descargar 0.68 Mb.
|
el Juez se adelantó. Les dijo: —Deténganse aquí unos momentos. Yo vuelvo en seguida. Depositaron el cuerpo en el suelo, entre las sillas y las mesas que cubrían la pequeña explanada. Vicente el chófer se acercaba a mirarlo, a la luz débil de las dos bombillas que quedaban encendidas. Llegaron los últimos, y ya todos estaban parados, esperando. A diez pasos de ellos, la luz alcanzaba a iluminar los engranajes de ambas compuertas: dos ruedas dentadas, con sendos vástagos de hierro, derechos y altos, al final del malecón. Ahí mismo rompía el tronar de las aguas. El Juez se había cruzado con el guardia viejo, que salía de la venta. —¿Avisó usted? —A sus órdenes. Sí señor. Y que viene al instante. —Está bien —dijo el Juez ya cruzando el umbral del merendero— Señora. —Mande usted, señor Juez. Acudía solícita, secándose las manos en el mismo mandil. —Mire, querría dejar en algún sitio los restos de la víctima, hasta que venga el encargado del depósito a hacerse cargo de ellos. Aurelia lo miraba vacilante. —¿Aquí dentro? —decía en voz baja—. Señor Juez, dése cuenta la parroquia que tengo aquí en todavía... —Ya lo comprendo. No puedo hacer otra cosa. —Entiéndame, señor juez, si por mí fuera... Una hora en que no hubiese nadie... —Usted verá. Eso es facultativo. Está en su pleno derecho de negarle la hospitalidad al cuerpo de la víctima. —¡Huy, no señor; cómo iba yo a hacer eso!, ¡qué horror!; eso tampoco, señor Juez. Es los clientes, compréndame usted; por ellos lo decía. —Señora —cortó el Juez—; los motivos no hacen al caso. No tiene por qué darme explicaciones. Lo único que deseo yo saber es si quiere o no quiere. —¿Y qué quiere que haga, señor Juez? ¿Cómo iba a cerrarle las puertas? —levantaba los ojos—. La ponen a una entre la espada y la pared... —Lo siento, señora; mi oficio es ése precisamente: poner a las personas entre la espada y la pared. No puedo hacer de otra manera. ¿Me quiere indicar el sitio? —¿El sitio? Mire, pues aquí mismo en la bodega, ¿le parece? Aquí detrás. Señalaba con el pulgar hacia una cortina de arpillera que había a sus espaldas. —Perfectamente. Gracias. Voy a decirles que lo pasen. Salió. —¡Ya pueden ir pasando! La dueña les dirá dónde lo dejan. — Dirigía la voz hacia el fondo—: ¡A ver, un guardia! —gritó con el índice en alto—. Que se venga también. Esperen aquí afuera los demás. —A la orden de Su Señoría. Era el guardia más joven. El Juez contestó con un gesto. Luego entraba de espaldas, por la puerta de la casa, precediendo a los cinco que metían el cadáver. —Levanten un poco. Cuidado, que hay escalón. Se pusieron en pie todos los hombres que había en el local, se descubrieron. Se quedaban inmóviles, en un grande silencio, dando la cara hacia el cuerpo que pasaba. Se santiguó fugazmente alguno de ellos, dejando en el aire el pequeño chasquido del besito que se daba en el pulgar. —Por aquí —dijo Aureli —. Son media docena de peldaños. Los hacía meterse por detrás del mostrador. —Aguarden, que no ven. Unió las dos puntas de un flexible que colgaba en el muro, y se vio la bodega iluminarse, a través de la arpillera que servía de cortina. Se apresuró a apartarla y la sostuvo a un lado, mientras los otros pasaban con el cuerpo de Lucita y bajaban los seis escalones, seguidos por el Juez y el Secretario y el guardia civil. Se vieron en una gruta artificial, vaciada en la piedra caliza, excavada hacia la entrada del alto ribazo que allí respaldaba la casa y le hacía de muro trasero. Penetraba de ocho a diez metros en la roca, con cinco de anchura, y de techo otros tantos, formando una bóveda tosca, tallada muy en bruto, al igual que las paredes. Pero habían blanqueado con insistencia sobre la abrupta superficie de la roca, en capas reiteradas a lo largo de los años, y ya el espesor de la cal redondeaba los bultos y romaba los vivos y las puntas. Depusieron el cuerpo de Lucita. —Usted se quedará. Los demás que regresen afuera. Los ojos de Rafael recorrieron la bóveda, mientras salían sus compañeros. Tan sólo veía turbada en algún punto la blancura del viejo encalado por algunas manchas, rezumantes de humor verdinoso, con melenas de musgo que pendían en largas hilachas del techo y las paredes. Aún estaba la Aurelia en el umbral, en la cima de los seis escalones tallados en la roca, que descendían a la gruta. —Otro ruego, señora: una mesa y tres sillas hacen falta si es usted tan amable. —No tiene usted más que pedirlas, señor. Ahora se le bajan. El Juez sacó los cigarrillos. —Haremos que puedan marcharse lo antes posible. Son formalidades que hay que rellenar. ¿Fuma usted? —Gracias; ahora no fumo. A un lado se veían tres cubas muy grandes y algunos barriles y varias tinajas de barro alineadas; al fondo, vigas contra los rincones, tubos de chimenea negros de hollín, sogas de esparto y caballetes y tablas, sucios de yeso, de algún tinglado de albañilería; en el suelo, una barca volcada, con las tablas combadas y resecas, y una estufa de hierro, una porción de sillas rotas y una carretilla, una puerta, bidones, y muchos botes pequeños de pintura. Rafael acudía a ayudar a la hija de Aurelia y al niño de la luz, que habían aparecido en la escalera con la mesa y las sillas plegables, pintadas de verde. Las colocaban en medio de la bodega, y la chica miraba a la bombilla para hacer que la mesa coincidiese justamente debajo de la luz. Ya volvía la Aurelia, desdoblando un periódico. —Lo siento, pero es que hoy no me queda ni un solo mantel, señor Juez. Los días de fiesta se ensucia todo lo que hay. Y más que una tuviera, pues más que me ensuciarían. Extendía el periódico encima de la mesa. Salieron la hija y el muchacho. —De modo que perdonen la falta, pero con esto se tendrán que arreglar. —Gracias; no se preocupe —le dijo el Secretario—. Ya vale así. —Cualquiera cosa más que necesiten, ya saben dónde estoy. Si eso, me dan una voz. Yo estoy ahí mismo —señaló a la escalera—, tras esa cortinilla. —De acuerdo, gracias —dijo el Juez, con un tono impaciente—. Ahora nada más. —Pues ya sabe. Aurelia subió de nuevo los peldaños, apoyándose con las manos en las rodillas, y traspuso la arpillera. El Secretario miró al Juez. —Igual que doña Laura. Los dos sonrieron. El guardia joven miraba los cachivaches hacinados, al fondo de la cueva. El Juez aplastó su pitillo contra el vientre de una tinaja. —Siéntese usted, por favor. Rafael y el Secretario se sentaban, uno enfrente del otro. Ahora el guardia apartaba alguna cosa en el suelo, con la culata del fusil, para desenterrarla de entre el polvo. Era la chapa de una matrícula de carro. El Secretario había sacado sus papeles. El Juez se quedaba de pie. —¿Su nombre y apellidos? —Rafael Soriano Fernández. —¿Edad? —Veinticuatro años. —¿Estado? El Secretario escribía: «Acto seguido compareció a la Presencia Judicial el que dijo ser y llamarse don Rafael Soriano Fernández, de veinticuatro años de edad, soltero, de profesión estudiante, vecino de Madrid, con domicilio en la calle de Peñascales, número uno, piso séptimo, centro, con instrucción y sin antecedentes; el que instruido, advertido y juramentado con arreglo a derecho, declara: «A las generales de la Ley: que no le comprenden...» —Vamos a ver, Rafael, dígame usted, ¿qué fue lo primero que percibió del accidente? —Oímos unos gritos en el río. —Bueno. Y dígame, ¿localizó la procedencia de esos gritos? —Sí, señor; acudimos a la orilla y seguían gritando, y yo vi que eran dos que estaban juntos en el agua. —¿La víctima, no? —No, señor Juez; si la víctima hubiese gritado también, habría distinguido unos gritos de otros. Ellos estaban ahí y ella allí, ¿no?, es decir, que había una distancia suficiente para no confundirse las voces, si hubiese gritado la otra chica; vamos, ésta —señaló para atrás, con un mínimo gesto de cabeza, hacia el cuerpo de Lucita, que yacía a sus espaldas. —Ya. O sea que en seguida distinguió usted también a la víctima en el agua, ¿no es eso? —No tanto como a los otros, se la veía un poco menos. Pero era una cosa inconfundible. —Bien, Rafael, ¿y qué distancia calcula usted que habría, en aquel instante, entre ella y sus amigos? —Sí; pues serían de veinte a veinticinco metros, digo yo. —Bueno, pongamos veinte. Ahora cuénteme, veamos lo ocurrido; siga usted. —Pues, nada señor Juez, conque ya vimos a la chica... Vamos, la chica; es decir, nosotros no veíamos lo que era, no lo supimos hasta después, en aquellos momentos, pues no distinguíamos más que eso, sólo el bulto de una persona que se agitaba en el agua... Ahora el guardia estaba quieto, junto al cuerpo tapado de Lucita, oyendo a Rafael. Escribía el Secretario: «...distinguiendo el bulto de una persona que se agitaba en el agua...». El Juez no se había sentado; escuchaba de pie, con el brazo apoyado en una de las cubas. El guardia bostezó y levantó la mirada hacia la bóveda. Había telarañas junto a la bombilla, y brillaban los hilos en la luz. Luego el Juez preguntaba: —Y dígame, ¿en lo que haya podido apreciar, cree usted que reúne datos suficientes para afirmar, sin temor a equivocarse, que se trata de un accidente fortuito, exento de responsabilidades para todos?; habida cuenta, claro, de que también la imprudencia es una clase de responsabilidad penal. —Sí, señor Juez; en lo que yo he presenciado, tengo sobradas razones para asegurar que se trata de un accidente. —Está bien. Pues muchas gracias. Nada más. Luego escribía el Secretario: «En ello, de leído que le fue, se afirma y ratifica y ofrece firmar». Se oía una voz detrás de la cortina. —¿Da su permiso Su Señoría? —Ya puede usted retirarse. ¡Pase quien sea! Ah, mándeme a su compañero, haga el favor; el otro que habló conmigo antes, en el río. —Sí, señor; ahora mismo se lo mando. Buenas noches. —Vaya con Dios. Un hombre había aparecido en la arpillera. Ya bajaba los escalones, con la gorra en las manos, y se cruzó con Rafael. —Buenas noches. El encargado del depósito. Mande usted, señor Juez. Se había detenido a tres pasos de la mesa. —Ya le recuerdo. Buenas noches. El hombre se acercó. —Mire usted —siguió el Juez —; lo he mandado llamar para que abra usted el depósito y me lo tenga en condiciones, que hay que depositar los restos de una persona ahogada esta tarde. Vamos a ir dentro de un rato; procure tenerlo listo, ¿entendido? —Sí, señor Juez. Se hará como dice. El Secretario miró hacia la puerta. Entraba el estudiante de San Carlos. —Bueno; y después tendrá usted que esperarse levantado, hasta que llegue el médico forense, que acudirá esta misma noche. Conque ya sabe. —Sí, señor Juez. —Pues, de momento nada más. Ande ya. Cuanto antes vaya, mejor. El estudiante aguardaba, sin mirarlos, al pie de la escalera. —Hasta ahora, entonces, señor Juez. —Hasta luego. Acérquese usted, por favor; tome asiento. El estudiante de Medicina saludó, al acercarse, con una breve inclinación de cabeza. Traspuso el sepulturero la cortina. —¿Su nombre y apellidos? El Secretario escribió en las Actas: «Compareciendo seguidamente a la Presencia Judicial el que dijo ser y llamarse don José Manuel Gallardo Espinosa, de veintiocho años de edad, soltero, profesión estudiante, vecino de Madrid, con domicilio en la calle de Cea Bermúdez, número 139, piso tercero, letra E, con instrucción y sin antecedentes penales; el que instruido, advertido y juramentado con arreglo a derecho, declara: «A las generales de la Ley: que no le comprenden. «A lo principal: que hallándose de excursión con varios amigos, en el día de autos, en las inmediaciones del lugar denominado “La Presa”, a eso de las diez menos cuarto de la noche, percibió unos gritos dc socorro provenientes de la parte del río, acudiendo prontamente en compañía de tres de sus compañeros y distinguiendo acto seguido desde la orilla el bulto de una persona que al parecer se ahogaba, a unos treinta y cinco metros del punto donde se hallaba el declarante y sus amigos, y a no menos de veinte de quienes desde el agua proferían las susodichas llamadas de socorro. Que ante lo azaroso de la situación, arrojáronse al agua sin más demora el dicho José Manuel, en compañía de los tres referidos acompañantes, al objeto de acudir en socorro de la persona que en tal riesgo se hallaba, como así lo hicieron, nadando todos hacia el punto donde anteriormente la habían divisado. Que en el ínterin de llegar a la persona accidentada, habiéndose ésta desplazado por el arrastre del río, perdieron la referencia de ella, quedando así extraviados en su intento de rescatarla de las aguas con toda prontitud; dando asimismo testimonio del celo desplegado tanto por parte del repetido José Manuel como por la de sus coadyuvantes para localizarla de nuevo, resultando infructuoso dicho empeño; a cuyos compañeros afirma igualmente haberse agregado, ya en el agua, otro joven, que conoció ser uno de los que momentos antes habíanles pedido socorro, y al que previno que desde luego se retirase de la empresa, habiendo podido comprobar que nadaba defectuosamente; resistiéndose a hacerlo el mencionado joven hasta que le faltaron las fuerzas. Que pocos minutos después fue finalmente hallada la víctima, siendo el primero en tocarla el anterior declarante Rafael, a cuyo aviso al punto acudía el que aquí comparece, juntamente con los otros que a la sazón se hallaban en el agua, pudiéndose comprobar acto seguido que la víctima se encontraba exánime, y conduciéndola seguidamente hacia la orilla, en la que fue depositada. En cuya orilla, y estimándose facultado para ello por ser estudiante de Medicina, el referido José Manuel practicaba el idóneo reconocimiento, comprobando al instante que era cadáver. Preguntado por Su Señoría si a la vista de los hechos presenciados le cupiese afirmar con razonable certeza tratarse de un accidente involuntario, sin responsabilidad para terceros, el declarante contestó estimarlo así. «En ello, de leído que le fue, se afirma y ratifica y ofrece firmar.» —Pues muchas gracias —dijo el Juez—. Ya no es preciso que declare ninguno más de sus compañeros. Así que quedan ustedes en libertad, para marcharse cuando quieran. —Pues si no desea nada más... Nada. Con Dios. — Buenas noches, señor Juez. Buenas noches. El Secretario contestó con la cabeza. Ya subía el estudiante. —Ah, perdone; me manda usted a la joven, si tiene la bondad. La del río, ya sabe. —Entendido. Ahora mismo, señor juez. Se ocultó por detrás de la arpillera. —A ver ahora la chica, si no nos hace perder mucho tiempo. No parece que tenga muchos ánimos para prestar declaración. Encendía otro pitillo. —Las mujeres —comentó el Secretario, ladeando la cabeza. El Juez echaba el humo y miraba hacia arriba, inspeccionando la bóveda; luego dijo: —Buena bodega se prepararon aquí. Ya les habrá costado excavarla en la roca. —Tiene que ser muy antigua —repuso el Secretario—. Vaya usted a saber los años que tendrá. —Pues siglos, a lo mejor. —Pudiera, pudiera. Callaron un momento; luego el Juez añadía: —Un sitio fresco, ¿eh? —Ya lo creo. Como para venirse aquí a vivir en el verano. Si tuviera yo esto en mi casa... —Qué duda cabe. Y yo. Pocos lugares habrá tan frescos, en estos meses que atravesarnos. —Ninguno... —miró hacia arriba. Se abría la cortinilla. —Ahí está la joven —anunció el Secretario. El Juez pisó el cigarrillo contra el suelo. Paulina descendía la escalera. Traía en la mano un pañuelo empapado; sorbía con la nariz. La mirada del Juez reparó en sus pantalones de hombre, replegados en los tobillos, que le venían deformes y anchos. —Usted dirá —dijo Paulina débilmente, llegando a la mesa. Se restregaba el rebujo del pañuelo por las aletas de la nariz. —Siéntese señorita —dijo el Juez—. ¿Qué le ha pasado? -añadía con blandura, indicando a los pantalones—; ¿ha perdido la falda en el río? Paulina se miraba con desamparo. —No, señor —contestó levantando la cara—; ya vine así. No tenía color en los labios; sus ojos se habían enrojecido. Dijo el Juez: —Dispense; creí que... Apartaba la vista hacia el fondo de la cueva y apretaba los puños. Hubo un silencio. El Secretario miró a sus papeles. Paulina se sentó: —Usted dirá, señor —repetía con timbre nasal. El Juez la miró de nuevo. —Bien, señorita —le decía suavizando la voz—. Veremos de molestarla lo menos posible. Usted esté tranquila y procure contestar directamente a mis preguntas, ¿eh? No esté inquieta, se trata de poco; ya me hago cargo de cómo está. Así que dígame, señorita, ¿cuál es su nombre, por favor? —Paulina Lemos Gutiérrez. —¿Qué edad? — Veintiún años. —¿Trabaja usted? —La ayudo en casa a mi madre. —¿Su domicilio? —Bernardino Obregón, número cinco, junto a la Ronda Valencia —miró hacia la salida. —Soltera, ¿ no es eso? Asentía. —¿Sabe leer y escribir? —Sí señor. —Procesada, ninguna vez, ¿verdad? —¿ Qué...? No, yo no señor. El Juez pensó un instante y luego dijo: —¿Conocía usted a la víctima? —Sí que la conocía, si señor —bajaba los ojos hacia el suelo. —Diga, ¿tenía algún parentesco con usted? —Amistad, amistad nada más. —¿Sabe decirme el nombre y los apellidos? —¿De ella? Si señor: Lucita Garrido, se llama. —¿El segundo apellido, no recuerda? —Pues... no, no creo haberlo oído. Me acordaría. El Juez se volvió al Secretario: —Después no se me olvide de completar estos apellidos. A ver si lo sabe alguno de los otros. A la chica: —Lucita ¿qué nombre es exactamente? —Pues Lucía. Lucía supongo que será. Sí. Siempre la hemos llamado de esa otra forma. O Luci a secas. —Bien. ¿Sabe usted su domicilio? —Aguarde... en el nueve de Caravaca. —¿Trabajaba? —Sí señor. Ahora en el verano sí que trabaja, en la casa Ilsa, despachando en un puesto de helados. Esos que son al corte, ¿no sabe cuál digo? Pues ésos; en Atocha tiene el puesto, frente por frente al Nacional... —Ya —cortó el Juez—. Años que tenía, ¿no sabe? —Pues como yo: veintiuno. —De acuerdo, señorita. Veamos ahora lo ocurrido. Procure usted contármelo por orden, y sin faltar a los detalles. Usted con calma, que yo la ayudo, no se asuste. Vamos, comience. Paulina se llevaba las manos a la boca. —Si quiere piénselo antes. No se apure por eso. La esperamos. No se descomponga. —Pues, señor Juez, es que verá usted, es que teníamos todos mucha tierra pegada por todo el cuerpo... ellos salieron con que si meternos en el agua, para limpiarnos la tierra... Yo no quería, y además se lo dije a ellos, a esas horas tan tarde... pero ellos venga que sí, y que qué tontería, qué nos iba a pasar... Conque ya tanto porfiaron que me convencen y nos metemos los tres... —hablaba casi llorando. El juez la interrumpió: —Perdone, ¿el tercero quién era? —Pues ese otro chico, el que le habló usted antes, Sebastián Navarro, que es mi prometido. Conque ellos dos y yo, conque le digo no nos vayamos muy adentro... —se cortaba, llorando—; no nos vayamos muy adentro, y él: no tengas miedo, Paulina... Así que estábamos juntos mi novio y una servidora y en esto: ¿pues dónde está Lucí?, la eché de menos... ¿pues no la ves ahí?, estaba todo el agua muy oscuro y la llamo: ¡Lucita!, que se viniese con nosotros, que qué hacia ella sola... y no contesta y nosotros hablándola como si tal cosa, y ella ahogándose ya que estaría... La vuelvo a llamar, cuando, ¡Ay Dios mío que se ahoga Lucita! ¿No la ves que se ahoga?, le grito a él, y se veía una cosa espantosa, señor Juez, que se conoce que ya se la estaba metiendo el agua por la boca que ya no podía llamarnos ni nada y sólo moverse así y así... una cosa espantosa en mitad de las ansias como si fuera un remolino un poco los brazos así y así... nos ponemos los dos a dar voces a dar voces —se volvía a interrumpir atragantada por el llanto—. Conque sentimos ya que se tiran esos otros a sacarla, y yo menos mal Dios mío que la salven, a ver si llegan a tiempo todavía... y también Sebas mi novio y casi no sabe nadar y se va al encuentro... ya sí que no se veía nada de ella se ve que el agua corría más que ninguno y se la llevaba para abajo a lo hondo de la presa... y yo ay Dios mío una angustia terrible en aquellos momentos... no daban con ella no daban con ella estaba todo oscuro y no se la veía... —ahora lloraba descompuesta, empujando la cara contra las manos y el rebujo del pañuelo. El Juez se colocó detrás de ella y le puso la mano en la espalda: — Tranquilícese, señorita, tranquilícese, vamos... |