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fecha de publicación04.06.2015
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Historia. Aproximación a los conceptos.

Selección de textos.
“La historia se encuentra, hoy, ante responsabilidades temibles pero al mismo tiempo exaltantes. Sin duda, porque siempre ha dependido, en su ser y en sus transformaciones, de condiciones sociales concretas. «La historia es hija de su tiempo.» Su preocupación es, pues, la misma que pesa sobre nuestros corazones y nuestros espíritus. Y si sus métodos, sus programas, sus respuestas ayer más rigurosas y más seguras, y sus conceptos fallan todos a la vez, es bajo el peso de nuestras reflexiones, de nuestro trabajo, y, más aún, de nuestras experiencias vividas. Ahora bien, éstas, en el curso de los últimos cuarenta años, han sido particularmente crueles para todos los hombres; nos han lanzado con violencia hacia lo más profundo de nosotros mismos y, allende, hacia el destino del conjunto de los hombres, es decir, hacia los problemas cruciales de la historia. Ocasión ésta para apiadarnos, sufrir, pensar, volver a poner todo forzosamente, en tela de juicio. Además, ¿por qué habría de escapar el arte frágil de escribir historia a la crisis general de nuestra época? Abandonamos un mundo —¿ cabe decir el mundo del primer siglo xx?— sin haber tenido siempre tiempo de conocer y hasta de apreciar sus ventajas y su errores, sus certidumbres y sus sueños. Le dejamos, o mejor dicho, se evade inexorablemente ante nuestros ojos”.
“La historia se nos presenta, al igual que la vida misma, como un espectáculo fugaz, móvil, forma-do por la trama de problemas intrincadamente mezclados y que puede revestir, sucesivamente, multitud de aspectos diversos y contradictorios. Esta vida compleja, ¿cómo abordarla y cómo fragmentarla a fin de aprehender algo? Numerosas tentativas podrían desalentarnos de antemano.

No creemos ya, por tanto, en la explicación de la historia por éste u otro factor dominante. No hay historia unilateral. No la dominan en exclusiva niel conflicto de las razas, cuyos choques y avenencias determinarían el pasado de los hombres; ni los poderosos ritmos económicos, factores de progreso o de caos; ni las constantes tensiones sociales; ni ese espiritualismo difuso de un Ranke por el que son sublimados, a su modo de ver, el individuo y la amplia historia general; ni el reino de la técnica; ni la presión demográfica, ese empuje vegetativo de consecuencias retardadas sobre la vida de las colectividades. El hombre es mucho más complejo.

No obstante, estas tentativas de reducir lo múltiple a lo simple, o a lo prácticamente simple, han significado un enriquecimiento sin precedentes, desde hace más de un siglo, de nuestros estudios históricos. Nos han ido colocando progresivamente en la vía de la superación del individuo y del acontecimiento; superación prevista con mucha antelación, presentida, barruntada, pero que, en su plenitud, apenas si acaba de realizarse ante nosotros. Quizá radique ahí el paso decisivo que implica y resume todas las transformaciones. No quiere esto decir —sería pueril— que neguemos la realidad de los acontecimientos y la función desempeñada por los individuos. Habría, no obstante, que poner de relieve que el individuo constituye en la historia, demasiado a menudo, una abstracción. Jamás se da en la realidad viva un individuo encerrado en sí mismo; todas las aventuras individuales se basan en una realidad más compleja: una realidad «entrecruzada», como dice la sociología. El problema no reside en negar lo individual bajo pretexto de que es objeto de contingencias, sino de sobrepasarlo, en distinguirlo de las fuerzas diferentes de él, en reaccionar contra una historia arbitrariamente reducida a la función de los héroes quintaesenciados: no creemos en el culto de todos esos semidioses, o, dicho con mayor sencillez, nos oponemos a la orgullosa frase unilateral de Treitschke: «Los hombres hacen la historia.» No, la historia también hace a los hombres y modela su destino: la historia anónima, profunda y con frecuencia silenciosa, cuyo incierto pero inmenso campo se impone ahora abordar”.
Braudel, Fernand: “La Historia y las Ciencias Sociales”. Alianza editorial. 1984


“Nadie puede escribir acerca de la historia del siglo XX como escribiría sobre la de cualquier otro período, aunque sólo sea porque nadie puede escribir sobre su propio período vital como puede (y debe) hacerlo sobre cualquier otro que conoce desde fuera, de segunda o tercera mano, ya sea a partir de fuentes del período o de los trabajos de historiadores posteriores. Mi vida coincide con la mayor parte de la época que se estudia en este libro y durante la mayor parte de ella, desde mis primeros años de adolescencia hasta el presente, he tenido conciencia de los asuntos públicos, es decir, he acumulado puntos de vista y prejuicios en mi condición de contemporáneo más que de estudioso. Esta es una de las razones por las que durante la mayor parte de mi carrera me he negado a trabajar como historiador profesional sobre la época que se inicia en 1914, aunque he escrito sobre ella por otros conceptos. Como se dice en la jerga del oficio, «el período al que me dedico» es el siglo XIX. Creo que en este momento es posible considerar con una cierta perspectiva histórica el siglo XX corto, desde 1914 hasta el fin de la era soviética, pero me apresto a analizarlo sin estar familiarizado con la bibliografía especializada y conociendo tan sólo una ínfima parte de las fuentes de archivo que ha acumulado el ingente número de historiadores que se dedican a estudiar el siglo XX. Es de todo punto imposible que una persona conozca la historiografía del presente siglo, ni siquiera la escrita en un solo idioma, como el historiador de la antigüedad clásica o del imperio bizantino conoce lo que se escribió durante esos largos períodos o lo que se ha escrito después sobre los mismos. Por otra parte, he de decir que en el campo de la historia contemporánea mis conocimientos son superficiales y fragmentarios, incluso según los criterios de la erudición histórica. Todo lo que he sido capaz de hacer es profundizar lo suficiente en la bibliografía de algunos temas espinosos y controvertidos —por ejemplo, la historia de la guerra fría o la de los años treinta— como para tener la convicción de que los juicios expresados en este libro no son incompatibles con los resultados de la investigación especializada. Naturalmente, es imposible que mis esfuerzos hayan tenido pleno éxito y debe haber una serie de temas en los que mi desconocimiento es patente y sobre los cuales he expresado puntos de vista discutibles”.
Hobsbawn, Eric: “Historia del Siglo XX” Critica. 1999



«La Historia debe enseñarnos, en primer lugar, a leer un periódico» Pierre Vilar




La practicidad de la Historia científico-humanista sólo puede ser de otro orden y apoyarse sobre una necesidad social y cultural diferente: la exigencia operativa en todo grupo humano de tener una conciencia de su pasado colectivo y comunitario. Y ello porque el hombre es, por naturaleza, un ser gregario y todos los grupos humanos son siempre heterogéneos y anómalos en su composición. Por ejemplo, y necesariamente, los grupos humanos contienen miembros de distintas edades y generaciones. Así, en calidad de grupo colectivo, toda sociedad tiene un pasado que excede al pasado biográfico individual de cada uno de sus miembros. Sencillamente, el nieto que convive con su abuelo sabe que éste fue nieto en un momento anterior y recibe a su través el bagaje de ideas, valores, ceremonias e imágenes legadas por ese pasado no experimentado en su propia persona.
Hay una demostración negativa de la radical necesidad del conocimiento histórico racional (en cuanto distinto del mítico y legendario) en nuestras sociedades presentes: ¿cabría imaginar un Ministerio de Asuntos Exteriores que no tuviera noción alguna del pasado histórico de su propio Estado y del de aquellos con los que tiene que relacionarse? ¿Sería posible una élite gobernante que careciera de conciencia histórica y ejecutara sus proyectos políticos, económicos o sociales en el ámbito interior o exterior sin referencia o conocimiento alguno del pasado? ¿Podría admitirse que los magistrados que tuvieran que juzgar delitos cometidos muchos años atrás decidieran aceptar como testigos de cargo a individuos que supuestamente poseyeran el don de la ubicuidad, la capacidad de viajar en el tiempo o la facultad de hablar con los muertos y la divinidad? Omitimos extendernos sobre los riesgos mortales implícitos en tales contingencias. Bastaría recordar aquí, a modo de prueba de imposibilidad, que uno de los rasgos que caracteriza a los Estados contemporáneos (y que aumenta en importancia según su potencia) es el volumen, densidad y eficacia organizativa de sus archivos históricos y la cuantía y formación de los investigadores y analistas que trabajan en ellos. No en vano, Marco Tulio Cicerón ya había advertido a sus compatriotas romanos en el siglo I de nuestra era: «Desconocer qué es lo que ha ocurrido antes de nuestro nacimiento es ser siempre un niño. ¿Qué es, en efecto, la vida de un hombre, si no se une a la vida de sus antepasados mediante el recuerdo de los hechos antiguos?». El historiador francés Pierre Vilar ha renovado esa advertencia más recientemente con idéntico propósito: «Una humanidad —global o parcial— que no tuviera ninguna conciencia de su pasado sería tan anormal como un individuo amnésico»
Moradiellos, Enrique, Las caras de Clío. Una introducción a la Historia. Siglo XXI de España Editores, Madrid: 2001. Págs. 9-11.-



En efecto, a menos que se predique un empiro-positivismo de tipo «descripcionista», no cabe pensar en una «realidad objetiva», una historia de Grecia real, acontecida, antes y al margen de las versiones históricas, de las historias, de los relatos escritos, sobre esa realidad pasada e inexistente en la actualidad. Y ello porque, en Historia, en palabras agudas de Raymond Aron, «la realidad y el conocimiento de esa realidad son inseparables uno de otro». La razón es bien sencilla: el supuesto objeto de conocimiento de la Historia es un tiempo pasado, y como tal, incognoscible debido a su inexistencia, a su ausencia de fisicalidad, de corporeidad y de materialidad. El pasado no existe en la actualidad (en el presente), es perfecto acabado, un «fantasma», un «espectro», y no puede haber conocimiento científico de algo que no tiene presencia ni existencia, porque dicho tipo de conocimiento requiere una base material, física-lista, tangible, corpórea y presente para poder construirse.

Así pues, contrariamente a la creencia general entre los historiadores, su disciplina no tiene por objeto «el estudio de los hechos humanos del pasado», sencillamente porque el «Pasado» no es un ámbito temporal «real» al que se refieren sus estudios de un modo u otro. Es pura ingenuidad suponer que el Pasado sobre el que trabajan los historiadores es «real», esto es, que tiene un estatus independiente de sus propias investigaciones y que existe como ámbito con una estructura y orden cronológico que espera ser «descubierto», «revelado» o «reconstruido». El Pasado no es un dominio en el que los acontecimientos que han ocurrido están situados, aguardando el arribo del historiador para desvelarlos. Por definición, el Pasado no existe y no puede ser confrontado ni abordado por ningún investigador. No existe ninguna «máquina del tiempo» que pueda retrotraernos a tiempos pasados para conocerlos en directo y las disciplinas históricas están incapacitadas para conocer el pasado tal y como realmente fue (en frase memorable de Ranke) porque es hoy irreal e inexistente. En consecuencia, no cabe alcanzar nunca una verdad completa (absoluta, totalizadora, carente de márgenes de incertidumbre) sobre cualquier suceso pretérito porque éste es pasado y como tal inabordable desde el presente e incognoscible.

Si la materia de conocimiento de la Historia científica no es ni puede ser el Pasado, queda por establecer cuál es el campo y los términos categoriales de dicha disciplina. Pues bien, este campo y términos estarán constituidos por aquellos restos y trazas del Pasado que perviven en nuestro presente en la forma de residuos materiales, de huellas corpóreas, de vestigios y trazas físicas, de ceremonias y ritos, en una palabra de «reliquias» (relinquere: lo que permanece, lo que resta). Esos residuos que permiten la presencia del Pasado son el material sobre el que trabaja el historiador y con el que construye su historia. Y ello porque esos restos son absolutamente «presentes» aun cuando generados en el pasado: las Pirámides de Gizé, los restos arqueológicos sumerios, las monedas romanas, la toponimia tradicional, las crónicas medievales, los documentos diplomáticos de la Primera Guerra Mundial, etc., son tan reales físicamente y tan presentes como nuestra propia corporeidad. Son la presencia viva del pasado que hace posible el conocimiento histórico. Las reliquias pueden ser consideradas como los significantes (presentes) de unos significados (pretéritos) que subsisten más allá de ellos: como los signos que nos representan algo distinto de ellos mismos, reflejo de un pasado perfecto y finito. Las reliquias, en su pluralidad intrínseca, conforman las llamadas «fuentes» informativas del conocimiento histórico: «llamamos fuentes a todos los textos, objetos o hechos de los cuales se puede obtener algún conocimiento del pasado»46. Unas «fuentes», por definición, plurales, fragmentarias, inconexas, finitas y limitadas, que se encuentran dispersas entre otros cuerpos de nuestro presente corpóreo y temporal.
Moradiellos, Enrique, Las caras de Clío. Una introducción a la Historia. Siglo XXI de España Editores, Madrid: 2001. Págs. 40-42.-



Año: 2012 - INTRODUCCIÓN A LA HISTORIA DE LAS SOCIEDADES/HISTORIA DE LAS SOCIEDADES

Carreras: Profesorado en Letras / Técnico Univ. en Comunicación Social - Plan de Estudios: 2000 / 2004

Profesor responsable: Mg. Marcelo D. Marchionni – Auxiliares Docentes de 1ra.: Prof. Isabel Zacca- Prof. Andres Vaca



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