1. El término «Barroco». El nombre b aplicado a la concepción artística del s. XVII es relativamente moderno; se asigna en el siglo siguiente, cuando por






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BARROCO UNIVERSAL

1. El término «Barroco». El nombre b. aplicado a la concepción artística del s. XVII es relativamente moderno; se asigna en el siglo siguiente, cuando por primera vez se refiere a aquellos fenómenos artísticos que se consideraban entonces vigentes, aun los postulados del arte clásico, como desmedidos, complicados y extraños; es decir, se aplica al arte por los críticos del clasicismo a finales del s. XVIII, sobre todo para denunciar el gusto no clásico que había predominado en el periodo anterior. Desde el punto de vista etimológico, J. Corominas señala en el término un origen francés (baroque), en el sentido de «extravagante», como resultante de una íntima fusión de Baroco, que designa una figura de silogismo que se toma por parte de los renacentistas como símbolo del raciocinio formalista y absurdo, con baroque, adjetivación aplicada a la perla de forma irregular. No hay que olvidar este último sentido que posee el portugués barroco, idéntico al mismo origen en castellano, barrueco, para designar «peñasco»; asimismo, aunque el estilo arquitectónico a que se hace referencia nace en la Italia del s. XVII, este nombre no se documenta allí hasta final del siglo siguiente, pues, según Corominas, debió bautizarse en Francia, porque en Italia no existe con el sentido de «extravagante».

      2. Valoración e interpretación del Barroco. Por tanto, la denominación de b. tiene inicialmente un sentido peyorativo que lo pierde más tarde cuando el dogmatismo académico se deja llevar por la interpretación objetiva. Por eso, los principales puristas, Burckhardt y otros posteriores, Croce, p. ej., fueron, en opinión de Arnold Hauser, «incapaces de liberarse del racionalismo frecuentemente estrecho del siglo XVIII y perciben en el Barroco sólo los signos de la falta de lógica y de tectónica, ven sólo columnas y pilastras que no sostienen nada, arquitrabes y muros que se doblan y retuercen como si fueran de cartón, figuras en los cuadros que están iluminadas de modo antinatural y que hacen gestos antinaturales como en la escena, esculturas que buscan superficiales efectos ilusionistas, cuales corresponden a la pintura, y que, como se subraya, debían quedar reservados a ésta». Ante esta concepción artística, la nueva mentalidad suponía un punto de partida, ya que, como periodo, el b. podía iniciarse al aparecer los primeros síntomas de cansancio en el Renacimiento, al final del s. XVI, y terminar con el rococó, en el s. XVIII.

      Posteriormente, en 1887, se realiza con fortuna un cambio en la interpretación y valoración barroca, llevada a cabo por Wólfflin, en quien la crítica ha querido ver una cimentación de carácter impresionista para la nueva valoración del arte del s. XVII, otorgándole mayor importancia a la significación de la subjetividad, valorando la impresión y la experiencia personal del artista como base importante para la concepción barroca que, en cierto modo, había venido preparándose desde el Renacimiento (v.) y el manierismo (v.). En este sentido, se puede señalar que Wólfflin llegó a prefigurar el Renacimiento y el b., según es opinión tradicional de la crítica, como dos principios de estilos que constantemente estaban alternándose y ninguno de los dos debía considerarse superior al otro. Es interesante a este respecto señalar cómo Wellesz, Sachs y Mozer aplicaron la definición de Wólfflin a la música, de la misma forma que, por este mismo camino, Joél descubrió la filosofía barroca.

      La gran aportación de Wólfflin consistió en el desarrollo de un sistema construido en cinco pares de conceptos, de los que cada uno contrapone un rasgo renacentista a otro de carácter b. Estas categorías son: a) lineal y pictórico; b) superficial y profundo; c) forma cerrada y forma abierta; d) claridad y oscuridad; e) variedad y unidad. Para Hauser, constituye el rasgo fundamental de la concepción wólffliniana del'b. «la lucha por lo `pictórico', esto es, la disolución de la forma plástica y lineal en algo movido, palpitante e inaprensible; el borrarse los límites y contornos para dar la impresión de lo ilimitado, inconmensurable e infinito; la transformación del ser personalmente rígido y objetivo en un devenir, una función, un intercambio entre sujeto y objeto». El propio Wólfflin señaló como notas características en la literatura barroca la acumulación de elementos, el énfasis, los alardes de imágenes, el carácter extremadamente sublime en el campo de la imaginación con notas que recortan la influencia visual y hacen más hincapié en la creación de una adecuada atmósfera; estos rasgos, que fueron tomados como paradigma de la Jerusalén Liberada de Torcuato Tasso (v.), son fáciles dé encontrar en el gongorismo, eufuismo, préciosité, y otros movimientos afines.

      Uno de los más importantes especialistas de este periodo, Helmut Hatzfeld, lo ha denominado «estilo de época», que corresponde, de modo aproximado, al s. XVII y se manifiesta en todos los aspectos culturales, pero sobre todo en las artes. Así, en todas las manifestaciones artísticas que se dan entre 1550 a 1580 se mantiene la intención de «sustituir el hedonismo renacentista por unos valores más serios y espirituales», de la misma forma que se rompen los «estrechos límites del humanismo antropocéntrico por medio de un trascendentalismo paradójico que tiene que ver con el espació y con el tiempo». Esto muestra que los rasgos del b. no están distribuidos de igual modo. Así, en términos generales, se puede señalar que esta concepción de la vida está más desarrollada en los países católicos (España, Italia, Austria, Alemania meridional, Bélgica y, en cierto modo, Francia) que en los países protestantes de Europa donde, incluso durante el s. XVII, prevalecieron las actitudes antibarrocas: clasicismo (v.), realismo (v.) y racionalismo (v.). Éste es el motivo por el que Weisbach denomine al b. como el «arte de la Contrarreforma».

      También, y desde el punto de vista social, hay que señalar que el movimiento que tratamos se apoya en las clases no burguesas (aristocracia, clero, campesinos), mientras que en las ciudades se mantuvo una actitud claramente antibarroca. Por este motivo, tal vez, pueda ser definido el b. como el arte del absolutismo. Y por último, en cuanto a las formas en que se manifiesta, encuentra una expresión más abundante y más adecuada en las artes visuales (incluyendo el teatro), y en la música más que en la literatura y en la filosofía. Acaso la aparente artificialidad de la literatura barroca la hayan motivado los esfuerzos por producir efectos que legítimamente pertenecen a las artes sensoriales.

      3. El pensamiento barroco y sus manifestaciones. El b. suele describirse como un estilo que rechaza deliberadamente lo finito y decide su preferencia por lo infinito o por lo indefinido; que, además, sacrifica al dinamismo la armonía y la proporción; que elige lo antitético y lo explosivo (a veces el ritmo violento y convulsionado); y que siente una especial atracción por lo excéntrico, por lo oscuro y lo flamígero. Todas estas características se han considerado como manifestaciones del pensamiento barroco, que, según algunos críticos, renueva en su dualismo el tono medievalista de última hora y presenta un acentuado contraste con el monismo del Renacimiento y de la Ilustración (v.). Por tanto, el hombre barroco se caracteriza por su desequilibrio y por su vacilación entre la sensualidad y la espiritualidad, como apresado inextricablemente entre el deseo y la muerte, y arrastrado por impulsos violentos y con una aspiración a lo infinito y a lo inalcanzable.

      Todo ello ha llevado a establecer nuevas relaciones; así el expresionismo exaltó su parecido con el dinamismo y el éxtasis barroco. Algunos críticos, Dehio, Strich, Worringer, entre otros, vieron en la protesta anticlásica del b un resurgimiento del espíritu gótico y una expresión del irracionalismo de tal movimiento. Sin embargo, la cultura católica del sur de Alemania, especialmente la austriaca, fue reconocida como barroca, y, por tanto, diferentes de la órbita protestante de la civilización alemana. Como se ve por estas referencias, b. deja de ser un concepto puramente estilístico para ampliar su campo de acción a otros matices ideológicos, en los que habría que incluir manifestaciones de todo tipo; tal es el casa, por ej., del temor y estremecimiento en la raíz última de la concepción barroca, lo que permitiría comprender los trances místico ascéticos de S. Teresa. Hatzfeld ha señalado que «los motivos decorativos grecoromanos, que habían perdido todo su carácter funcional, fueron también atraídos por dos poderosas razones: para justificar una cierta sensualidad artísticamente necesaria, y para mitigar el horror de la muerte, artísticamente deseable». Así, con frecuencia en la mentalidad barroca, la visión de la muerte se sugiere de modo indirecto con la representación de las ruinas, entroncando íntimamente con el tópico medieval del ubi sunt, que ahora cobra nuevos bríos.

      También los motivos barrocos más serios se refieren a reflexiones sobre la vida, el hombre y el paso del tiempo, todo ello con alusiones claras y terminantes al destino final humano, al crecer de la muerte dentro de la vida y a expresar el carácter pasajero de la vida. Todo ello dentro de una ambientación del concepto del «tiempo eternidad», en estrecha relación con una de las categorías barrocas de Wolfflin: la contraposición de la «profundidad» del b. a la «superficialidad» del Renacimiento. De la misma forma, Hatzfeld interpreta la nueva devoción eucarística que surge en la época (quizá sea el tema religioso central del periodo) como un elemento barroco que contribuye a la «creación de espacio». De esta concepción existe una íntima correlación entre las diferentes artes del periodo, y cada uno de los rasgos más llamativos puede tener su traslación a uno u otro campo. Esto es lo que ha movido a Hauser a expresar que «todo el arte del Barroco está lleno de este estremecimiento, del eco de los espacios infinitos y de la correlación de todo el ser. La obra de arte pasa a ser en su totalidad, como organismo unitario y vivificado en todas sus partes, símbolo del Universo. Cada una de estas partes apunta, como los cuerpos celestes, a una relación infinita e ininterrumpida; cada una contiene la ley del todo; en cada una opera la misma fuerza, el mismo espíritu. Las bruscas diagonales, los escorzos de momentánea perspectiva, los efectos de luz forzados: todo expresa un impulso potentísimo e incontenible hacia lo ilimitado».

      4. El barroco en la literatura. Cuando el término b. sale del campo de las artes plásticas y entra en el de la literatura y las ideas, aparte de las amplias controversias e indagaciones entre los críticos, se pueden dar por sentadas algunas notas definitorias de la nueva mentalidad. Se señalan, en este sentido, algunas de las más notables prescindiendo de los caracteres formales ya citados, que para las artes plásticas fueron definidos principalmente por Wolfflin, y de quien arrancan todas las teorías de ese periodo: 1) reacción frente al sentimiento renacentista de la armonía de la vida y la belleza orgánica; 2) predominio de la inquietud metafísica y religiosa frente a lo natural y pagano. Hay, además, que expresar aquí el anhelo de Dios y del infinito; 3) desengaño y contraste entre naturalismo e iluminismo; igualmente, las principales notas de ascetismo y dislocación de lo mundano; a lo cual hay que unir también una fuerte tensión entre la vida y el espíritu, con dos vías de escape: la negación ascética y la ironía; 4) la transformación de lo real y lo irracional, encarnación de lo espiritual y, se podría decir, además, espiritualización de lo carnal. Ésta sería quizá, la época en que más se pone de relieve la sensualidad de lo trascendente.

      Todas estas notas confirman las teorías de Hatzfeld al insistir con diversas razones en el signo español del b. y la permanente inclinación de España hacia el barroquismo. Dicho crítico sugiere las raíces orientales de esa tendencia y, por lo que se refiere a su origen más inmediato, reafirma la influencia de la Contrarreforma (v.) y del pensamiento de S. Ignacio de Loyola (v.) (Miguel Ángel, según él, pudo haber recibido el influjo del autor de los Ejercicios espirituales a través de Paulo III, el Papa que le encomendó la pintura del juicio Final en la Capilla Sixtina). De esta forma, pues, resultaría el b. de una combinación de causas universales: Contrarreforma, crisis del humanismo (v.), etc., y nacionales: inclinaciones propias del carácter español, decadencia, etc.

      5. Corrientes del barroco. Sin embargo, hay que pensar también que esta nueva mentalidad vendría a ser la intensificación de los elementos cultos grecolatinos en el estilo del Renacimiento, por un lado, y de la reacción realista y satírica contra ellos, por otro. Casos concretos se encuentran en Cervantes (v.) o en Lope de Vega (v.), en quienes las tendencias de la época aparecen aún equilibradas, pero en sus continuadores el equilibrio se rompe, determinando los fenómenos artísticos extremos del b. Fenómenos que son de índole diversa, pero que en la literatura se manifiestan en tres grandes corrientes: a) conceptismo, como juego ingenioso de palabras, ideas, paradojas y conceptos, es decir, un estilo lleno de agudezas, símbolos, frases sentenciosas, chistes y antítesis rebuscadas, y siempre con dos direcciones opuestas: hacia la concisión esquemática de la frase y hacia el recargamiento de emblemas y símbolos; b) culteranismo o la exageración artificiosa de las formas cultas del lenguaje (imágenes, metáforas, alusiones, alegorías, inversiones gramaticales, etc.), con el propósito de crear una impresión ilusoria de belleza, abundancia de elementos decorativos y sensoriales. Los críticos literarios señalan a este respecto que el fenómeno del culteranismo es correlativo al conceptismo y que la diferencia consiste en que este último opera sobre el pensamiento abstracto, y el culteranismo sobre la sensación; uno es racional y él otro puramente estético; el conceptismo se manifiesta principalmente en la prosa y el culteranismo en la poesía; 3) naturalismo exagerado de la picaresca (v.) y la literatura satírica, es decir, lo feo y los aspectos más desagradables de la realidad entran en el arte, acentuándose con características extremadas, que en autores como Quevedo (v.) llegan a lo caricaturesco.

      Ángel del Río ha señalado un ejemplo interesante de cómo pueden combinarse estas diversas tendencias, fijándose especialmente en la manera de tratar los temas mitológicos, en el sentido que se otorga a las bellas fábulas poéticas o comedias artificiosas, y también a la representación burlesca en la que los dioses clásicos se humanizan con perfiles grotescos, tan frecuentes en algunas páginas de Quevedo o en algún cuadro de Velázquez (v.). El mismo historiador de la literatura española ha puesto de relieve que las tres corrientes señaladas tienen una raíz común en la oposición entre arte y naturaleza. Así, a la aspiración de reproducir con un sentido clásico de armonía la belleza natural, se opone el deseo de crear, desconfiando de la verdad de la naturaleza, una belleza artificial. Quizá por ello, a la norma estilística de la naturalidad que domina aún en Cervantes y en Lope de Vega, sucede la afectación. Ésta invade a casi todas las literaturas europeas de la época y se manifiesta en el preciosismo (v.) francés, en el eufuismo y la poesía metafísica inglesa (v. METAFÍSICOS, POETAS), así como en el marinismo (V. MARINO, GIAMBATTISTA) y el conceptismo italiano. Cabe señalar, por último, otros dos rasgos sumamente importantes en el b.: la adopción universal de las lenguas vulgares para una gran parte de la materia literaria, que había sido tratada todavía en latín por importantes humanistas del s. XVI, y, en el terreno estético, la desvalorización de la teoría aristotélica de la imitación, que ahora es sustituida por la estética de la invención y el ingenio.

      6. Visión del barroco en los distintos países. Al analizar el prof. Orozco Díaz la «situación del gongorismo» en la poesía española del s. XVII, pone de manifiesto la plena confirmación en lo literario del carácter de forma última que con respecto al Renacimiento ofrece el b., indicando que «morfológicamente, vemos exaltados los rasgos esenciales distintivos de la época: agitación y retorcimiento de sus elementos constructivos; ocultación de los mismos, lo lógico argumental, por el desbordarse del ornamento poético, centro de gravitación de la obra artística; desarrollo, en consecuencia, de todo lo aparencial, visual y auditivo, conforme a un colectivismo estético presidido por la pintura». Tal vez por eso, en 1914, el crítico danés Valdemar Vedel, traza un estrecho paralelismo entre Rubens (v.) y el estilo poético de Francia e Inglaterra entre 1550 y 1650, confirmando que la literatura es, como el arte de Rubens, decorativa, llena de colorido, enfática, y expresa los temas y palabras favoritas de la literatura que él considera aplicables al arte del pintor citado: grandioso, alto, florido, rojo, llama, caballos, caza, guerra, amor al exhibicionismo, lo bombástico inflado, el verso blanco ampuloso. He aquí, pues, en íntima relación con lo que se acaba de expresar, la opinión de Orozco: «Si el Barroco ha buscado en la plástica la representación de la realidad, no en lo quieto y durable, sino en lo más apasionado y violento del fluir de lo anímico y vital, exaltando las fuerzas de lo humano y de la naturaleza sobre el plano de lo natural y armónico, también Góngora verá el mundo en visión exaltada deformándolo violentamente, ya para embellecer, ya para caricaturizar, en sensaciones hiperbólicas incomparables».

      Estos mismos conceptos se han aplicado a las formas literarias del s. XVII en otros países europeos, intentando la crítica perfilar las características más notables y analizando las peculiaridades estilísticas en cada zona geográfica. Cuando en 1915 Wólfflin publicó un nuevo libro sobre los Conceptos fundamentales de la historia del arte, donde contrastaba el Renacimiento y el b. como los tipos principales de estilo, así como la elaboración en forma muy concreta de criterios para marcar la distinción entre ambos, Fritz Strich ofreció un análisis estilístico de la literatura alemana del s. XVII, que él llamó barroca; también, y casi por los mismos años, Max Wolff admitía la existencia de rasgos barrocos en Venus y Adonis y en el Rapto de Lucrecia de Shakespeare (v.), así como en Lyly (V. INGENIOS UNIVERSITARIOS INGLESES). Son los años también en que Josef Nadler publica una reedición de su Historia de las razas y el paisaje alemanes, donde intenta escribir la historia de la literatura alemana desde abajo, es decir, partiendo de la literatura local de las ciudades y provincias alemanas; su autor, cuya orientación era entonces marcadamente austriaca y romanocatólica, usaba el término b. en forma relevante para describir la literatura de la Contrarreforma jesuita en el sur de Alemania.

      Junto a estas noticias que suministra Wellek, conviene reseñar también que la enorme popularidad del b. como término literario surgió entre los críticos alemanes por los años que giran alrededor de 1921 ss. Así Joseph Gregor estudia el teatro barroco de Viena; Hübscher comienza la larga línea de filósofos del b. (El barroco como concepción); y Herbert Cysarz, uno de los más prolíficos escritores alemanes de este periodo literario, publica su primera gran obra sobre la Poesía alemana barroca.

      Todo ello demuestra que desde entonces el interés por el s. XVII alemán surgió de forma acelerada y ha producido una enorme literatura saturada del término b. Wellek dice a este respecto: «No me atrevo a dogmatizar acerca de las razones exactas de este renacimiento de la poesía barroca alemana. Podría deberse en parte a Spengler, quien había usado vagamente el término en La decadencia de Occidente, y en parte se debe, creo, a un malentendido: se tenía la sensación de que la poesía barroca era algo semejante al reciente expresionismo alemán, algo comparable a su dicción desgarrada, tensa y turbulenta y a su sentido trágico de la guerra, consecuencia de la misma. En parte, también, había un cambio sincero de gustos, una comprensión repentina de un arte antes despreciado a causa de sus convenciones, sus metáforas de supuesto mal gusto, sus violentas antítesis y contrastes».

      7. El barroco en Alemania. El auge de estas investigaciones permitió una nueva revalorización de la literatura alemana del b., poniendo de relieve que la Reforma (v. REFORMA PROTESTANTE I) n0 había producido en realidad una importante expresión literaria por razones obvias: por haberse separado del humanismo romano, que era lógicamente católico, por haberse consumido y esterilizado en la polémica religiosa y por haber seguido a la época fecunda de la Reforma una mentalidad escolástica aún más seca y rígida, enemiga de toda ciencia y poesía. Es precisamente en el s. XVII alemán donde la guerra de los Treinta Años acaba por producir la total decadencia económica y moral del país. Este movimiento termina en la ruina y desmembración del territorio, porque el protestantismo, que aspiraba a constituir la gran nación alemana, al combatir el poder central del Emperador y llamar al extranjero, favoreció el fraccionamiento del Imperio. Se sabe que los príncipes imitaban a Versalles en las capitales de sus Estados, y que las clases altas hablaban francés o un alemán plagado de extranjerismos, mientras el alemán de la época de Lutero abandonado al pueblo se corrompía; es decir, no existía ninguna de las condiciones requeridas para la existencia de una literatura nacional. En el dominio de la lengua es donde se registra la primera reacción para la depuración del idioma, a través de sociedades, como la Soc. Fructífera (Orden de la Palmera, por su insignia), de Weimar, en 1él7; la Soc. del Abeto, de Estrasburgo, y la Orden de los Cisnes del Elba, de Wedel.

      Opitz y su influencia. La primera escuela de Silesia. Con más importancia que el influjo de estas sociedades, que venían enzarzándose en estériles discusiones, aparece Martin Opitz (1597-1639), jefe de la primera escuela de Silesia. Fue como un legislador culto de la poesía, con su Libro de la poesía alemana, que aludía a la Antigüedad, a los franceses, holandeses, ingleses, etc. Esta obra era una poética tomada de Horacio, Ronsard y Du Bellay, que recomendaba una literatura erudita y que resultaba extraña a la vida nacional. Sin embargo, a pesar de ser un buen traductor, autor de poesías imitadas, pesó más sobre la literatura de la época por las teorías con que pretendió dar a la poesía alemana una base nacional. En este sentido, publicó en 16l7 y en latín, Aristarco, que venía a ser una defensa del idioma alemán como lengua literaria. Los historiadores alemanes están de acuerdo en señalar que Opitz y el grupo que le seguía «escribieron en alemán como escribían en latín», rechazando como bárbara la poesía popular y a Hans Sach (V. MEISTERGESANG) por zapatero ignorante. Es notable también destacar cómo en Los amores de la ninfa Hercinia, el poeta y sus amigos se ponían el atuendo de pastores, entonces de moda.

      Hasta qué punto lo pastoril se había apoderado de la fantasía de la época, queda de manifiesto en El ruiseñor del Trutz, colección de poesías pastoriles del jesuita Friedrich von Spee (1591-1635), donde, incluso, la figura de Jesús aparece allí como pastor Dafne, y cuya muerte y pasión lamentan los pastores en conmovedores cánticos. Otro sucesor de Opitz ya en sus comienzos, a quien celebra como el Píndaro alemán y nuevo Virgilio, es Paul Pleming (1609-40), que también cultivó la canción de tema y sentimiento religiosos, distinguiéndose por el tono natural y personal de su lírica amorosa. Pero la moderna crítica del b. alemán pone de relieve que lo más extraño de aquella poesía enfática fueron los poemas galantes de los discípulos y sucesores de Opitz, tales como Christian Hofmann von Hofmannswaldau (16l7-79) o Daniel Gaspar von Lohenstein (1635-83), incluyendo también a Simón Dach (1605-59), cuya Anita de Tharan, especie de himno al amor conyugal, ha mantenido la supervivencia de un interés actual.

      Poesía religiosa. Hay que destacar también al católico Angelus Silesius (Juan Scheffler, 1624-77), creador de unos pensamientos, en versos pareados, tachados por la crítica como lindantes con el panteísmo, que introducen en un misticismo lírico. Habría que citar su Caminante querubín para mostrar lo que queda en él de testimonio de una religiosidad profundamente mística, aunque sus escritos polémicos confesionales, que son bastante numerosos, estén en la actualidad, y con razón, olvidados. En esta línea de la poesía religiosa, tal vez el poeta más importante alemán del b. sea el sacerdote Paul Gerhardt (1607-76), autor de importantes canciones religiosas, austero, cuyos poemas, Encomienda tu camino, Ahora reposan todos los bosques y Oh cabeza, herida y sangrante, han sido recogidos en todos los libros de cantos protestantes. El creador de los famosos Epigramas, Friedrich von Logau (1604-55), queda como un autor interesante, ya que sus pequeños poemas surgen de la contemplación meditativa y crítica de unos tiempos confusos. Se le ha asignado al poeta el carácter de inteligente observador, dotado de profundos sentimientos, que en su lenguaje imita a Opitz, pero en su obra da con una expresión auténticamente popular y supera a casi todos los contemporáneos en su país por la amplitud humana de su visión.

      Andreas Gryphius. Se ha querido ver, al mismo tiempo, que solamente Andreas Gryphius (v.) (16l6-64) parece contrapesar la influencia de Opitz con sus Sonetos, Pensamientos de cementerio y Poesías de la tumba, poemas que están excesivamente recargados, como corresponde a la mentalidad barroca de la época, y poseen una gran riqueza en sentimientos vividos. Fue un hombre profundamente religioso, de amplios vuelos y en quien se manifiesta la sensación de lo efímero de todas las cosas terrestres; temas todos ellos, que lleva al teatro, donde su labor fue interesante en este sentido, hasta el punto de que alguien le ha llamado el Shakespeare alemán, tal vez con evidente exageración. Sin embargo, sus dramas, Catalina de Georgia, Carlos Estuardo, etc., son lentos y abusan de la sentencia; pero están llenos de espectros y fantasmas, como coros líricos que moralizan sobre los acontecimientos. Quizá por este camino se adivina en la literatura alemana de este periodo el tema de una expresión artística que quiere ser de «aviso moral» y que tuvo un importante tratamiento en el b. En su tragedia León el Armenio, en la que corre la sangre de los príncipes, el talento dramático de este poeta protestante, bajo la influencia del teatro jesuita, se dedicó a los temas de mártires, en los que celebra el triunfo de la fe, la constancia en el martirio, la tortura y la muerte. Temas de los que se evade en Pedro Squentz, donde demuestra que, a pesar de su preferencia por los temas sangrientos, no despreciaba tampoco el humor popular; es una versión del Ruperspiel (Juego del populacho), del Sueño de una noche de verano de Shakespeare y del Horribilicribrifax, sátira suya sobre los soldados fanfarrones, producto de las condiciones sociales siguientes a la guerra de los Treinta Años. Lo mismo se advierte en El fantasma enamorado y Eglantina amada, dos obras sin relación, que se mezclan, y en las que aparece una musa alegre y satírica, conocedora también de la vida popular.

      La segunda escuela de Silesia. Ya quedaron citados dos autores de la segunda escuela de Silesia (Hofmannswaldau y Lohenstein), pero interesa volver sobre ellos porque conviene expresar que sólo varían la ruta marcada por Opitz en imitar a los italianos más que a los franceses. De los primeros imitan precisamente la poesía más complicada, es decir, el marinismo, conceptismo de mucha mayor envergadura; se les censura por la falta de gusto y por exagerar la expresión hasta lo increíble. Hay que hacer referencia además en este periodo al hecho de que contra la gran boga del Amadís de Gaula (v.), tomado por modelo de buen lenguaje, y sus imitaciones (Diana, de Von der Werder) reacciona Bucholtz con novelas demasiado inverosímiles, incluso mucho más pesadas, y Grimmelshausen con su Simplicissimus, novela picaresca que presenta la verdadera realidad contemporánea y sustituye a Amadís, el caballero que busca aventuras, por el vagabundo que anda simplemente tras el sustento.

      En la literatura del b. alemán esta novela picaresca sobresale por su valor universal, como pintura realista de la vida nacional, y, por supuesto, debida en parte al influjo de la picaresca española. El autor de Las aventuras de Simplicissimus (escrita entre 1657 y 1667), se llamaba Hans Jakob Christoffel (Grimmelshausen era su seudónimo), y vivió entre 1621 y 1667. Se ha puesto de manifiesto que había cierta semejanza entre la Alemania posterior a la guerra de los Treinta Años y España en la decadencia que siguió a Carlos V y Felipe II; la situación económica podía ser semejante y en ambos países el individuo infortunado y huérfano de protección tenía que buscarse la vida al margen de la ley, gracias a su astucia. Incluso se ha recalcado que tal vez por esta coincidencia se tradujeron al alemán Guzmán de Alfarache y El lazarillo de Tormes (16l6), además de Los sueños, de Quevedo.

      El Simplicissimus. En realidad, viene a presentar la Alemania de la guerra de los Treinta Años en un estilo sencillo y popular que recuerda sus antecedentes españoles. Robert Lavalette ha hecho un resumen de la obra, en la que destacan los siguientes datos: «Ha acabado la guerra de los Treinta Años. El jefe de negociado del conde de Schauenburg, hombre experto en el mundo, cansado de la vida de soldado y de la guerra, pero espiritualmente vivo y sano, instala en Gaisbach, en la taberna de la Estrella de Plata, su pequeño escritorio y va llenando hoja tras hoja con el relato de sus años vividos. Cuenta las más extrañas aventuras humanas y literarias, y se pierde en su fantasía de modo que su obra no aparece ordenada, sino dispuesta un tanto al azar. Simplicissimus, como Parcival, se creía ignorante en la soledad, para pasar de una vida salvaje de vagabundo a una elevada cultura y aun al sacrificio de la vida terrena. En el libro se describen las más distintas capas sociales y las condiciones de vida del pueblo alemán en general. De ello resulta una mezcla pintoresca de novela de costumbres, de caracteres, picaresca y estudio psicológico; un pronunciado humor natural contribuye a dar vivacidad a los personajes y a los hechos. En Simplicissimus no hay que buscar un relato histórico original; ninguna de las crisis decisivas de la guerra de los Treinta Años se presenta con detalle, ni aparece ninguno de los protagonistas de las grandes batallas. Rara vez tropezamos con indicación de lugares; y en contadas ocasiones el amor a la patria provoca en el autor alusiones, por las que se adivina la situación histórica. Todos los contrastes de una época tan rica en acontecimientos se reflejan en la evolución de un hombre que, del más acentuado placer de vivir, pasa a una completa resignación y alejamiento del mundo. Con ello, Grimmelshausen demuestra su capacidad de análisis psicológico de los caracteres... Al final del libro, Simplicissimus vuelve a la soledad y se hace eremita; vive en una pequeña isla, que para él significa el mundo entero. Lee el gran libro de la naturaleza, cada árbol le mueve hacia la felicidad en Dios, y es una advertencia de las ideas que debe sentir un verdadero cristiano. Pero quiere ser útil a los hombres y organiza una estación de salvamento de náufragos. Ve justificado el objetivo de su vida en la voluntad de ayudar, de mitigar las penas humanas, y así encuentra la paz consigo mismo y con el mundo».

      Para Lavalette, también, esta novela que había surgido de las polémicas confesionales y de las turbulentas guerras del s. XVII, «el más grande poema barroco termina augurando una nueva era de conciliación y humanidad». Es éste un dato que conviene tener en cuenta para la época en que se concibe, no solamente desde el punto de vista literario sino ideológico.

      Al margen de las escuelas silesianas. Por último, en la poesía culta alemana de este periodo surgieron también hombres cuyo único mérito se reduce a haberse apartado de la afectación de las escuelas silesianas, tales como Wernicke, Canitz, Neukirch, el traductor del Telémaco, y Weise, que, sin un alto concepto de la poesía, la rebajan y vulgarizan hasta lo prosaico, y algunos retornan a la imitación de la poesía francesa, que fue el punto de partida, como se ha visto, de la primera escuela silesiana.

      8. Consideraciones sobre el barroco en Inglaterra. También René Wellek da noticias de la puesta al día de los estudios sobre el b. en Inglaterra y la valoración estilística de aquella producción literaria, partiendo siempre de que la literatura inglesa, aparte de las tentativas para incluir a Shakespeare como autor barroco, pronto fue puesta en línea. Friedrich Brie, en 1927, en su Englische Rokokoepik, analiza como perteneciente al estilo rococó el Rapto del Rizo, de A. Pope (v.), y señala también un contraste que nota entre el b. de Garth (166l-1719) y N. Boileau (v.). Casi por las mismas fechas Fritz Pützer, en su Estudio estilístico de los predicadores del barroco inglés, incluye casi toda la oratoria sagrada inglesa desde Latimer (1485-1555) hasta Jeremy Taylor (16l3-67) como barroca. En varios trabajos, pero sobre todo en Historia de la literatura inglesa, F. W. Schirmer usa el término para los metafísicos Browne, J. Dryden (v.), Otway (1652-85) y Lee (1653-92), excluyendo expresamente a Milton (v.) del b. Esta es también la conclusión a la que llegó Friedrich Wild, quien aun considera dentro de la escuela a Ben lonson (v.), Massinger (1583-1640), Ford (1586-1639) y Phineas Fletcher (1582-1650).

      La idea de una antítesis de sensualismo y espiritualismo en la poesía inglesa del s. XVII fue realizada en 1932 por Werner P. Friedrich; otras teorías dentro de la órbita de este periodo que perfilan las características y matices de autores y obras del b. inglés, se deben a Jünemann, que ha comparado las Fábulas de Dryden con sus fuentes para demostrar cómo este autor tradujo, p. ej., a Chaucer a un estilo b.; Wolfgang Mann ha estudiado las tragedias de este escritor también como expresiones de la cultura cortesana barroca; un reciente trabajo de Elisabeth Haller analiza el estilo b. de la Teoría de la tierra, de Thomas Burnet (1635-1715), comparándola con sus traducciones alemanas y latinas. Incluso la idea de que toda la civilización inglesa del s. XVII es b. ha sido llevada hasta sus últimos extremos por Paul Meissner, que también incluye a Milton; se trata de una curiosa teoría que acentúa la influencia española en Inglaterra que, al igual que Hatzfeld, llega a llamar a Milton «el poeta más hispanizado de la época, quien parece a los extranjeros el más barroco». Por último, Bernhard Fehr ha extendido la frontera del b. inglés al descubrir que también aparecen rasgos de esta concepción en Thomson y Mallet y aun en los versos de Wordsworth (v.). Toda esta relación de críticos es para mostrar la unidad de criterios, fundamentalmente alemanes, para quienes todas las literaturas de Europa del s. XVII, y parcialmente las del s. XVI, se conciben como un movimiento unificado. Wellek cita el caso de Schnürer en La Iglesia católica y la cultura de la época barroca, publicado en 1937, donde no solamente España, Portugal con Camoens (v.), Italia, Francia, Alemania, Austria, sino que además Polonia, Hungría y Yugoslavia son tratados como b.

      Otros escritores ingleses del s. XVII que producen la obra más importante en este siglo, además de los citados, son Francis Bacon (v.) (15él1626), que muere un año antes que Góngora en España; este pensador, además de sus obras teatrales, filosóficas, etc., usa con elegancia la lengua inglesa en sus Ensayos, Progresos del saber, Apotegmas nuevos y antiguos y en una novela con ciertos reflejos de la Utopía de Tomás Moro, que tituló La nueva Atlántida. También entre los escritores religiosos hay que mencionar a Jorge Fox (1624-91), fundador de la secta de los cuáqueros y al puritano John Bunyan (1628-88), cuya obra ascética Viaje del Peregrino llegó a ser la lectura predilecta de los emigrantes que fundaron los Estados Unidos de América, autor también de Gracia abundante, Vida y muerte de Mr. Badman, etc.

      Al restaurarse la dinastía de los Estuardos, Carlos II, que había pasado su destierro en la corte francesa, lleva a Inglaterra las costumbres y las modas de aquel país. Entonces se produce como una reacción contra la rigidez severa del puritanismo, que tantas limitaciones había impuesto a la literatura, como la prohibición teatral, p. ej.; en 1642, a consecuencia del encono de las luchas políticas y religiosas, de la pugna entablada entre los Parlamentos y los reyes. En el reinado de Isabel I, las compañías de cómicos estuvieron bajo el patronato de los grandes señores, y después, con Jacobo I, pasaron a depender de la Corona, que consideraba a los comediantes dependientes suyos. Ahora, la reacción contra el puritanismo se hace a veces casi licenciosa, y los modelos literarios son entonces franceses. Precisamente, el escritor más representativo de este periodo es el ya citado Dryden, tanto por sus vacilaciones religiosas y políticas, como por el carácter variado de su amplia producción literaria, ya que cultivó todos los géneros: odas, sátiras, escritos polémicos, tragedias y comedias. Su Absalón y Achitophel va dirigido contra los enemigos de los Estuardos, lo que, en cierto modo, recuerda la amplia literatura de burlas, sátiras y polémicas que tanto abundó en la poesía barroca española (v. III), y de la que son cumplidas muestras Quevedo, Góngora, Lope de Vega, etc.

      9. Distinción entre manierismo y barroquismo literario. En esta exposición, debe hacerse una leve referencia al término manierismo, ya que con cierta ligereza se utiliza y se confunde en la historia literaria con el concepto de barroquismo, dos terrenos movedizos porque el primero anticipa muchos elementos del b. y éste conserva en sí muchos rasgos del manierismo. Esto es lo que ha llevado a Arnold Hauser a señalar que el manierismo es, y acaso de este rasgo dependen más o menos todos sus demás caracteres, «un estilo refinado, reflexivo, lleno de refracciones y saturado con vivencias culturales, mientras que el barroco es, en cambio, de naturaleza espontánea y simple». Las consecuencias de falsas interpretaciones en este campo casi se han comprobado al exponer las líneas precedentes: mientras que en la historia literaria francesa se abre paso poco a poco el concepto del b., en la historia literaria inglesa se le tiene, como se ha visto, en general, por superfluo, sustituyéndolo por un concepto bastante impreciso del Renacimiento; en cambio, se distingue cada vez con más frecuencia, entre la literatura de la época isabelina y la literatura metafísica, de un lado, y el Renacimiento inglés en sentido restringido, de otro, sin precisar, sin embargo, las diferencias estilísticas ni trazar las fronteras entre el periodo manierista y el periodo barroco que le sucede.

      Para Hauser, el desconocimiento constante del papel del manierismo en la literatura, así como su confusión con el b. «tiene, sin duda, causas más profundas que, p. ej., la deficiente preparación histórico artística de los historiadores de la literatura; la confusión procede, más bien, de la insuficiencia del concepto del barroco, con que se acostumbra a operar. De ordinario, se entiende como rasgo esencial del barroco su carácter subjetivo, entusiástico y excesivo, dando, en cambio, de lado a algo decisivo: al hecho de que el barroco es una dirección emocional que apela a amplios estratos del público, mientras que el manierismo es un movimiento intelectualista y socialmente exclusivo». Estos problemas de deslindes de campos nos llevan a recordar una frase de S. Griswold Morley, referida por Hatzfeld, cuando alude a que si la importancia del concepto de b. para la historia literaria hubiera sido mejor conocida y más puesta de relieve, no hubiera pensado que «es una lástima que el barroco haya escapado de la terminología de la escultura y de la arquitectura, donde se originó y tenía un significado definido».

      v. t.:III y IV.
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