1 voltaire, Nuevas consideraciones sobre la historia; El Siglo de Luis XIV; Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones






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1) VOLTAIRE, Nuevas consideraciones sobre la historia; El Siglo de Luis XIV; Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones

2) William ROBERTSON, Historia del reinado de Carlos V

3) Johann Gottfried HERDER, Otra filosofía de la historia para la educación de la huma­nidad
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1) VOLTAIRE: Nouvelles considérations sur l’histoire, 1744.
Biografía: Voltaire, nombre supuesto de François Marie Arouet, escritor y filósofo francés que figura entre los principales representantes de la Ilustración. Voltaire nació en París, el 21 de noviembre de 1694, hijo de un notario. Estudió con los jesuitas en el colegio Louis-le-Grand. Voltaire decidió desde muy joven emprender una carrera literaria. Comenzó a moverse en los círculos aristocráticos y pronto fue conocido en todos los salones de París por su ingenio sarcástico. En su primer poema filosófico, “Los pros y los contras”, Voltaire ofrece una elocuente descripción de su visión anticristiana y su credo deísta de carácter racionalista. Voltaire viajaba con frecuencia a París y Versalles, donde, gracias a la influencia de la marquesa de Pompadour, la famosa amante de Luis XV, se convirtió en uno de los favoritos de la Corte. En primer lugar fue nombrado historiador de Francia y más tarde caballero de la Cámara Real. Finalmente, en 1746, fue elegido miembro de la Academia Francesa. Su “Poème de Fontenoy” (1745), donde relata la victoria de los franceses sobre los ingleses durante la Guerra de Sucesión austríaca, y “El siglo de Luis XV”, además de otras obras de teatro como “La princesa de Navarra” o “El triunfo de Trajano”, marcaron el inicio de la relación de Voltaire con la corte de Luis XV. “El siglo de Luis XIV” es un estudio histórico sobre el reinado de ese monarca (1638-1715). Por espacio de algunos años Voltaire llevó una existencia itinerante, pero finalmente se estableció en Ferney, en 1758, donde pasó los últimos veinte años de su vida. En el intervalo comprendido entre su regreso de Berlín y su establecimiento en Ferney, terminó su obra más ambiciosa, el “Ensayo sobre la historia general y sobre las costumbres y el carácter de las naciones” (1756). Esta obra, que no es otra cosa que un estudio del progreso humano, censura el supernaturalismo y denuncia la religión y el poder del clero, si bien afirma su creencia en Dios. Oponía el deísmo, una religión puramente racional, a la religión cristiana. En “Cándido”, Voltaire analiza el problema del mal en el mundo y describe las atrocidades cometidas a lo largo de la historia en nombre de la Religión. Voltaire murió el 30 de mayo de 1778 en París

Edición: VOLTAIRE, Opúsculos satíricos y filosóficos, Madrid, Alfaguara, 1978 (Col. Clásicos Alfaguara); traducción y notas de Carlos R. de Dampierre. Prólogo de Carlos Pujad, pp. 176-179.

Tal vez suceda pronto con la manera de escribir la historia lo que ha sucedi­do con la física. Los nuevos conocimientos han proscrito los antiguos sistemas. Se querrá conocer el género humano con ese detalle interesante que constituye hoy día la base de la filosofía natural.

Empezamos a respetar muy poco la aventura de Curcio que cerró una sima arrojándose a ella con su caballo. Nos burlamos de los escudos descendidos del cielo y de todos los hermosos talismanes que los dioses regalaban con tanta libe­ralidad a los hombres, y de las vestales que ponían un barco a flote con su cintu­rón, y de todo ese montón de tonterías célebres de que son pródigos los anti­guos historiadores. Tampoco nos satisface mucho que en su historia antigua el señor Rollin nos hable con toda seriedad del rey Nabis que permitía a aquellos que le traían dinero que abrazasen a su esposa y arrojaba a aquellos que se lo negaban en los brazos de una linda muñeca de un exacto parecido con la reina y armada de puntas de hierro bajo su corpiño. Nos reímos cuando vemos que tantos autores repiten, uno tras otro, que el famoso Otón, arzobispo de Maguncia, fue asaltado y devorado por un ejército de ratas en el año 698; que unas lluvias de sangre inundaron la Gascuña en 1017; que dos ejércitos de serpientes lucha­ron cerca de Tournai en 1059. Los prodigios, las predicciones, las pruebas del fuego, etc... ocupan actualmente el mismo rango que los cuentos de Heródoto.

Quiero hablar aquí de la historia moderna, en la que no encontramos ni mu­ñecas que abrazan a los cortesanos ni obispos comidos por ratas.

Se pone gran cuidado en decir en qué día se dió una batalla, y se tiene razón. Se imprimen los tratados, se describe la pompa de una coronación, la ceremonia de imposición de un birrete, e incluso la entrada de un embajador, en que no se olvida ni a su ujier ni a sus lacayos. Es bueno que haya archivos de todo a fin de poderlos consultar en caso necesario; y yo considero hoy en día todos los gruesos volúmenes como diccionarios. Pero después de haber leído tres o cuatro mil descripciones de batallas y el contenido de varios centenares de tratados, encontré que en el fondo no estaba mejor informado que antes. Sólo aprendía en ellos acontecimientos. No conozco mejor a los franceses y a los sarracenos por la batalla de Carlos Martel que a los Tártaros y a los turcos por la victoria que obtuvo Tamerlán sobre Bayaceto. Confieso que después de leer las memorias del cardenal de Retz y de la señora de Monteville, sé todo lo que la reina madre dijo, palabra por palabra, al señor de Jersai; me entero de qué for­ma el coadjutor contribuyó a las barricadas; puedo hacerme una idea de los lar­gos discursos que dirigía a la señora de Bouillon: es mucho para mí curiosidad es, para mi instrucción, muy poca cosa. Hay libros que me enteran de las anéc­dotas, auténticas o falsas, de una corte. Todo el que ha visto las cortes, o ha deseado verlas, está tan ansioso de esas ilustres bagatelas como una provinciana de conocer las noticias de su pequeña ciudad: en el fondo es la misma cosa, y tiene la misma importancia. Se contaban, bajo Enrique II, anécdotas del tiempo de Carlos IX. Todavía se hablaba del duque de Bellegarde en los primeros años del reinado de Luis XIV. Todas esas pequeñas miniaturas se conservan una o dos generaciones y luego se olvidan para siempre.

Sin embargo, se descuida por ellas otros conocimientos de una utilidad más evidente y duradera. Me gustaría conocer las fuerzas de que disponía un país antes de una guerra, si esa guerra las aumentó o las mermó. ¿Era España más rica antes de la conquista del Nuevo Mundo que hoy? ¿Qué diferencia de pobla­ción tenía en tiempos de Carlos V y en los de Felipe II? ¿Por qué Amsterdam contaba apenas veinte mil almas hace doscientos años? ¿Por qué tiene hoy doscientos cuarenta mil? ¿Y cómo se sabe esto positivamente? ¿En cuánto ha aumentado la población de Inglaterra con respecto a la que tenía bajo Enrique VIII? ¿Será verdad lo que se dice en las Cartas persas de que le faltan hom­bres a la tierra y que está despoblada en comparación con los habitantes que tenía hace dos mil años? Es cierto que Roma tenía entonces más ciudadanos que hoy. Confieso que Alejandría y Cartago eran grandes ciudades; pero Pa­rís, Londres, Constantinopla, el gran Cairo, Amsterdam, Hamburgo, no exis­tían. Había trescientas naciones en las Galias, pero esas trescientas naciones no valían lo que la nuestra, ni en número de habitantes ni en industria. Ale­mania era un bosque: hoy está cubierta de cien ciudades opulentas. Parece como si el espíritu crítico, cansado de perseguir únicamente detalles, hubiese tomado por objeto el universo. Se proclama sin cesar que este mundo está degenerado y se quiere, además, que se despueble. ¡Cómo!, ¿Tendremos que echar de me­nos los tiempos en que no había camino real de Burdeos a Orleans y en los que París era una pequeña ciudad en la que las gentes se degollaban entre sí? Por mucho que se diga lo contrario, Europa tiene hoy más hombres que enton­ces y esos hombres valen más que aquellos. Dentro de pocos años se podrá saber a cuánto asciende la población de Europa; porque en casi todas las gran­des ciudades, se publica el número de nacimientos al cabo del año, y basán­donos en la regla exacta y segura que acaba de establecer un holandés tan hábil como incansable se conoce el número de habitantes por el de nacimien­tos. Aquí tenemos ya uno de los objetos de la curiosidad del que quiere leer la historia como ciudadano y como filósofo. Estará muy lejos de limitarse a este conocimiento; tratará de averiguar cuáles han sido el vicio radical y la virtud dominante de una nación; por qué ha sido débil o poderosa en el mar; cómo y hasta que punto se ha enriquecido desde hace un siglo; los registros de las exportaciones pueden decírnoslo. Querrá saber cómo se han estableci­do las artes, las manufacturas; las seguirá en su paso y en su vuelta de un país a otro. En fin, los cambios en las costumbres y en las leyes serán su gran tema. Se sabría así la historia de los hombres en vez de conocer una pequeña parte de la historia de los reyes y de las cortes.

Leo en vano los anales de Francia: nuestros historiadores callan sobre todo estos detalles. Ninguno ha tenido por divisa: homo sum, humani nil a me alienum puto [hombre soy, nada humano juzgo ajeno a mi]. Sería pues preciso, me pare­ce, incorporar con arte esos acontecimientos útiles a la trama de los aconteci­mientos. Creo que es la única manera de escribir la historia moderna como ver­dadero político y como verdadero filósofo.

Ocuparse de la historia antigua es, me parece, amalgamar algunas verdades con mil embustes. Esa historia sólo puede ser útil de la misma manera que lo es la fábula: para los grandes acontecimientos que constituyen el tema perpetuo de nuestros cuadros, nuestros poemas, nues­tras conversaciones y de los que se sacan ejemplos de moral. Hay que conocer las proezas de Alejandro como se conocen los trabajos de Hércules. En fin, esa historia antigua me parece, con respecto a la moderna, como lo que son las vie­jas medallas en comparación con las monedas corrientes; las primeras permane­cen en las vitrinas de los gabinetes; las segundas circulan por el mundo para el comercio de los hombres.

Pero para emprender semejante obra se precisan hombres que conozcan algo más que los libros. Hace falta que sean estimulados por el gobierno, tanto, por lo menos, por lo que harán como lo fueron los Boileau, los Racine, los Valincour, por lo que no hicieron; y que no se diga de ellos lo que decía de aquellos caba­lleros un alto funcionario del Tesoro Real, hombre de mucho ingenio: «Todavía no hemos visto de ellos más que sus firmas».

VOLTAIRE: Le Siecle de Louis XIV, 1751; Cap. 1, introducción.
Edición: VOLTAIRE, El Siglo de Luis XIV, México, Fondo de Cultura Económica, 1954 (traducción de Nelida Orflla Reynal), pp. 7-11.
Capítulo 1
Introducción
No me propongo escribir tan sólo la vida de Luis XIV; mi propósito recono­ce un objeto más amplio. No trato de pintar para la posteridad las acciones de un solo hombre, sino el espíritu de los hombres en el siglo más ilustrado que haya habido jamás.

Todos los tiempos han producido héroes y políticos, todos los pueblos han conocido revoluciones, todas las historias son casi iguales para quien busca sola­mente almacenar hechos en su memoria; pero para todo aquél que piense y, lo que todavía es más raro, para quien tenga gusto, sólo cuentan cuatro siglos en la historia del mundo. Esas cuatro edades felices son aquellas en las que las artes se perfeccionaron, y que, siendo verdaderas épocas de la grandeza del espíritu humano, sirven de ejemplo a la posteridad.

El primero de esos siglos, al que la verdadera gloria está ligada, es el de Filipo y de Alejandro, o el de los Pericles, los Demóstenes, los Aristóteles, los Platón, los Apeles, los Fidias, los Praxiteles; y ese honor no rebasó los límites de Grecia; el resto de la tierra entonces conocida era bárbara.

La segunda edad es la de César y de Augusto, llamada también la de Lucrecio, Cicerón, Tito Livio, Virgilio, Horacio, Ovidio, Varrón y Vitrubio.

La tercera es la que siguió a la toma de Constantinopla por Mahomet II. El lector recordará cómo por aquel entonces, en Italia, una familia de simples ciu­dadanos hizo lo que debían emprender los reyes de Europa. Los Médicis llama­ron a Florencia a los sabios expulsados de Grecia por los turcos; eran tiempos gloriosos para Italia; las bellas artes habían cobrado ya nueva vida; los italianos las honraron dándoles el nombre de virtud, como los primeros griegos las ha­bían caracterizado con el nombre de sabiduría. Todo iba hacia la perfección.

Las artes, trasplantadas de nuevo de Grecia a Italia, encontraron un terreno favorable en el que fructificaron rápidamente. Francia, Inglaterra, Alemania, Es­paña, quisieron a su vez poseer esos frutos: pero o no llegaron a crecer en esos climas, o degeneraron demasiado pronto.

Francisco I estimuló a los sabios, que fueron meros sabios; tuvo arquitectos, pero no tuvo un Miguel Angel o un Palladio; en vano quiso fundar escuelas de pintura: los pintores italianos que llamó no hicieron alumnos franceses. Nuestra poesía se reducía a unos cuantos epigramas y algunos cuantos libros. Rabelais era nuestro único libro de prosa a la moda en tiempos de Enrique II.

En una palabra, sólo los italianos lo tenían todo, si se exceptúan la música, que todavía no había llegado a su perfección, y la filosofía experimental, desco­nocida por igual en todas partes hasta que la dio a conocer Galileo.

El cuarto siglo es el llamado de Luis XIV, y de todos ellos es quizá el que más se acerca a la perfección. Enriquecido con los descubrimientos de los otros tres, ha hecho más, en ciertos géneros, que todos ellos juntos. Es cierto que las artes no sobrepasaron el nivel alcanzado en tiempos de los Médicis, los Augusto y los Alejandro; pero la razón humana, en general, fue perfeccionada. La sana filosofía no se conoció antes de ese tiempo, y puede decirse que partiendo de los últimos años del cardenal de Richelieu hasta llegar a los que siguieron a la muerte de Luis XIV, se efectuó en nuestras artes, en nuestros espíritus, en nues­tras costumbres, así como en nuestro gobierno, una revolución general que será testimonio eterno de la verdadera gloria de nuestra patria. Esta feliz influencia ni siquiera se detuvo en Francia; se extendió a Inglaterra, provocó la emulación de que estaba necesitada entonces esa nación espiritual y audaz; llevó el gusto a Alemania, las ciencias a Rusia; llegó incluso a reanimar a Italia que languidecía, y Europa le debe su cortesía y el espíritu de sociedad a la corte de Luis XIV.

No debe creerse que esos cuatro siglos hayan estado exentos de desgracias y de crímenes. La perfección de las artes que pacíficos ciudadanos cultivan no les impide a los príncipes ser ambiciosos, a los pueblos sediciosos, a los sacerdo­tes y a los monjes revoltosos y bribones a veces. Todos los siglos se parecen por la maldad de los hombres; pero sólo conozco esas cuatro edades que se hayan distinguido por los grandes talentos.

Antes del siglo que llamo de Luis XIV, y que comienza aproximadamente con la fundación de la Academia Francesa, los italianos llamaban bárbaros a to­dos los trasalpinos, y hay que confesar que en cierto modo los franceses se me­recían esta injuria. Sus antepasados unían la galantería novelesca de los moros a la rudeza gótica. Casi no poseían artes amables, prueba de que las artes útiles estaban descuidadas; porque, cuando se ha perfeccionado lo que es necesario, se encuentra enseguida lo hermoso y lo agradable; y no es de extrañar que la pintura, la escultura, la poesía, la elocuencia, la filosofía, fuesen casi desconoci­das por una nación que, teniendo puertos sobre el Océano y sobre el Mediterrá­neo, carecía sin embargo de flota, y que, amando excesivamente el lujo, contaba apenas con algunas toscas manufacturas.

Judíos, genoveses, venecianos, portugueses, flamencos, holandeses e ingle­ses hicieron alternativamente el comercio de Francia, la cual ignoraba sus princi­pios. Luis XIII, al subir al trono, no tenía un solo barco: París no llegaba a las cuatrocientas mil almas, y apenas la adornaban cuatro hermosos edificios; las de­más ciudades del reino se asemejaban a esas villas que se ven más allá del Loira. La nobleza, acantonada en el campo, vivía en torres rodeadas de fosos y oprimía a los que cultivaban la tierra. Los caminos reales eran punto menos que intran­sitables; las ciudades carecían de policía, el estado de dinero, y el gobierno rara vez tenía crédito en las naciones extranjeras.

No hay que ocultar que Francia, que rara vez gozó de un buen gobierno, languideció de esa debilidad desde la decadencia de la familia de Carlomagno.

Para que un estado sea poderoso, es menester que la libertad del pueblo esté fundada en las leyes, o que la autoridad soberana sea indiscutible. En Fran­cia el pueblo fue esclavo hasta los tiempos de Felipe Augusto, los señores tira­nos hasta el reinado de Luis XI, y los reyes, ocupados constantemente en mante­ner la autoridad sobre sus vasallos, jamás tuvieron tiempo de pensar en la felici­dad de sus súbditos, ni el poder de hacerlos felices.

Luis XI, que hizo mucho por el poder real, no hizo nada, en cambio, por la felicidad y la gloria de la nación. Durante el reinado de Francisco I nacieron el comercio, la navegación, las letras y todas las artes; pero no tuvo la suerte de hacerlos arraigar en Francia y todo desapareció con su muerte. Enrique el Gran­de, que comenzaba a sacar a Francia de las calamidades y la barbarie en la que la habían hundido treinta años de discordia, fue asesinado en su capital, en me­dio del pueblo cuya dicha comenzaba a hacer. El cardenal Richelieu, absorbido por la tarea de abatir la casa de Austria, el calvinismo y la fuerza de los grandes, no gozó de un poder lo bastante pacífico para reformar la nación; pero inició, cuando menos, esa obra feliz.

Así, pues, durante novecientos años, el genio de los franceses se vió casi siempre oprimido por un gobierno gótico, a merced de las divisiones y las gue­rras civiles, sin leyes ni costumbres fijas, y con un idioma que no obstante ser renovado cada dos siglos seguía siendo grosero; sus nobles indisciplinados no conocían más que la guerra y el ocio; los eclesiásticos vivían en la relajación y en la ignorancia; y el pueblo, sin industria, estaba sumido en su miseria.

Los franceses no participaron ni en los grandes descubrimientos ni en los inventos admirables de las demás naciones; la imprenta, la pólvora, los espejos, los telescopios, el compás de proporción, la máquina neumática, el verdadero sistema del universo, no se les pueden atribuir en lo absoluto; celebraban tor­neos, mientras los portugueses y los españoles descubrían y conquistaban nue­vos mundos al oriente y al occidente del mundo conocido. Carlos V prodigaba en Europa los tesoros de México, antes de que algunos súbditos de Francisco I descubrieran la región inculta del Canadá; pero incluso por lo poco que realiza­ron los franceses a comienzos del siglo XVI, se vió de todo lo que son capaces cuando se les guía.

Nos proponemos mostrar lo que fueron durante el gobierno de Luis XIV. Al igual que en el cuadro de los siglos anteriores, no debe esperarse encontrar aquí la relación sin cuento de las guerras, de los ataques a ciudades, tomadas y recu­peradas por las armas, entregadas y devueltas por tratados. Mil circunstancias interesantes para los contemporáneos se pierden a los ojos de la posteridad, y desaparecen para dejar tan sólo los grandes acontecimientos que han fijado el destino de los imperios. No todo lo acontecido merece ser escrito. En esta histo­ria me interesaré sólo por lo que merece la atención de todos los tiempos, que puede pintar el genio y las costumbres de los hombres, servir de ejemplo y fo­mentar el amor a la virtud, a las artes y a la patria.

Ya hemos visto lo que eran Francia y los demás estados de Europa antes del nacimiento de Luis XIV, describiré ahora los grandes acontecimientos políticos y militares de su reinado. El gobierno interior del reino, el tema de mayor impor­tancia para el pueblo, será tratado aparte. Hablaré ampliamente de la vida priva­da de Luis XIV, las particularidades de su corte y su reinado. Dedicaré otros ca­pítulos a las artes, las ciencias y los progresos del espíritu humano en ese siglo. Por último, hablaré de la Iglesia, ligada desde hace tiempo al gobierno, que tan pronto lo inquieta como lo fortalece, y que instituida para enseñar la moral, se deja arrastrar frecuentemente por la política y las pasiones humanas.
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