su caso particular, puede establecerse con mayor claridad que en otras historias personales un paralelo entre el niño y el adulto, como si la escisión entre dos mundos contrapuestos que signó sus primeros años se hubiera convertido en la matriz de su vida entera. En efecto, en el médico psicoanalista que extendió los límites del psicoanálisis hacia terrenos considerados fuera de su esfera parece proyectarse desde el pasado la figura del chico que muy tempranamente abandonó la protección del hogar para correr el riesgo de enfrentarse a lo desconocido.
Desalojado de un mundo europeo en el que su familia estaba cómodamente instalada y vivía con holgura, un mundo de personajes cultivados y de bibliotecas bien nutridas, fue a parar a la selva luego de vivir de manera precaria en lugares de paso. El periplo desde el salón elegante hasta un escenario selvático digno de los cuentos de Horacio Quiroga, como no podía ser de otro modo, dejó huellas.
Conversaciones con Enrique Pichon-Rivière sobre el arte y la locura, una larga entrevista realizada por el periodista Vicente Zito Lema, es el único documento de primera mano que existe sobre su infancia y su juventud. La primera edición es de 1976, es decir un año o tal vez unos meses antes de su muerte, ocurrida en 1977. En esa oportunidad, Pichon despliega su propia “novela familiar” que, según algunos allegados, es excesivamente fantasiosa, como si se empeñara en darle a su pasado un sesgo de aventura literaria y, en cierto modo, fundarse como personaje.
Lo cierto es que pertenecía a una familia francesa de buena posición económica procedente de Lyon, que en el momento de su nacimiento, el 25 de junio de 1907, se encontraba circunstancialmente en Ginebra, Suiza, en unas vacaciones en las que hubo lugar también para atender cuestiones de trabajo. Este hecho fortuito, según se encargó de consignar Enrique, fue importante en su vida porque “generó una ansiedad de conocer anterior a la apreciación intelectual o de tipo ideológico”.
Es que Ginebra marcaba un vínculo imaginario entre él y Lenin, nada menos. En efecto, el líder bolchevique había residido durante un prolongado exilio en la ciudad suiza hasta su regreso a la patria en vísperas de la Revolución Rusa. Sin dudas, el haber compartido escenarios con una figura de las características de Lenin, aunque ni las edades ni las experiencias pudieran compararse, fecundó sus fantasías infantiles: pero la sola posibilidad de haber coincidido en una plaza ginebrina produjo en Enrique una nostalgia retrospectiva de un encuentro que nunca se produjo.
Es este uno de los hechos que luego le harían pensar en una infancia “rodeada de acontecimientos muy extraños”. Y es posiblemente este sentimiento de extrañamiento, fundado sobre cuestiones reales o fantaseadas el que lo llevó a buscar explicaciones personales para hechos aparentemente inexplicables.
Su padre, Alfonso Pichon, pertenecía a una familia de intelectuales y diplomáticos. Ferviente lector de Victor Hugo y otros escritores románticos, había estudiado en la Academia Militar de Saint-Cyr, pero no había podido terminar la carrera debido al exceso de sinceridad con que expuso su ideología política: cuando se hizo público que era radical socialista y trascendió su amistad con Edouard Herriot, el intendente de la ciudad y líder del Partido Radical, lo expulsaron de la Academia.
Luego de su fracaso en la carrera militar, su familia lo instó a viajar a Manchester para estudiar procesos de fabricación de tejidos. Por aquel entonces, Alfonso estaba interesado en la cría de gusanos de seda y se le ocurrió establecer una fábrica textil en aquella ciudad inglesa. Pero esos planes nunca se concretaron y regresó a Lyon.
También tenía otras inquietudes: era admirador de Arthur Rimbaud y de Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, pero el afán paterno terminó empujándolo hacia la contaduría. Sus preferencias literarias tendrían, sin embargo, una influencia decisiva sobre su hijo Enrique.
Su madre, Josefine de la Rivière, provenía de una familia de industriales textiles y era una mujer muy culta que se había criado en un colegio de monjas.
Una personalidad fuerte y temeraria, dos características que su hijo Enrique señala como distintivas, la llevaban a enfrentar situaciones arriesgadas.
Por ejemplo, en una ocasión en que el Estado francés intervino de manera muy directa en cuestiones de la Iglesia, refugió a todas las monjas del colegio en una propiedad familiar.
Era, además, una trabajadora incansable y constantemente generaba proyectos. Amaba profundamente el teatro y podía citar a Racine y a Corneille de memoria. Tenía, como habría de demostrarlo su hijo menor, un espíritu precursor: en la escuela era recordada como la primera mujer en fumar y en usar pantalones.
Su carácter fuerte, sin embargo, no le impidió aceptar sin resentimiento aparente el destino impuesto por la autoridad paterna y la regla de silencio indispensable para preservar un secreto familiar que, como sucede con todas las verdades que se callan, terminó por asumir una presencia muda pero mucho más corpórea que la verdad misma.

De Europa a la selva argentina. Pese a que los planes eran otros, el matrimonio Pichon-Rivière decidió inesperadamente dejar Europa para viajar a América, una decisión difícil para una familia con seis hijos. Enrique era el menor de los hermanos, cuatro varones –además de él, Pedro, Luis y Juan– y dos mujeres –Simona y Antonieta–.
Las razones por las cuales una familia acomodada de la burguesía europea viaja a América para vivir una vida incierta no quedan nunca claras. Enrique lo ignora durante toda su infancia y continúa preguntándoselo de adulto hasta poco antes de su muerte.
El periplo hacia la otra orilla se inició a bordo de El Gran Marsella y tuvo una primera escala en Barcelona. Si la referencia histórica que da Enrique –el fusilamiento del militante anarquista Francesc Ferrer i Guardia– es correcta, debió llegar a puerto el 13 de octubre de 1909, que fue el día en que en esa ciudad fusilaron al pedagogo anarquista, fundador de La Escuela Moderna, que proponía una pedagogía que subvertía los criterios educativos de la época al suprimir los castigos y propiciar que el alumnado fuera mixto.
El pequeño Enrique tenía por entonces dos años y cuatro meses, pero dado que los recuerdos no son “instantáneas” de los momentos vividos, sino “construcciones” en las que intervienen la fantasía, los relatos familiares posteriores y la huella de impresiones fuertes que no siempre se corresponden con los hechos, este paso por Barcelona adquirió en él la forma de un recuerdo nítido. Aunque aquel fusilamiento se produjo a una edad demasiado temprana como para conservar un registro propio de él, ante la pregunta de Zito Lema sobre el recuerdo más nítido de su niñez, respondió:
“Nunca pude olvidar cuando pasamos por Barcelona rumbo a Buenos Aires, el día que fusilaron a Ferrer, el anarquista. Sentí un temor brutal por la seguridad de mi padre: temía que se enteraran de sus ideas y lo mataran, ya que si bien no era anarquista, se sabía que era radical socialista, y muy notorio, por haber sido secretario del jefe máximo de su partido. Mi madre también mostró su gran entereza en ese episodio.”
Podría plantearse que, del mismo modo que con Lenin, Pichon sigue incorporando personajes a su novela familiar para construir una especie de genealogía.
En el año del Centenario de la Revolución de Mayo, 1910, la familia Pichon- Rivière arribó a Buenos Aires, un lugar de paso hacia su destino definitivo en una zona rural. Para la Argentina, ese fue un año de gran convulsión social.
Terminada la presidencia de José Figueroa Alcorta, el 12 de octubre lo sucedió Roque Sáenz Peña, bajo cuyo mandato se sancionaría, en febrero de 1912, la Ley de Sufragio Universal (masculino), secreto y obligatorio, que es popularmente conocida como “Ley Sáenz Peña”. Mientras se preparaban los festejos del Centenario de Mayo, estalló una huelga general promovida por anarquistas y socialistas para lograr la derogación de la Ley de Residencia, que facultaba al Ejecutivo a expulsar del país a cualquier extranjero sospechoso de poner en peligro la seguridad del Estado.
El gobierno reaccionó declarando el estado de sitio por tiempo indeterminado. La Ley de Residencia tenía por objetivo no sólo disminuir la conflictividad social sino también apuntar a una inmigración más selectiva, tras el fracaso del proyecto inmigratorio de Sarmiento y la Generación del ´80. Los inmigrantes eran, en su gran mayoría, italianos y españoles de clase baja, cuya preparación no coincidía con las aspiraciones de la elite nativa. Por si fuera poco, entre los inmigrantes abundaban los obreros de ideología anarquista y socialista.
La colonia francesa en la Argentina era de las más pequeñas, por lo que los Pichon-Rivière no pudieron contar con las redes de solidaridad de coterráneos como sí ocurría con italianos y españoles. En Buenos Aires los esperaba una mujer que había sido compañera de colegio de la madre: al principio se alojaron de manera precaria en su casa, y luego se mudaron a un hotel de la Avenida de Mayo.
La estadía porteña duró muy poco tiempo. Apenas el suficiente para que el padre hiciera las gestiones necesarias para viajar al Chaco santafesino, más precisamente a la localidad de Florencia.
“Florencia era –en el recuerdo de Enrique adulto– un aire ligero y una tierra roja, y una gran laguna, y mi padre y yo cazando y pescando en el mayor de los silencios... Y un fuerte sol. Nos bañábamos en la laguna, a pesar de los yacarés. Mi padre nos había enseñado una manera de inmovilizarlos, poniéndoles una rama en la boca y dejándoles así trabada la mandíbula. Yo lo hice una sola vez, pero lo viví como una eternidad. Era una vida muy especial, una vida en la naturaleza, y si bien nos mudamos varias veces, siempre eran sitios de una misma región y las experiencias y los recuerdos se repetirán.”
Del Chaco santafesino la familia partirá luego a la entonces gobernación del Chaco, donde el padre logró una concesión de tierras fiscales para cultivar algodón. Las lluvias y las inundaciones hicieron que perdiera todo. La langosta terminó con el techo de la austera vivienda que ocupaba la familia.
La naturaleza les jugó en contra y los enfrentó a situaciones inesperadas que les exigieron respuestas rápidas. De un día para otro, lo perdieron todo y el estatus económico de que disfrutaban en Europa se convirtió en un recuerdo amargo y lejano.
Enrique ignoró las razones de aquel cruce del Atlántico: “Para mí siempre fue un misterio nuestro largo viaje, y que finalmente fuéramos a dar al Chaco, en plena selva”.
Este misterio no era el único que la familia guardaba celosamente. A los seis o siete años, el hijo menor descubrió una verdad largamente silenciada: en realidad sólo él era hijo de Josefine, a quien todos le decían “mamá”.
Los cinco mayores eran hijos de la hermana de esta, Elizabeth de la Rivière, que había muerto a los 28 años a causa de una enfermedad. Luego, como era bastante frecuente en la época, Alfonso se había vuelto a casar, esta vez con la hermana de su mujer. A pesar de ser un hábito social, ello no bastó para que se hiciera público y el secreto fue, según lo atestigua Enrique, el primer conflicto al que se vio enfrentado. Aquello que la familia había silenciado “siempre estuvo presente como una sombra”, dice, “perpetuamente vagó entre nosotros el conflicto familiar”.
Es probable que el viaje de Europa a América fuera una forma de preservar un secreto que, como todo secreto, estaba destinado a ser sospechado siempre, y también a ser revelado en algún momento. Además, es posible que Alfonso encontrara en ese viaje la forma de concretar sus propios sueños de aventura.
El conflicto verbalizado tardíamente no le impidió a la familia ser cariñosa y unida, enfrentar los inconvenientes y tratar de modificar la realidad sin permanecer nunca pasiva. La adversidad incrementó la cohesión del grupo familiar.
Quizás a Enrique ser el menor le facilitara las cosas. Nunca sintió diferencias en el trato y recibió el cariño de sus hermanos mayores sin que interfiriera el hecho de ser en realidad medio hermano.
La experiencia chaqueña duró aproximadamente cuatro años. Cuando Enrique ya había cumplido ocho, la familia volvió a mudarse, esta vez a Corrientes, donde la suerte no sería más generosa que lo que había sido en el Chaco.

Nuevo destino. El regreso a Europa no parecía ser una opción posible para la familia, tal vez porque el fantasma de la Primera Guerra Mundial tenía la fuerza suficiente como para mantenerla alejada. Es así que, corridos por las catástrofes que luego serían en Enrique material para la reflexión, los Pichon-Rivière se mudaron a Corrientes. Se establecieron primero en Bella Vista y luego en Goya.
La precaria vivienda de paja que habitaban en tierra correntina no sólo era vulnerable al fuego, sino que también estaba expuesta a los ataques de los malones o, en todo caso, al recuerdo de esos ataques, ocurridos hasta poco tiempo atrás. De hecho, nunca se concretó ninguno, pero su eventualidad estimuló fantasías terribles, avivadas por los cuentos de los pobladores sobre raptos de menores y violación de mujeres: la familia vivió en una tensión permanente.
Cada mes, cuando el padre se dirigía al pueblo para hacer trámites administrativos, repartía armas entre sus hijos para que se defendieran en caso de un ataque: a Enrique le daba siempre un Winchester que él sabía manejar muy bien. Pese a la amenaza latente, la realidad es que todos tenían un buen trato individual con los aborígenes, por quienes su padre sentía una simpatía especial.
Marcelo, el hijo menor de Enrique, en un artículo-homenaje aparecido en la revista Uno mismo, incorpora los relatos de infancia de su padre como recuerdos de su propia niñez. Más allá de ser reales o fantasiosos, parecen haberse integrado al legado paterno.
“Durante los viajes, en las vacaciones y en los fines de semana largos –dice Marcelo–, solía contarnos, a mis hermanos y a mí, sus relatos de infancia. Lo primero que me deslumbraba era la proximidad de los indios y los animales. Un chancho salvaje le había mordido la oreja y para él esa herida era un motivo de orgullo. También me fascinaba su pasaje de la nieve al follaje de la selva. Lo imaginaba en un trineo en las calles nevadas de Ginebra y luego tenía la imagen de ese trineo, inútil, en un rincón de la casa paterna en el Chaco. Otro relato me impresionaba especialmente: una manga de langostas arrasando con la cosecha de algodón y con todo, mientras el abuelo, en el momento de desaparecer el techo de paja de la casa, exclama: “¡Qué hermoso, qué azul es este cielo!’.”
En Goya, Josefine Pichon-Rivière encuentra un nuevo cauce a su empuje: ayuda a fundar escuelas, entre otras el Colegio Nacional de Goya.

Cruce de culturaS. A diferencia de los inmigrantes europeos que llegaban a la Argentina huyendo de la pobreza, los Pichon-Rivière abandonaron una posición acomodada para terminar viviendo penurias en un lejano país sudamericano. Y a contrapelo de lo que le sucedía a la mayoría, ellos no habían encontrado una esperanza de futuro. Habían perdido privilegios económicos y sociales, y habían perdido también la vida mundana de la ciudad y, sobre todo, la lengua. El apodo de “El Francesito” con que la gente de la zona nombraba a Enrique daba cuenta de esa situación. Sin embargo, por lo menos en su recuerdo, la familia se había integrado perfectamente, su madre se había empeñado en aprender bien el castellano y él casi había olvidado el francés para adoptar el guaraní.
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