La presencia invisible de los judíos en la España actual






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fecha de publicación06.06.2015
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La presencia invisible de los judíos en la España actual

A pesar de que la historia española no ha sido benevolente con el pueblo judío, en especial durante la Modernidad, desde que los Reyes Católicos dictaran en 1492 el famoso Decreto de Expulsión, no podemos afirmar que en la España actual exista algún tipo de discriminación hacia los judíos.
Muchas y prolijas serían las razones por las cuales podemos sostener que, si bien muchos españoles, en cierta forma, sienten como carga negativa aún hoy en día la notable influencia del mundo y la cultura árabe, no sucede lo mismo con la presencia del pueblo judío, a pesar de que ambas colectividades fueron trágicamente expulsadas de la Península Ibérica por Isabel y Fernando, por motivo de una supuesta unidad de la patria. Ello demuestra, por otra parte, tal y como afirmaron prestigiosos historiadores de la talla de Américo Castro, Julio Caro Baroja o Domínguez Ortiz, que tuvieron mucho más peso las razones políticas, de estado, que las propiamente religiosas. La Inquisición, como institución del Estado, y por consiguiente, de carácter eminentemente político, tuvo un papel preponderante en la expulsión de los judíos, tal y como señalaba el rey católico en una carta, donde reconocía que fue la Inquisición quien le obligó a promulgar el Edicto de Expulsión. En ese sentido, como apuntan los mencionados historiadores y otros, tanto la expulsión de los judíos como de los árabes de territorio hispano fue una decisión política mucho más propia de la Modernidad que de la Edad Media.
En efecto, los judíos y los árabes fueron expulsados de territorio hispano a finales del siglo XV, como colofón de esa campaña política de tierra quemada denominada Reconquista. Con ello se culminaba un período de varios siglos en los cuales coexistieron de forma más o menos pacífica las tres grandes culturas medievales: la judía, la musulmana y la cristiana. Paradigma de esa coexistencia fue, sin duda, la ciudad de Toledo y su famosa Escuela de Traductores. Hablamos de coexistencia, según los investigadores, porque acaso sea arriesgado calificar de convivencia el hecho de que las tres colectividades coincidieran en el tiempo y en el espacio; más acertado sería calificar de tolerancia dicha coexistencia que, como decimos, no siempre fue pacífica; tampoco tolerancia era sinónimo de igualdad: al fin y al cabo, era la cristiana la sociedad política y económicamente dominante, aunque no lo fuera, ciertamente, en el orden cultural. Sea como fuere, las culturas árabe y judía aportaron importantes legados a la civilización cristiana, legados que resultarían luego determinantes para un Renacimiento y una Modernidad cristiana que, sin embargo les vilipendió y expulsó.
A pesar de grandes persecuciones sufridas por los judíos, y acaso en menor medida por los árabes, en muchos de los territorios de lo que hoy conocemos por Europa, desde el siglo II de nuestra era se puede hablar de esa coexistencia entre las tres grandes sociedades, sobre todo en la Península Ibérica, lugar de acogida de muchos judíos expulsados de otras tierras a partir del año 70, hasta finales del siglo XV. Tal vez el momento de mayor intensidad de tal coexistencia, fue a partir del siglo X, en que el califato Omeya indujo tal integración a las monarquías cristianas. Tanto los árabes como los judíos, y desde luego los cristianos, se cuidaron mucho de conservar su pureza en tanto que civilizaciones con sentido propio, como demuestra, entre otros, el hecho de que en todas las poblaciones donde han vivido unos y otros, se conservan bien diferenciados sus propios barrios, sea el cristiano, las medinas árabes o las juderías y aljamas judías; estas últimas constituían auténticos gobiernos autónomos, con sus rabinos, sinagogas, bibliotecas, cementerios, carnicerías, baños, hornos, hospitales, etc. A pesar de lo cual, las investigaciones históricas apuntan tres elementos comunes a las tres culturas, como son, por un lado, un mismo origen geográfico procedente de oriente, el monoteísmo de un Dios omnipotente, omnisciente, único y trascendente, revelado a los hombres, y, por último, la herencia espiritual de Abraham.
No obstante, en esa suerte de coexistencia, a pesar de enfrentamientos intermitentes y violentos en muchos casos, y de la insistencia en la conservación de las idiosincrasias particulares, judíos y árabes no pudieron evitar influirse mutuamente, y ambos a los cristianos, de modo tal que no resulta fácil discriminar el legado de unos y otros. La sociedad española cristiana, por su parte, en tanto que sociedad culturalmente más atrasada que las otras dos, vivió como un aire fresco y fructífero el influjo científico, literario, filosófico, artístico de dos pueblos cultivados y fecundos. En todo caso, de los árabes recibieron los cristianos y judíos su ciencia médica, su no menos sabiduría matemática, una literatura plena de belleza estilística, una arquitectura de estética finisecular que se propagó por toda la Península hasta nuestros días, unos préstamos lingüísticos que penetraron en el latín vulgar y han perdurado en todas las lenguas romances, la no menos trascendental transmisión del pensamiento griego, y un largo etcétera. De los judíos, los árabes y cristianos aprendieron las finanzas, la viticultura y la enología, su medicina también, o las traducciones de los grandes humanistas griegos, vertidas al latín vulgar desde el árabe por los clérigos judíos. Ello significó también una enorme amplitud cultural para el pueblo judío, por cuanto estos testimonios contribuyeron a engrandecer su estrecha concepción platónica hacia una más universal y compleja visión aristotélica, como demuestra Maimónides. Los hebreos, por su parte, constituyeron la comunidad judía de Castilla, con enorme presencia en el Toledo del siglo XII. El monarca Alfonso VII se vanagloriaba de poseer el título de Emperador de las tres religiones. Toledo se convirtió en el centro de irradiación de las tres culturas, emblematizado en su grandiosa Escuela de Traductores, magistralmente regida por Alfonso X, llamado El Sabio: sus Cantigas, su Libro de Astronomía, -cuyos manuscritos originales pueden contemplarse en la Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid- sus Tablas, son fiel reflejo de ese cruce de culturas. Filósofos, poetas, traductores, comerciantes, recaudadores hebreos alcanzaron nombradía universal, llegando a representar a los sefardíes ante la monarquía visigoda. A fines del siglo XIV había en Toledo diez sinagogas y cinco casas de oración y estudio, siendo Santa María La Blanca la sinagoga mayor, un edificio mudéjar con influencias almohades, que recuerda la mezquita cordobesa. La Sinagoga del Tránsito o de Samuel ha-Leví Abulafia, tesorero real de Pedro I de Castilla, que la mandó edificar en 1356, cuando ya regía la prohibición de construir nuevos templos. Conserva unas valiosas inscripciones hebraicas en las yeserías de sus muros y una rica techumbre en madera de cedro decorada con estrellas de ocho puntas. Centro espiritual y administrativo del judaísmo universal, desde 1964 acoge el Museo Sefardí de Toledo.
Además de Toledo, herencia de los judíos españoles o sefarditas antes de su expulsión son las múltiples juderías, sinagogas y otros edificios repartidos por el conjunto de la geografía española, y muy especialmente en Andalucía; no en vano, el judaísmo en Al-Andalus conoció momentos de esplendor entre los siglos X y XII, y mantuvo una significativa influencia tras la conquista cristiana de Córdoba por Fernando III en 1236.. Destaca la aljama cordobesa, que presenta el típico trazado islámico con dos calles transversales centrales y un laberinto de pequeñas calzadas que acaban, a veces, en callejones sin salida. La sinagoga cordobesa es una pequeña joya mudéjar construida en 1315 por Isaq Moheb. Conserva la sala de oración, un tabernáculo para guardar los rollos de la Torá y la galería de mujeres. La ciudad catalana de Gerona acogió una destacada presencia judía durante más de 500 años, formada fundamentalmente por notables familias dedicadas al comercio, la gestión económica y la cultura. Destaca la escuela cabalística, desarrollada por Nahmánides ­también conocido como Bonastruc ça Porta, Gran Rabí de Cataluña­, que alcanzó gran renombre y proyección. Nahmánides escribió tratados didácticos que difundieron los conocimientos científicos de su tiempo y fue el primer poeta cabalístico español. La Escuela de la Cábala dejaría después de él un reguero de nombres ilustres, como David Kimhí, Abben Tibon, Jonás Ben Abraham e Isaac Haleví. La progresiva recuperación del conjunto histórico judío de la ciudad ha sido realizada por el Patronato Municipal Call de Girona, de la mano del Centro Bonastruc ça Porta. En la actualidad acoge salas de exposiciones y la biblioteca del Instituto de Estudios Nahmánides, lo que pretende ser el Museo de Historia de los Judíos en Cataluña. En Besalú, comarca de la Garrotxa, en la misma provincia de Gerona, fueron descubiertos casualmente en 1964 los restos íntegros de un miqvé o baño de purificación judío, que en Europa sólo se conservan dos, y hoy declarado monumento histórico-artístico. Se trata de una sala subterránea situada en el lugar donde probablemente se hallaba la sinagoga del call de Besalú: los judíos lo utilizaban para la purificación física y espiritual previa a alguno de los momentos importantes de su vida. Los siete arcos que delimitan la judería segoviana entre la Sinagoga Mayor y la Canongía, las juderías de las ciudades de Cáceres, Trujillo y otras, constituyen vestigios imborrables de un legado cultural que permanece vivo en nuestros días.

¿Por qué la presencia de los judíos en la España de hoy a penas se hace notar? A diferencia de los árabes, la colectividad judía residente en España, formada aproximadamente por unas 15.000 personas –además de la infinidad de descendientes que desconocen, o desconocemos, los más que probables ascendentes hebraicos-, está perfectamente integrada, pudiendo afirmar, como decíamos al comienzo, que no existe hoy día discriminación alguna contra el pueblo judío en España. Varias son las razones que podrían sostener esa afirmación contrastada con una realidad fehaciente en ese país.
En primer lugar, a pesar de que los hebreos fueron dramáticamente expulsados de la Península Ibérica en tiempos de los Reyes Católicos, no pudiendo retornar en condiciones dignas hasta varios siglos después, el componente judío del pueblo español es innegable, lo mismo que el romano, árabe, el fenicio, el celtíbero, el visigodo, y tantos otros que constituyen ese mosaico mestizo tan maravilloso y fecundo que conforma la naturaleza, y aún el carácter, de la ciudadanía hispana. Por consiguiente, sería ridículo marginar a unas gentes que, en esencia, poseen la misma sangre que el común de los españoles. Lo mismo valdría para los árabes, cuya sangre también corre por las venas españolas, o para los latinoamericanos, que obviamente, tienen también genes de sus colonizadores, y otros pueblos que, sin embargo, a diferencia del judío, sí es marginado hoy día en la España democrática, liberal y occidental.
En segundo término, a diferencia de la cultura árabe, y más concretamente, de la religión musulmana, no creemos equivocarnos al señalar que la cultura y la religión hebrea tienen ambas un carácter occidental, mucho más, en todo caso, que la cultura y religión arábigo-musulmanas. Ello, por dos motivos fundamentales, aunque podrían apuntarse algunos más: en el plano religioso, porque el origen del judaísmo y del cristianismo bebe de las mismas fuentes y, en lo esencial, no existen grandes diferencias religiosas entre uno y otro: ambas son religiones monoteístas –al igual que el Islam-, y creen en el mismo Dios, aunque cambie su denominación, o reconocen el origen judío de Jesús, etc. Que los ritos y algunas costumbres difieran, o el no reconocimiento por los judíos de ciertas creencias y santidades cristianas, y más aún, católicas, no impide una fuerte similitud entre ambas creencias. En el plano económico, el pueblo judío se ha caracterizado a lo largo de la historia por integrarse perfectamente en las costumbres y prácticas comerciales, económicas y financieras de la burguesía occidental, de modo tal, que muchas de esas prácticas tienen origen judío. Tanto es así que grandes empresas, negocios e instituciones existentes en todos los países occidentales, o son de origen judío, o son de propietarios judíos: bancos, empresas de exportación, de telecomunicaciones, de transportes, universidades, etc. En el orden social, los hebreos ciertamente nunca se han desprendido de sus costumbres, modos de vida y hábitos, de naturaleza completamente occidental.
Pero, además, quisiéramos apuntar otra razón por la cual la comunidad judía goza en España, al igual que en otros muchos países europeos y del Occidente no europeo, de una gran aceptación, y se encuentra perfectamente integrada: porque no se hace notar. Acaso por sus rasgos físicos –que, si los tienen, como aseguran muchas personas de origen o religión hebrea, pocos lo notan-, los judíos pasan desapercibidos como tales, y tampoco suelen hacer profesión de su identidad hebrea. Aunque muchos de ellos pertenezcan a congregaciones, asociaciones, etc., y se reúnan en sinagogas para practicar su culto, vivan el sábado como su día festivo, y, en fin, celebren sus ritos y vivan según sus propias costumbres, que, como decíamos, no difieren -salvo en aspectos muy particulares de la cultura hebrea, que por otra parte, tampoco practican con rigor muchos judíos- ni de las españolas ni de las de la mayoría de los países occidentales, lo cierto es que no es fácil distinguir a una persona hebrea de otra que no lo sea, salvo quienes gustan de vestirse según su tradición. Pero en España es raro ver, por ejemplo, a un rabino vestido de tal, o a cualquier judío ortodoxo.
No ocurre así con la población inmigrante árabe, magrebí y subsahariana, especialmente si se trata de población musulmana. Su comportamiento y actitud hacia la mujer, que choca frontalmente con la independencia, igualdad y autoestima de la mujer occidental desde hace más de dos décadas, su propia vestimenta, sus costumbres alimenticias, etc., son aspectos que diferencian a los musulmanes de la mayoría de occidentales, y generan, en especial entre los occidentales más intolerantes, una suerte de actitudes discriminatorias, cuando no de rechazo, obviamente, injustificable, salvo en el tema de la discriminación que ellos someten a sus propias mujeres. En este aspecto sobre todo, surge el debate del llamado relativismo cultural, según el cual, hay quienes opinan que hay que respetar todas las culturas en su integridad, aunque ciertos elementos de esas culturas atenten contra la dignidad o los derechos elementales de las personas, como es el caso, por ejemplo, de las agresiones consentidas por El Corán a las mujeres, la ablación del clítoris en algunos países musulmanes, la lapidación de mujeres adúlteras, la obligación de llevar velo en unos países, y de taparse la cara en otros, la amputación de miembros a quienes han cometido pequeños delitos, o la pena de muerte. En ese debate, somos muchos en Occidente que sostenemos el rechazo absoluto a cualquier práctica contraria a los derechos humanos, incluidas, obviamente, las del propio mundo occidental; así, la pena de muerte, aún vigente, como bien sabemos, en países como Estados Unidos.
Con sus virtudes y con sus defectos, sus grandezas y miserias propias de Occidente, no podemos negar que la población judía que habita en los países occidentales es población occidental, tanto como lo son sus ciudadanos católicos, protestantes, anglicanos, agnósticos, ateos, etc.
Por último, hay otro motivo de integración, a nuestro juicio, y que diferencia al pueblo judío del árabe, sea éste musulmán o no: es el componente económico. La mayoría de los árabes, sean procedentes de Marruecos –país de mayor procedencia de inmigrantes árabes en España-, de Argelia, de Túnez, o de países subsaharianos musulmanes, son inmigrantes, la mayoría sin papeles, con poquísimos recursos económicos, la mayoría sin recurso alguno. Quienes entran en España por el estrecho de Gibraltar en pateras o a las Islas Canarias de forma también ilegal y en unas condiciones ínfimas que les conduce a la muerte en innumerables casos, llegan con lo puesto, y a veces ni eso. Los que tienen la inmensa suerte de sobrevivir a la durísima travesía, y luego, la no menos fortuna de escapar de la vigilancia policial evitando la repatriación, y logran penetrar al interior de la Península para luego, con suerte, contratarse, entre otras faenas, como recolectores de frutas en los invernaderos almerienses –los campos de plástico, que calificó Juan Goytisolo- en unas condiciones realmente lamentables de semiesclavitud y a 60º centígrados en el interior de esos hornos de plástico, sufren la peor de las discriminaciones por parte de las autoridades, y de muchos españoles que no aceptan su presencia entre ellos, ni sus modos de vida, ni siquiera su aspecto físico o su color de piel. Porque, aun cuando el componente étnico no creemos que sea determinante a la hora de discriminar a los inmigrantes de origen árabe, magrebí, bereber o subsahariano, aún hay españoles que no aceptan a cualquiera que tenga unos rasgos físicos distintos u otro color de piel, sobre todo si ésta es de tonalidad más oscura que la suya –a pesar de que en Andalucía, por ejemplo, abundan las pieles morenas y cetrinas, influencia, no cabe duda, de sus vecinos del sur-. Varios han sido los casos –por fortuna, cada vez menos- de persecuciones, amenazas, agresiones y asesinatos a inmigrantes, como sucedió hace unos años en el pueblo de Elejido, en la provincia de Almería.
A pesar de hechos como aquél, que, por suerte, han sido siempre acontecimientos muy aislados sin solución de continuidad, en España, como en Francia, en Alemania y en otros países europeos, existen grupos racistas y de corte neonazi. Pero, a diferencia de lo que sucede, sobre todo, en Alemania, donde esas bandas todavía asesinan a judíos, además de a turcos, africanos y otros colectivos de inmigrantes, y profanan sus cementerios, en España, además de ser muy pocos los neonazis y estar bastante controlados y perseguidos por las autoridades, sus víctimas no son judíos –no se conoce ninguna agresión a judíos en España por parte de estos descerebrados-, sino inmigrantes latinoamericanos, árabes o negros de cualquier procedencia, sobre todo, si su status socioeconómico es bajo. Por consiguiente, el móvil de estas hordas es igualmente de índole social y económica, más que puramente racial, aunque para ellas, a diferencia del común de los españoles, la raza tenga su trascendencia. Hay que recordar también que estos delincuentes autodenominados neonazis –entre los cuales, paradójicamente, se ha descubierto algún moreno y de baja estatura- han apaleado y asesinado a mendigos de tez tan blanca y ojos azules como algunos de ellos. Es preciso decir asimismo que muchos de estos individuos proceden de estratos sociales bajos y marginales, de poco o nulo nivel cultural, generalmente hijos de familias desestructuradas con graves problemas sociales, de alcoholismo, dogradicción, violencia intrafamiliar, etc., que se refugian en estos grupos donde, por un lado, encuentran un gueto desde donde rebelarse contra sus dramáticas condiciones sociales de marginalidad, y por otro, les inculcan odio y violencia contra quienes les hacen ver que no son como ellos, alimentando así un caldo de cultivo de intolerancia, de racismo, clasismo y xenofobia, que, con un pequeño barniz de nacionalsocialismo y de exaltación de una raza que dicen superior, y de la cual lo más seguro es que no lleven ni un solo gen –si es que pudiera hablarse científicamente de razas humanas y de sus genes, algo que el antropólogo Montagut desmintió hace varias décadas-, provocan esos delitos inexcusables.
Sin duda, otro motivo de aceptación de los ciudadanos de origen o de proclamación judía en España es su condición de víctimas del holocausto. Aunque el gobierno franquista español del tiempo del nacionalsocialismo era un gobierno de clara ideología fascista, el español de a pie nunca vio con buenos ojos que en sus países vecinos se estuviera persiguiendo y asesinando a la población judía, a pesar de que su gobierno de entonces no condenara, por razones ideológicas y de estrategia política, el genocidio. Muchos judíos huidos de las huestes hitlerianas vinieron a refugiarse en la España nacional-católica de entonces, y no sufrieron persecución por parte de sus autoridades, acaso porque, como hemos dicho en otro momento, tampoco hicieron gala de su condición de judíos. La ciudadanía española les acogió bien, al menos sin muestras de rechazo.
Una prueba clara de que la discriminación hacia los inmigrantes de origen árabe, subsahariano o magrebí, y aunque en menor medida, también hacia los latinoamericanos –llamados sudacas en términos despectivos por quienes no les acaban de aceptar-, especialmente peruanos, ecuatorianos, bolivianos y colombianos, es de orden económico, es que tal discriminación jamás se da contra personas de esos mismos orígenes que llegan a España con un contrato de trabajo, y mucho menos, si su ocupación es de orden profesional, intelectual o empresarial. Ese rechazo al inmigrante pobre, ha sido denominado por la filósofa española Adela Cortina aporofobia, o miedo al pobre, sobre todo si éste viene de un país tercermundista, con lo que se produce un rechazo de dos caras: por su condición de pobre, y también de extranjero, de extraño.
El rechazo latente al inmigrante que llega a España de los países árabes se ha agudizado tras la masacre del 11 de marzo en Madrid, una vez confirmada la autoría de grupos extremistas de religión islámica. Desde entonces, muchos inmigrantes con rasgos marroquíes y de otras nacionalidades son vistos con recelo, la policía pide constantemente la documentación a muchos de ellos, algunos de los cuales son detenidos para comprobar si tienen alguna causa pendiente con la justicia, ha habido atentados contra mezquitas y comercios de árabes en Madrid y en otras localidades españolas. Incluso, algunos jóvenes con aspecto marroquí o argelino que viajaban en el metro o el autobús madrileños han sido increpados en repetidas ocasiones por viajeros y obligados a abrir sus mochilas. Los ciudadanos de Marruecos, de Argelia o de cualquier otro país árabe empiezan a sentir miedo ante posibles agresiones contra ellos por parte de grupos extremistas y violentos de extrema derecha o de algún grupo neonazi que aún campe por sus respetos, surgido bajo la excusa de los atentados, y viven el rechazo cotidiano de sus vecinos españoles, algo que antes no ocurría.
Todas las circunstancias que antes mencionábamos respecto de los árabes, magrebíes o subsaharianos que inmigran y viven en condiciones infrahumanas, no suceden con las personas de origen judío ni con otras con orígenes e identidades diversas, siempre que no intervenga el factor económico. Pocos hebreos debe haber, si es que hay alguno en España, que hayan entrado de forma ilegal y tengan que trabajar en las mismas condiciones que muchos inmigrantes árabes o africanos. Pues aunque la mayoría de los judíos residentes en España lo son desde hace varias generaciones, quienes llegan en este tiempo a España, procedentes de Israel, de Argentina, o de cualquier otro país, suelen venir arropados por la propia comunidad judía residente, y vienen a estudiar o a trabajar en empresas de sus compatriotas o congéneres, de modo que sus condiciones económicas y sociales no les obligan a la marginalidad, como suele ocurrir con marroquíes, argelinos o subsaharianos.
Por su parte, los judíos españoles o residentes nunca han mostrado ningún tipo de resquemor hacia los españoles por el hecho de haber sido expulsados de la Península Ibérica a finales del siglo XV y comienzos del XVI, como tampoco los árabes, ni los latinoamericanos por haber sido descubiertos, conquistados y colonizados también en ese período. Seguramente no tendría demasiado sentido, cinco siglos después, mostrar tal acritud con las generaciones actuales de españoles, aunque haya quien piense lo contrario, pero lo cierto es que tales hechos ocurrieron y forman parte de la historia de la infamia, razón por la cual tampoco sería justo olvidarlo.
Una cuestión que en algún momento ha podido provocar cierto rechazo antijudío en el último tiempo entre algunos españoles, y acaso también entre otros europeos, es el comportamiento del gobierno israelí con la población palestina, el levantamiento del muro, la destrucción de viviendas y los asesinatos, que muchos analistas ya no dudan en calificar de genocidio del pueblo palestino, en un intento de compararlo con el holocausto, como si de una venganza del pueblo judío se tratara. Pero, sin entrar en el debate acerca del derecho del pueblo hebreo a disponer de un Estado, y del palestino del suyo, lo cierto es que el rechazo real no ha sido contra los judíos en general, sino, en particular, contra el actual gobierno de Ariel Sharon, y los anteriores que, como el de Menájem Beguin, contribuyeron a ahondar la brecha entre árabes y judíos.
Lo cierto es que Israel ha sido y sigue siendo el paradigma del desencuentro entre Occidente y Oriente, a la vez que ha encarnado una doble imagen de perseguidor y perseguido, de victimario y de víctima: por un lado, no tiene reparo en reprimir con fuerza y brutalidad –utilizando sin reparo lo que se ha calificado como terrorismo de estado, que Sharon no vacila en llamar asesinatos selectivos, autoproclamándose a sí mismo y a su gobierno, pues, asesino- cualquier intento de expresión palestina por exigir su derecho a su propio Estado, sea o no bajo pretexto de combatir las terribles consecuencias que el terrorismo de los grupos armados palestinos infringen a la población civil israelí; por otro, en su condición de pueblo perseguido por el régimen nazi, pero también por multitud de estados y gobiernos a lo largo de la historia, como el español, no duda en exigir a cualquier precio su derecho a contar con los territorios que considera propios de un Estado que la historia le ha negado sistemáticamente. En ese sentido, el pueblo judío, en parte representado por el gobierno de Israel, se siente víctima de la historia, pero también victimario del pueblo palestino y libanés.
En no pocas ocasiones, el gobierno israelí, sea el actual o cualquiera de los predecesores, no ha tenido reparos en invocar la Shoah para justificar cualquier represalia, por injustificada que estuviera. “Indudablemente somos unos paranoicos, pero no son buenas razones lo que nos falta para ello”, argumentaba en una ocasión el general Shlomo Gazat, a la sazón antiguo jefe de los servicios de inteligencia militar israelí. El periodista Boaz Avron escribía en un editorial de su periódico en 1980, a propósito de las condenas que varios países habían promulgado contra las matanzas de palestinos y libaneses llevadas a cabo por Menájem Beguin, acusándolas de genocidio: “Considerando que el mundo entero nos odia, creemos estar exentos de rendirle cuentas de nuestros actos”. El mismo Beguin proclamará, con ocasión de las críticas vertidas por la guerra del Líbano: “Nadie puede darle lecciones de moral a nuestro pueblo”, y semanas después, afirmará: “los judíos no se someten ante nadie salvo ante Dios”. Estas actitudes de Beguin ayer, o de Sharon hoy, constituyen, sin duda, lo que el filósofo Pascal Bruckner ha denominado “la impunidad permanente” del pueblo judío por el hecho de sentirse históricamente el pueblo perseguido y haber sufrido sin duda el mayor genocidio de la historia. Pero acaso, ¿ello justifica su condena a la práctica desaparición del pueblo palestino como si de un pueblo maldito se tratara?
El documento fundacional de la OLP fue comparado por Beguin con el Mein Kampf, a la vez que juraba perseguir sin tregua “a esa bestia con dos piernas (llamado) Arafat-Hitler”. A cuya declaración respondió el escritor Amos Oz: “Hitler ya está muerto, señor Primer Ministro (…) Laméntese o no, es un hecho: Hitler no se esconde en Nabatyeh ni en Sidón ni en Beirut. Está muerto y enterrado. Señor Beguin, no deja usted de manifestar una insólita necesidad de resucitar a Hitler para poder volverlo a matar todos los días bajo forma de terroristas… Esta necesidad de resucitar y de hacer desaparecer a Hitler es fruto de una melancolía que los poetas deben expresar, pero que en un hombre de Estado es un sentimiento arriesgado que puede conducir a un peligro mortal”.


¿Será cierto lo que afirmó Hugo Bergman en el juicio de Eichman, refiriéndose a que en cada israelí hay dos personas divididas entre “un aislacionismo nacionalista” y “una apertura humanista”, una que dice: “Acuérdate de lo que te han hecho”, y otra: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”?
Los españoles y los europeos que aún creemos en un mundo en paz, con tolerancia, con bienestar, de respeto a los derechos humanos y concordia entre todos los pueblos, donde unos y otros puedan convivir, integrarse y mezclarse libremente, no podemos admitir por más tiempo esa política de tierra quemada que, con el auspicio del actual gobierno de los Estados Unidos y la connivencia de Occidente, está llevando a cabo el gobierno sionista de Israel contra el pueblo palestino. Llama la atención la atroz similitud entre los atropellos cometidos por los ejércitos estadounidense e inglés tras la invasión de Iraq –hecho que en sí mismo siempre careció de sentido como prueba la falsedad de las razones aducidas para la invasión, que provocó más de diez mil muertes inocentes- y el exterminio de palestinos en los territorios ocupados por el gobierno israelí. No cabe duda que Occidente no ha podido sacudirse su sentimiento de culpa por el holocausto, y de alguna forma lava su conciencia apoyando a un gobierno que no tiene empacho en jugar el papel de sus antiguos verdugos. Por ello, siempre celebramos que en Israel haya muchos ciudadanos contrarios a la política antipalestina, y nos congratula saber que la mayoría del pueblo judío es pacifista y tolerante, y admitiría sin cortapisas un Estado Palestino vecino de Israel. Ojalá muchos políticos del Likud sigan a Tomy Lapid, ministro de justicia del gobierno israelí, cuya abuela fue asesinada en Auschwitz por los nazis, quien no ha tenido empacho en denunciar y exigir el fin de las demoliciones de viviendas palestinas por los comandos exterminadores de Sharon, porque esas acciones “no son humanas, no son judías”; Lapid ha sido acusado de traidor al pueblo judío por los intolerantes que están causando un daño irreparable a sus propios compatriotas.
Satisface asimismo saber que muchos árabes, y muchos musulmanes, lejos de ser integristas y fundamentalistas, son personas que anhelan vivir en sociedades democráticas, libres de todo extremismo político y religioso, donde se respeten al máximo las libertades y los derechos de las personas, y se pueda vivir con paz y prosperidad para todos, abrazando, los creyentes, la deriva más tolerante del Islam, rechazando las interpretaciones wahabistas y de otras tendencias fundamentalistas que tanto mal han hecho a los propios musulmanes y tanta destrucción han provocado en sus propios países y en muchas otras partes del mundo.
Javier Gimeno Perelló

Bibliotecario y filólogo

Universidad Complutense de Madrid

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