Universidad nacional autónoma de méxico facultad de filosofía y letras






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JOSÉ LUIS SAMPEDRO

OCTUBRE, OCTUBRE



En el principio el retorno


Lunes, 2 de octubre de 1961

LUIS

¿Om?... ¿Som?...

Si abro los ojos se borrará todo, huirá ese sueño, ¡y es revelador!, ¿shaman?, ¿se­mán?, tampoco era eso, ¡no dejar escapar mi arcano entrevisto!, asomó ya en otros sueños, se aparecía el mismo lugar pero nunca estalló en palabras, en ellos quiero decirme algo de mí, del fondo de mi pasado, ¿simán, simún?... ¡Simón, eso era! seguro, Simón es... ¿qué?, escrutar mi destino en ese abismo, ahora, ahora, antes de que madame Mercier toque el tim­bre y ahuyente la visión, ¡ah! «es un perro», ¡eso: «Si­món es un perro»!, así clamaba la voz, ¿qué Simón?, ¡cuánto odio gritando la palabra «perro»!, ¿a quién odio así, quién me odia, a quién odia ese otro, el de mi fondo?, no es seguro Simón, pero no abrir los ojos, seguir adormilado, se escabulle, esa palabra clave de mi vida, ¿quién es un perro?, ¡que no se me escape: aferrarle por el caftán y...!, ¿por qué ha de vestir caftán?, ¿dónde ocurrió lo que fuese?, no abrir los ojos, no abrir los ojos...

Voz en el mismo sitio de otras veces, hoy más detallado aquel recinto, cáma­ra funeraria y yo tendido, ¿en una pirámide?, la bó­veda con la diosa del cielo, Nut como en el papiro de Tamienu, la voz brotando desde todas las piedras, clamando «¡Simón es un perro!», ese grito envene­nado, ¿y qué hacía un ciprés en la caverna?, ¿de dónde un toque de sol en su cúspide?, y aquel rumor de agua, no era Simón pero soy yo quien odia con esa violencia, me estremezco al sentirlo, sabré quién es ese nombre, yo tendido y odiando, inerme en el sarcófago, me retiene con su olor a sicomoro, ¿y ese frío vacío en mi entrepierna?, ¡necesito ese nombre!, ya sube otra oleada del abismo, ¡el grito!, ¡la ver­dad!: ¡Salomón!, ¡al fin!, ahora irrefutable, ¡qué des­canso!, Salomón es un perro, así clamó la voz, «Salo­món es un perro»... ¡ya es mío, mi secreto!, ¡estoy seguro!

Repetírmelo, retenerlo, en cuanto abra los ojos escribirlo, con la luz me rodeará la rue Huyg­hens, la portera, mi trabajo en la agencia, la rutina publicitaria, aferrar el secreto, ¿quién fue Salo­món?, ¿a quién odio en mi abismo bajo la gran pirá­mide?, símbolo, disfraz de un enemigo, ¿acaso Max?, repetiré «Salomón» hasta que mi lengua di­suelva esa máscara como una hostia, reventará el absceso, sabré a quién he de matar para vivir yo, o a quién maté, «Salomón es un perro», inolvidable, la cámara con el ciprés, el agua corriendo bajo la oscura Nut, ya no se me escapa: «¡Salomón es un perro!», ya puede venir a despertarme madame Mercier.

Pero ¡si esto es Madrid! ¿estimuló eso el sueño, este retorno a mi origen?, ¿cómo no he olido apenas despierto este otro aire, incluso a ojos cerrados? mi prehistoria infantil, también una pera de la luz col­gando sobre la cabecera, y la Purísima, nauseabun­do cromo, entonces Corazón Santo Tú Reinarás, Cristo Rey, los mártires de Méjico, el padre Anacleto inculcando su ejemplo, ¡siniestros ejercicios espiri­tuales!, salir a la calle cuanto antes, quizás esté aquí el secreto, he vuelto pero no yo, Luisito murió en el Sena, viscoso río envolviéndome, la caída y el líqui­do helado, el cuerpo retorcido por la corriente, los sentidos escapándose, Luisito acabado ya cuando se arrojó, destruido por Marga o más bien por Max, la ducha no está precisamente hirviendo, ¡un cuarto de siglo!, todo parece igual, baldosas blancas y negras, anoche no pude ver Madrid, el horario tardío del vuelo especial, pero la autopista muy moderna, qué golpe el corazón al ver la Cibeles, al fin, las Calatra­vas, el taxi se detuvo, cualquier pensión cerca de Sol, y el mágico sereno tantas veces echado de me­nos por esos mundos, su nombre nada menos que Teodomiro, del tiempo de los godos, sobre el portal un lamentable rótulo, grotesco, rojo y negro sobre el plástico iluminado, este mundo se me revela en sus signos, un texto en cuatro líneas, «HOSTAL/NUEVA ESPAÑA/COCA-COLA/refresca mejor», repelía y fascinaba, subiendo la escalera pedí a mis dioses que no tuvieran habitación, pero era mi destino, so­ñoliento viejo despertado por el sereno, «¿español y sin documento nacional de identidad?», «llevo mu­chos años viviendo fuera», «a ver el pasaporte; está bien», el destino me conducía hacia un cuarto inte­rior, un presagio la puerta y su pasador de seguri­dad sin ajustar, otro la maleta con su cerradura re­sistiéndose pero ya no había escape, caí en la cama en un pozo, sueño instantáneo, envolviéndome pese a los burujos de lana en la almohada, uno justo en la carótida donde los comandos aprietan el pulgar para matar, mi cerebro se oscureció en seguida, ¿ignorarán aquí la gomaspuma, sustentación fisio­lógica, colchón de anuncio con bella durmiente?

¡Qué grito esa lanza de luz repentina!, dardo de sol clavándose en el ajedrez blanquinegro, acudo a él, le ofrezco mi costado, entibia mi sexo, el pijama, le doy mis manos, me crucifico en luz gozosamente, otro signo, resucitaré en mi tierra, mis restos sem­brados en ella para renacer, oh Tammuz, rebrotaré del mundo subterráneo, del sueño, y la lanza de oro se ensancha y ensancha, espada, lámina, prisma ya dorando el cuarto, me reinstala en remotos septiem­bres, soles como racimos de ámbar y miel, se ensancha mi pecho, ya no tengo miedo, desafío a Marga, me pongo en la camisa sus gemelos, con qué sarcas­mo los describió Max (¡y aún ignoraba yo que era su hermana!), «dos monedas antiguas que compran al esclavo, con su cadenita, para que vayas esposado», su sonrisa esotérica mirándome desde lo alto con su anacrónica raya al lado y su mechón sobre la frente, mientras hacía ostentación de sus gemelos de siem­pre, ámbar del Báltico, de su nativa Lituania, leyen­das del elektron, lágrimas de Apolo desterrado del Olimpo, Max prefería la leyenda céltica del gigante Ogmios, arrastrando a los hombres con cadenas de ámbar, ah, Max, Max, ¿qué te ocurrió en tu eclipse aquellos años? ¿cómo reapareciste para ser mi ene­migo?, para aplastarme, castrarme, pero fue Marga, tu hermana, ¿tu amante?, ¡qué importa ya! ahora a la calle, me resucita mi sol, me espera mi infancia, vibrando en azul y oro.

Sombrío muro gris frente al portal, sus arcos-túneles hacia patios secretos, más caverna que casa, Ministerio de Hacienda recordándome aquella visita a un señor importante, nos tra­gó la altísima puerta con cabeza de león en la clave del arco, nos perdimos por escaleras y pasillos, ro­zando legajos apilados contra la pared, tía Chelo tirando de mi manita dolorida, vigilados por orde­nanzas mudos, hasta decírsenos que aquel funcionario no estaba, quizás no existía, ¿o no era tía Chelo?

O sí era tía Chelo quien luego me arrastró en dirección Sol, allí al lado, al locutorio de teléfo­nos en la misma acera, aquel palacete ha desapare­cido, hoy aparcamiento lleno de coches, puerta de la cabina doblándose hacia adentro, difícilmente en­tramos los dos, en la oscuridad me apreté contra el flanco de aquella mujer, quien fuera, mi cara junto a una mano estrujando nerviosa un pañuelito, qué ca­lor, de pronto aquella gota en mi oreja, miré a lo alto, pesadas lágrimas resbalándole, temblorosa su voz, no acertaba a colgar, me vi ante el fin del mun­do, reventó mi llanto como un vómito de sangre, mis sollozos ahogándose contra su vientre, mis maneci­tas aferrando sus nalgas, ¿una trampa la complica­da puerta plegable?, salimos al fin, cataclismo: las madres también lloran — ¿era, pues, mi madre?—, sacrilegio, pecado nefando como decía el padre Anacleto, ¿qué significaría «nefando»?, y solo ante el fin del mundo porque ella me arrastraba de la mano, sin cogerme en brazos, y aún faltaba lo peor, su voz como un latigazo, «o te callas o te doy un bofetón», precisamente cuando yo hubiera querido defenderla con mi sangre, no, no podía ser mi madre, qué caos, qué desgarramiento, yo arrastrado hacia Sol, ¿de quién aquella carne elástica que abracé en la tram­pa?, me turba ese recuerdo, Espumosos Herranz y Doña Mariquita estaban enfrente, donde ahora ese Banco Zaragozano, refrescos exquisitos, qué choco­late con picatostes...

Sobrevive la Puerta del Sol, in­móvil cero de las carreteras y sin embargo vorágine, vórtice del latido nacional, todo a parar allí como a un tragadero, vengo con mi recuerdo inmutable, tan intacto en su ayer que no encaja en el ahora, allí los tintineantes tranvías como enormes cascabeles amarillos, borrados por estos autobuses humeantes, el quiosco central para bajar al Metro convertido en dos mediocres fuentes, me falla este retorno, des­truye mis tesoros, hasta el anuncio de Domecq es otro anuncio de Domecq, y este fragor automóvil aniquila mi apacible recuerdo, pienso espantado que aquella dulce tarde, polvillo de oro y cielo viole­ta, aquel jueves con el globo más azul del mundo, aquel triunfo infantil no existió nunca, esto que con­templo es memoria y piedra, eternidad y sueño su­perpuestos, no hay una Puerta del Sol sino millones, cada cual la suya, incomunicables, y hasta la mía de ayer enemiga de la actual, ¡qué horror!, y hemos de sufrir el tiempo a pie firme, sus dentelladas a nues­tras fibras, oírlas quebrarse como hojas en octubre, lágrimas en mis párpados, los del hombre en ocaso que soy yo, andando muerto por esta esquina del planeta, la de Alcalá con Sol, suicidándome de nue­vo en el fracaso de mi recuerdo, salvado del Sena para morir aquí.

Mas no todo es fracaso, emergen concordancias, ese programa de música es un bálsa­mo, increíble supervivencia de lo más frágil, café Universal con aquella orquestina de cinco señoritas, ahí continúan, casi el mismo programa, Molinos de viento, la Alborada gallega de Veiga, quién se acuer­da, El Conde de Luxemburgo (tanda de valses), qué ola de emoción y de esperanza, esa palabra «tanda» ya olvidada, sin embargo ahí figura, «a petición de numeroso público», de viejos supongo, señoras pen­sionistas, de un café con leche para toda la tarde, la que más un suizo, «permítame convidarla, Edelmi­ra, hoy me toca a mí», recobro del todo la moral junto a esa bombonería intacta La Flor de Lis, con­templo ya sin miedo la gran plaza, la torrecilla de Gobernación, su famosa bola dorada cayendo a las doce, éxtasis de paletos, y el Bar Sol allá enfrente, esquina a Carretas, bendito el dueño que le conservó el rótulo con letras «modernistas» del año treinta, cuando los primeros muebles de tubo de acero en las películas de la Ufa, también la librería de San Mar­tín, pero falta el Café de la Montaña, el de Levante, falta no sé qué, aquel garbo simpático de capital y pueblo, ahora provinciana la plaza y pretenciosa, demasiado automóvil, como exceso de pulseras en nueva rica, falta todo y sobra prisa, ya no hay corros charlando, mentideros de arbitristas y ociosos ace­chando el paso de la hembra de trapío, las estudian­tes del año treinta y cinco con su boina ladeada o con los sombreritos como tricornios venecianos.

¡Aquella densidad vital, aquel limo fecundo en las aceras y en los bares!, ¡cómo cuajaban las noches de verano!, galopaban por tejados y balcones los re­lámpagos de anuncios luminosos (Tío Pepe, La Astu­riana, Carlos Albo), coronaban de fuego la plaza, océano recibiendo gente por los ríos de sus ocho bo­cacalles, despidiéndola por ellas como un gran co­razón urbano, yo me atrevía a asomar por Arenal en mis primeras salidas solo, me adentraba en la vorá­gine intimidado, me confortaba en la esquina de La Mallorquina con el olor a ensaimada despedido por los respiraderos del sótano, en París me lo recorda­ba la esquina de Fauchon en la Magdalena, aún po­día volver a casa por Mayor, pero decidía rodear la plaza, sus riberas, qué temor voluptuoso, cuánto misterio y maravilla, cuánto pregón, «la pelota má­gica», «el ratón y el gato», «el lápiz que escribe me­jor que la tinta con borrador y guardapunta», qué vendedores callejeros, los chinos con colbatas a pe­seta serían espías de Fu-Manchú, los gitanos ven­dían sortijas o estilográficas robadas, los periquitos verdiazules no echaban a volar porque les hacían tragar perdigones, como a la rana de Bret Harte en el Condado de Calaveras, ¿cómo se podía vivir ven­diendo sólo gomas para los paraguas si no se veía usarlas a nadie?, «el cerdo triste», «don Genaro sa­ludando», naipes trucados para juegos de mano, «el Don Nicanor tocando el tambor», me compré uno, embobado ante tanta maravilla había cerrado ya la noche, me volvía el miedo, llegaré a casa tarde, como los hombres perdidos que aborrecía tía Chelo, seré castigado, y ya era oscuro, cambiaban los pre­gones y las ofertas, de día vendían El Tren Expreso de Campoamor o los «últimos» chistes de Quevedo, de noche El Tenorio picaresco o, por sólo dos reales, nada menos que Todos los secretos de la noche de bo­das, más de una vez tuve ya en la mano las dos mo­neditas de a real, dos «carabelas» de las destinadas a la hucha, sudorosos mis dedos dentro aún del bol­sillo, pagaría, cogería el librito y echaría a correr, qué vergüenza, con mi pantalón corto, a veces to­davía orinaba levantándome la pernera, sin des­abrocharme, hasta que me dijeron que eso no era de hombres, al fin nunca me decidí a comprar, la plaza entera me miraba, adivinaba mi deseo, mi febril va­cilación detenido frente al vendedor de los terribles libritos, qué pecado, y yo huía, huía...

Me vuelve a retumbar aquel corazón, ¿dónde estaba mi ángel de la guarda?, en torno todo chispas, electricidad luci­ferina, yo la percibía como gato erizado, engendra­da por el frote de pies sobre la acera, el de las ruedas sobre adoquines, las bocinas locas, luces en movi­miento, los motores, palpables deseos, piropos al oído de la hembra, rubores, ramalazos de olor a car­ne con sudor o perfume, todo se me subía a la cabeza en aquel pozo, caldero de brujas bajo el oscuro cielo, inmenso tiovivo en la feria de la vida, girando, ma­reándome como un vino fuerte, mi cuerpo cortaba al andar las invisibles serpentinas del deseo entre unos y otras, hubiera querido también engancharme, pero al fin me apartaba, embocaba por Arenal, como ahora, reprochándome mi cobardía, al día siguiente compraría los famosos secretos, seguía calle adelante hacia la plaza de Fermín Galán, pensando en el castigo si me ganaba por un minuto el octogo­nal reloj del comedor, había que nivelarlo de vez en cuando, oía por anticipado a la tía Chelo, «no permi­tiré que tú también te pierdas» (el «también» aludía a mi padre), antes de mandarme al rincón, peniten­cia purificadora bajo la lamparilla de la Inmacula­da, «pide a la Virgen que te conserve siempre la pu­reza», siempre obsesionada por la pureza, qué sería eso, «mientras más tiempo lo ignores, mejor» me contestó cuando se lo pregunté, ahí mismo en la puerta de San Ginés saliendo de una novena, al me­nos sobrevive la iglesia, arrodillado en aquel rincón yo paladeaba mi castigo, «soy malo, perderé mi alma, merezco este dolor en mis rodillas», asom­brándome al mismo tiempo de lo iguales que eran las florecillas en el empapelado a un palmo de mis ojos, las pintarían con calco, por cierto la pureza era una flor, lo decía mi devocionario, dónde tendría yo esa flor, todas las alusiones apuntaban a la entre­pierna, la colita, quería yo y no quería estar seguro, pero no se veía tal flor, sólo el pensar «ahí» era ya pecado mortal...

Mortal fue ella, tía Chelo, el cuaren­ta y seis, en Cuenca, me lo escribió su amiga doña Ramona, «el último suspiro arrodillada en su bal­cón», un fallo cardíaco ante la procesión de Semana Santa, «murió como una santa», qué carcajadas las de Max Krevo, «tu piadosa tía reventó como un uro­gallo cazado en los montes Tatras: estallando de pa­sión», siempre Max desdeñoso desde su aristocráti­ca ascendencia, grandes duques de Lituania, Lubart hermano de Algirdas el fundador, sangre de los Ja­guelones, entonces debí volver a Madrid, estuve a punto cuando las esperanzas en el hundimiento de Franco al acabar la guerra mundial, pero la pobre tía Héléne se quedaría sola, sus tres hijos la dejaban, qué hubiera sido de ella sin mí, sola en su casa de viuda, mi segunda madre, cómo abandonarla, y la vida en Argel, el mar azul sobre las blancas azoteas, la Universidad, pero ella sobre todo, la única que me ha querido de verdad, no me arrepiento, aunque debí volver, acabar mi carrera y volver, me hubiera evitado esta última catástrofe...

¡Aquel ciego, ahora me asalta el recuerdo, en la esquina del teatro Esla­va con su armónium, todas las mañanas, sus mele­nas, su frente de amplia entrada, su chalina, sus ojos blancos hacia lo alto, sus manos con mitones sobre las teclas amarillentas!, su fotografía en
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