Nieves Hidalgo

Luna de oriente
A Christian, mi hijo, y a Daniel Socías Gude.
Mis chicos, mis amores, que me regalan su pericia
en imagen y sonido. A Laura Socías Gude y a Marcos Pérez Fuero.
Que vuestra vida en común sea siempre como
las noches de Oriente que tanto anheláis.
ÍNDICE Capítulo 1 Error: Reference source not found
Capítulo 2 Error: Reference source not found
Capítulo 3 Error: Reference source not found
Capítulo 4 Error: Reference source not found
Capítulo 5 Error: Reference source not found
Capítulo 6 Error: Reference source not found
Capítulo 7 Error: Reference source not found
Capítulo 8 Error: Reference source not found
Capítulo 9 Error: Reference source not found
Capítulo 10 Error: Reference source not found
Capítulo 11 Error: Reference source not found
Capítulo 12 Error: Reference source not found
Capítulo 13 Error: Reference source not found
Capítulo 14 Error: Reference source not found
Capítulo 15 Error: Reference source not found
Capítulo 16 Error: Reference source not found
Capítulo 17 Error: Reference source not found
Capítulo 18 Error: Reference source not found
Capítulo 19 Error: Reference source not found
Capítulo 20 Error: Reference source not found
Capítulo 21 Error: Reference source not found
Capítulo 22 Error: Reference source not found
Capítulo 23 Error: Reference source not found
Capítulo 24 Error: Reference source not found
Capítulo 25 Error: Reference source not found
Capítulo 26 Error: Reference source not found
Capítulo 27 Error: Reference source not found
Capítulo 28 Error: Reference source not found
Capítulo 29 Error: Reference source not found
Capítulo 30 Error: Reference source not found
Capítulo 31 Error: Reference source not found
Capítulo 32 Error: Reference source not found
Capítulo 33 Error: Reference source not found
Capítulo 34 Error: Reference source not found
Capítulo 35 Error: Reference source not found
Capítulo 36 Error: Reference source not found
Capítulo 37 Error: Reference source not found
Capítulo 38 Error: Reference source not found
Capítulo 39 Error: Reference source not found
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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA Error: Reference source not found

Capítulo 1 Inglaterra, 1800. Reinado de Jorge III
El bebé ronroneó y se metió un dedito en la boca, succionando con deleite. La mujer que lo llevaba pegado a su pecho le acunó, procurando que permaneciera en silencio y bajó las escaleras con premura. Tenía que escapar para proteger a su hija.
Vestía la ropa con la que llegó a la mansión, la que siempre le perteneció y la señalaba como Shylla Landless. Paria. Gitana. Una mujer sin tierra —como su propio apellido indicaba—, y ahora sin futuro. A punto de tropezar en el último peldaño, la criatura dejó escapar un gorjeo y la apretó más contra sí, cubriendo su cabecita con el manto. Su corazón latía con fuerza, a punto de estallar. Alcanzó la puerta, la abrió con cuidado y oteó el exterior. Era una noche oscura y el viento racheado azotó su rostro. Se cubrió ella misma con la capucha de la capa, la única prenda que se llevaba, regalo del duque.
No se arriesgó a tomar montura o landó. Nadie debía saber de su marcha o acabarían con su hija y con ella. Al atravesar el jardín de Mulberry Hill, se permitió un último vistazo por encima del hombro hacia la construcción, hermosa y acogedora aun en medio de la bruma que la rodeaba, donde fue feliz. Allí dejaba su amor y su vida y se le escapó un sollozo angustiado. Había alcanzado las estrellas junto al hombre que amaba y ella, una gitana, pagaba ahora su audacia.
Tragándose las lágrimas se despidió del hombre que la había amado y al que ella amaría hasta el fin de sus días. Habían sido dos años de ensoñación y lujos, que ahora quedaban atrás. Cuando le anunció la llegada del bebé, él enloqueció de alegría, juró que se casarían, que la convertiría en su duquesa —a Nell Highmore le importaban poco los estamentos sociales—. Y ahora ella, Shylla, pagaba su bondad causándole dolor. Le arrebataba a su hija, a su heredera. Pero era eso, o arriesgarse a que la muerte alcanzara a la pequeña.
Shylla llegó a la orilla del río, el alma desgarrada. Ya no ocultaba las lágrimas. La corriente era fuerte, pero ella conocía cada tramo del río y no tardó mucho en hallar un badén para cruzarlo sin peligro. Sus pies sorteaban las rocas de la pequeña cascada y el agua helada los atravesó como si de mil agujas se tratara.
Minutos después se dejaba caer sobre la hierba, aterida de frío y agotada. La pequeña seguía durmiendo, protegida en sus brazos. Era un ángel pequeñito y dulce. Pensó que el mundo era injusto, que aquella criatura, que podía haber gozado de una vida de amor, jamás conocería a su padre. Nell, su amado Nell.
Secándose las lágrimas con el borde de la manga se incorporó. Miró al otro lado. Sobre la loma, la mansión parecía llamarla, rogarle que regresara al calor de su habitación, la que compartía con su amado. No era posible. Debía salvar a su hija del mal que acechaba en aquella casa, de los que querían acabar con ella. La última nota había sido clara: o desaparecía o Christin aparecería muerta en su cuna. Nada había contado a Nell cuando a la semana de nacer la niña se había encontrado una daga dentro de la cuna. La había guardado entre los pliegues de su bata para no alarmarlo, pero ya entonces la advertencia dejaba pocas dudas. Cualquiera podía llegar hasta la criatura y asesinarla mientras dormía. Ni siquiera la fortuna del duque era capaz de parar una mano asesina si aquélla decidía actuar contra Christin. Y ella tenía miedo por su hija. Amaba a Nell, pero había decidido sacrificar su amor por el bien de la chiquitina.
Se quitó la capa y la arrojó al río.
La prenda se dejó arrastrar por la corriente y los ojos almendrados de Shylla la siguieron hasta que, en un tramo de mayor profundidad, se enganchó al ramaje a ras de agua y allí quedó meciéndose. Si la encontraban, probablemente pensarían que habían perecido ahogadas.
Un relámpago iluminó a la gitana y a su bebé y pareció cernirse sobre las altas torres de Mulberry Hill, como el presagio de algo horrible. Shylla tiritó y, dando la espalda al castillo, comenzó a caminar lo más aprisa que pudo tratando de pasar el calor de su cuerpo al de su hija. Su propia gente estaba cerca, acaso a dos horas de marcha. Si Dios la ayudaba, antes de amanecer podrían partir con ellos y desaparecer para siempre. Para cuando el duque ordenara la búsqueda, ellas ya estarían muy lejos. El pensamiento la hizo estallar de nuevo en sollozos, pero no aminoró el paso decidido que la conducía a los suyos, a los que realmente siempre fueron su gente, su familia, su verdadero hogar.
Tres horas después, aterida de frío y agotada por la larga caminata, Shylla Landless entraba en el campamento gitano. El alboroto que causó su presencia, alertada por un tipo joven de guardia vino a despertar a la caravana en pleno. Una mujer se hizo cargo de la niña porque la muchacha llegaba sin resuello. El jefe del campamento, un hombre de edad indefinida, alto y enjuto, con el cabello ya plateado y los ojos como la noche, la abrazó.
Shylla rompió a llorar de forma desconsolada y se abrazó a él.
—Hemos de irnos —dijo, cuando pudo recuperar la compostura—. ¡Mané, hemos de irnos ahora mismo!
Las facciones severas y morenas de éste se contrajeron.
—¿Él te ha echado?
—No. Nell me ama, Mané. Me amará siempre y yo le amaré hasta la muerte.
—Entonces... ¿A qué tanta prisa?
—Mi hija ha sido amenazada de muerte.
—¿Por quién?
—No lo sé. Pero estoy aterrorizada. Debemos partir ahora, abandonar estas tierras. El mal se oculta tras los muros de Mulberry Hill.
El anciano jefe de los gitanos se fijó detenidamente en el rostro lloroso de la joven. Era hermosa. Tanto, que él ya había previsto desde que era una chiquilla, que su hermosura podría acarrear problemas a todo el grupo. Ahora se cumplía aquella premonición. Pero él no era quién para disuadir a la muchacha; ella sabía mejor que nadie lo que debía hacerse y si decía que tenían que irse, se irían. Habían estado muy a gusto durante largos períodos asentados en las que eran las tierras del duque de Mulberry, pero al parecer la tranquilidad se evaporaba. Sus cansados huesos habían acabado por tomar afecto a aquel paisaje, porque nadie les molestaba cuando asentaban el campamento en el territorio, pero Shylla ahora era la prioridad. Había que partir a otros destinos. Dio algunas órdenes y el campamento comenzó a movilizarse. En menos de una hora, como era habitual en ellos, acostumbrados al nomadeo, todo estuvo dispuesto para la partida. Hizo montar a Shylla y a la pequeña Christin en su carromato y a un movimiento de su aún fuerte brazo, las carretas se pusieron en marcha.
Minutos después, sólo las cenizas de las fogatas apagadas, algunos restos esparcidos y las huellas de los carruajes, delataban lo que fuera el asentamiento gitano. Baristán, 1800. Al este de Turquía
El tumulto que llegaba hasta la recámara de Jabir Ashan, que en ese instante trataba de revisar algunos documentos presentados por su visir, le sacó de sus cavilaciones. Levantó la cabeza de los papeles y frunció el ceño. Sus ojos, oscuros como tizones, llamearon. Miró al visir que se encogió de hombros ante el ruido del barullo que ya llegaba hasta el patio.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó Jabir, incorporándose y llegando hasta las ventanas que cubrían hermosas celosías—. Umut —ordenó a uno de sus hombres de guardia—, ve a enterarte.
El fornido guardián hizo una inclinación de cabeza hacia su amo y corrió presuroso al exterior. Jabir volvió a tomar posición sobre la alfombra, con las piernas dobladas bajo su cuerpo e indicó al otro que volviese a sentarse, pero ya no pudo concentrarse en lo que estaba haciendo.
—Si es otra vez culpa de Kemal, voy a arrancarle la piel a tiras —murmuró entre dientes, sin que se le escapara la sonrisa del visir—. ¿Qué es lo que te hace tanta gracia, Abdullah?
—Nada, mi señor. —Pero siguió sonriendo de oreja a oreja, sin poder evitarlo.
—Está malcriado.
—Sí, mi señor.
—Me saca de mis casillas —insistió el bey.
—Lo sé, mi señor.
—Entonces, ¡maldita sea!, ¿por qué esa sonrisa?
Abdullah no fue capaz de contenerse más y dejó escapar una risa franca. Bajó los ojos hacia la costosa alfombra que cubría todo el suelo de la pieza y dijo:
—Le vi tratando de subir al tejado.
—¡Por la túnica de Alá, hombre! —El bey pegó un brinco que le dejó de pie, pálido como un muerto—. ¿No se lo has impedido?
Abdullah le miró, aún sonriente.
—¿Cómo impedirle nada a Kemal, mi señor? Es peor que un tornado, no hace caso a los consejos, ni siquiera a vuestras amenazas. Recordad el mes pasado cuando le dijisteis que le encerraríais en una mazmorra durante una semana a pan y agua, si volvía a montar vuestro caballo preferido.
—Lo montó —rugió la voz del bey.
—Lo montó, en efecto. Y vos fuisteis incapaz de encerrarlo. Mucho menos tenerlo a pan y agua.
Jabir comenzó a pasearse por la sala, inquieto y muy enfadado. Su visir tenía razón. Su heredero era un caso perdido. Por desgracia, no había tenido hasta entonces más que niñas de sus mujeres. Su único hijo varón era Kemal. Su primer varón. Una puñalada de orgullo le atravesó el pecho. Otra de dolor, recordando a la mujer que le había dado a luz, aquella hermosa inglesa muerta hacía ya tres largos años. La había amado como a ninguna otra, había sido su kadine, su luz. Pero se había apagado tras una larga enfermedad que acabó con ella y con sus ganas de seguir viviendo. A pesar del dolor, hubo de continuar. Por su hijo, por sus otras tres mujeres, por su país. Demasiadas personas dependían de su vigor como para abandonarse a la pena. No había tomado más esposas, de todos modos, manteniendo a las tres que tenía, ni había incrementado su harén con más esclavas, aunque debió aceptar el bienintencionado regalo de dos hermosas muchachas. Ninguna de ellas le había dado hijos varones, de todas formas. Por eso Kemal era tan imposible; la pérdida de su madre no había ayudado, ciertamente, en nada.
—La culpa de todo la tienen las mujeres.
—No podéis culparlas a ellas, mi señor. Le miman, es cierto, pero...
—Le miman en exceso.
—Así es. Kemal es un niño que se hace querer. Les sonríe, les regala flores...
—¡Que roba de mis jardines!
—Que roba de vuestros jardines, claro está, mi señor —sonrió de nuevo el visir—. No pretenderéis que una criatura de diez años vaya a comprarlas al zoco.
Los ojos del bey se encendieron por la broma, pero se calmó de inmediato. No podía hacer pagar su malhumor a quien tenía delante. Le servía bien, era su amigo, su confidente, el que regía Baristán en sus cortas ausencias al extranjero; alguien en quien podía confiar.
El guardián entró en ese momento. Se notaba la palidez de su rostro a pesar del ébano de su piel.
—¿Y bien? —interrogó el bey.
—Parece que se ha roto una pierna, mi señor. Está en el jardín de las gozde, mi amo.
—¡Por la tumba de Carlomagno! —bramó Jabir. Y salió corriendo de sus dependencias.
Atravesó dos patios, llegó al de las gozde, unas doce mujeres, a cual más bella, que se afanaban en atender al muchacho. Hubo un revuelo ante la aparición del bey en el lugar, puesto que él no acostumbraba nunca a entrar en el harén, sino que mandaba llamar a sus mujeres a sus aposentos. Con rapidez, se hicieron a un lado poniéndose de rodillas con la frente tocando el suelo, y Jabir pudo descubrir a su heredero en medio del corro. Se sujetaba la pierna derecha y se mordía los labios. Su rostro, atezado y hermoso, casi como el de una mujer, hablaba de dolor, pero el bey vio con orgullo que ni siquiera tenía lágrimas en los ojos. A su lado, otro chicuelo de casi su misma edad, parecía más dolorido que él. Se plantó delante de Kemal con las piernas abiertas y los brazos cruzados sobre el pecho.
Kemal supo de quién se trataba nada más ver las babuchas y las piernas enfundadas en tela de raso verde. Poco a poco alzó la cabeza y sus ojos, inmensos y grises como el acero de las gumías, miraron sin vacilación a su padre.
—Lo siento —dijo.
Jabir, al escuchar el tono apenado del crío, hubo de morderse los labios para no reír abiertamente. El muy maldito se disculpaba de un modo que más parecía un gruñido, desde luego sin ánimo de aparentar que lo sentía realmente.
—¿Qué ha pasado?
—Se ha caído del tejado —informó la voz suave de una mujer a espaldas de Jabir, la única que permanecía de pie. Cuando el bey la encaró, estaba pálida—. Nos dimos cuenta de que estaba en el tejado cuando se escurrió y lanzó una maldición, mi señor.
Jabir sonrió a la mujer y le tocó la cabeza con afecto. Era su hermanastra y la que dirigía el harén con mano firme. Aunque podía haber escogido vivir en cualquier parte después de casarse con un diplomático turco y enviudar, había preferido regresar con su hijo al harén de Jabir, donde se crio y donde había pasado la mayor parte de su vida. A Jabir le pareció una idea excelente porque, desde entonces Okam, su sobrino, había sido el único compañero de juegos de Kemal. Gracias a ella, su hijo tuvo una segunda madre.
Jabir se volvió de nuevo hacia su hijo y cruzó otra vez los brazos sobre el pecho, postura que sabía amedrentaba.
—¿No tienes nada que decir, jovencito?
Kemal dejó escapar todo el aire de sus pulmones. Hizo intención de ponerse de pie delante de su progenitor, pero la pierna le falló y no cayó gracias a la intervención de su primo. Sus ojos se cubrieron de lágrimas, pero con un esfuerzo elevó la mirada hacia Jabir y se las tragó.
—Siento no poder levantarme en tu presencia, mi señor —dijo—, pero creo que me he roto una pierna.
—Y yo voy a romperte los huesos un día de éstos —zanjó el bey, despertando las risitas de las muchachas y el acaloramiento del pequeño—. No me das más que disgustos.
—Ya dije que lo lamento —gruñó el crío.
—¡Y un infierno! —El pecho del bey se hinchó al tomar aire—. Partirás a Inglaterra dentro de una semana —sentenció.
El murmullo de las mujeres se extendió por el patio y los ojos del muchachito se abrieron como platos. Tragó saliva al ver la decisión reflejada en el rostro del bey y supo que había ido demasiado lejos. Debía callarse y acatar las órdenes de su padre y señor, pero la noticia le hizo hervir la sangre.
—No deseo irme de Baristán —dijo en tono rotundo.
—Me importa poco lo que desees, Kemal.
—¡No puedes obligarme! —acabó por gritar.
Jabir dio un rápido vistazo a sus mujeres para ver el efecto que la rebeldía de su hijo había causado. Todas y cada una de ellas, incluida su hermanastra, seguían postradas en el suelo y con los ojos bajos. Nunca, nadie, se había atrevido a contravenir sus órdenes y... No, eso no era cierto. Hubo alguien que no sólo contravino sus mandatos desde que llegase al harén, sino que se le enfrentó, luchó con él y hasta le insultó... antes de conseguir seducirla y convertirla en su esposa. No debía olvidar que aquel chiquillo que ahora le devolvía una mirada llameante de furia era hijo de aquella mujer. Jabir pensaba algunas veces que el mocoso tenía más sangre inglesa que turca; al menos era tan cabezota como lo fue su madre. Le amaba más que a nada en el mundo, pero no podía permitir que se le revolviese o todo su mundo se vendría abajo. El harén tenía unas normas, un modo de hacer las cosas y Kemal no podía saltárselas todas. Achicó la mirada y sus ojos oscuros taladraron al niño.
—No solamente voy a obligarte a partir, Kemal —dijo—, sino que tu osadía ha traspasado los límites y serás castigado. —Se dirigió hacia uno de los eunucos que, en pie y silenciosos como estatuas, guardaban las puertas del patio—. ¡Cinco latigazos!
Kemal se ahogó al escuchar el castigo. Su rostro perdió el color y hasta se olvidó de su pierna rota. Apoyándose en el suelo se incorporó y consiguió quedar de pie ante su padre. Si las miradas hubieran podido herir, Jabir luciría un hermoso corte en el pecho. Encajando los dientes para soportar el dolor de la pierna, Kemal, príncipe de Baristán, alzó el mentón y retó una vez más al bey.
—Cinco latigazos, como a las mujeres que te desobedecen o te irritan. No soy una mujer, padre. ¿Por qué no diez? —preguntó con tanto orgullo y rabia que las mujeres dejaron escapar una exclamación de asombro y Jabir parpadeó.
El bey miró fijamente a su hijo. Era tan orgulloso como lo había sido su madre. Tan orgulloso como un maldito inglés. Pero también como él mismo. Acabó por asentir en un gesto seco y dijo:
—Sea. Diez latigazos.
La sentencia hizo que algunas de las muchachas alzaran su rostro e incluso Corinne, la tía del muchacho, como un resorte, adelantó un paso al visir.
—No.
—Jabir, por favor.
—Mi señor...
Jabir esperó a que las protestas se apagaran y las súplicas remitiesen. También espero, en vano, que se disculpara Kemal. Sólo consiguió la mirada helada de su hijo.
No solía asistir a los castigos.
Lo cierto es que hacía mucho tiempo que no se imponía castigo a nadie en palacio. Jabir no era partidario de ese tipo de represalias y prefería mantener incomunicado al infractor durante varios días dándole tiempo a que recapacitase sobre sus actos.
Kemal se había pasado de la raya. Lo había retado en público y no podía tolerarlo. Sus costumbres, su modo de vida, las tradiciones, se sostenían a partir de que él era la ley, dueño y señor de hacienda y personas. Si dejaba que un chiquillo de diez años se le enfrentase podía producirse un caos en su casa.
Por eso, en esta ocasión, asistió al castigo de Kemal, aunque no fue en público, sino en las salas privadas del bey.
El muchacho fue despojado de su túnica y atado a uno de los postes de la enorme cama de doseles. No había nadie a la vista, aunque Jabir intuía que todo el mundo estaría pendiente de los berridos que, con seguridad, se le escaparían al muchacho. No era frecuente lo que iba a suceder y había pocas oportunidades en el harén para que las mujeres olvidasen el acontecimiento, aunque todavía no acababan de creerse que el bey fuese capaz de castigar a su hijo, al que amaba más que a la vida. Seguramente, cada una de ellas, eunucos incluidos, esperaban que en el último momento anulase la pena.
Jabir tragó saliva al ver la espalda desnuda del niño. Hizo un gesto al kizlar agasi o jefe de los eunucos, una imponente figura de casi dos metros de altura, de piel negro oscuro y poderosa musculatura. Ismet asintió de modo imperceptible, lamentando profundamente lo que iba a hacer porque también amaba al muchacho, echó el brazo hacia atrás y aplicó el primer latigazo.
Kemal apretó los puños y a Jabir le recorrió un escalofrío cuando el cuero golpeó la carne. A pesar de saber que aquel golpe y los siguientes serían todo lo leves posible, siguió el movimiento de Ismet echando el brazo hacia atrás y estuvo a punto de ordenarle que parase. Afortunadamente, la mano de su visir sobre su brazo le hizo ver que estaba haciendo lo correcto.
Una vez terminó la azotaina, la espalda de Kemal mostraba marcas cárdenas que, sin lugar a dudas, irían a peor. Pero el jovencito no se había quejado ni por su pierna entablillada ni por los azotes. A Jabir, a pesar de todo, el orgullo se le escapaba por cada poro de su piel.
Diez días después de aquello, y sin dirigirle aún la palabra, Kemal Ashan partía del puerto de Baristán hacia Inglaterra.

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