Entre los diferentes enfoques que pueden ser válidos para llegar a una interpretación de la cultura barroca -cuyos re­sultados, por la misma diversidad de






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“La cultura del Barroco”

J. A. Maravall

Introducción
Entre los diferentes enfoques que pueden ser válidos para llegar a una interpretación de la cultura barroca —cuyos re­sultados, por la misma diversidad de aquélla, serán, eso sí, siem­pre parciales—, nosotros hemos pretendido llevar a cabo una investigación sobre el sentido y alcance de los caracteres que integran esa cultura, de manera que resalte su nexo con las condiciones sociales de las que depende y a cuya transformación lenta, a su vez, contribuye. Tal vez este punto de vista pueda habernos dado un panorama más amplio y sistemático; pero también hemos de aceptar una limitación inexorablemente liga­da a nuestra visión: el Barroco ha dejado de ser para nosotros un concepto de estilo que pueda repetirse y que de hecho se supone se ha repetido en múltiples fases de la historia humana; ha venido a ser, en franca contradicción con lo anterior, un mero concepto de época. Nuestra indagación acaba presentándonos el Barroco como una época definida en la historia de algunos países europeos, unos países cuya situación histórica guarda, en cierto momento, estrecha relación, cualesquiera que sean las di­ferencias entre ellos. Derivadamente, la cultura de una época barroca puede hallarse también, y efectivamente se ha hallado, en países americanos sobre los que repercuten las condiciones culturales europeas de ese tiempo.

No se trata, ciertamente, de definir el Barroco como una época de Europa, emplazada entre dos fechas perfectamente definidas, al modo que alguna vez se nos ha pedido. Las épocas históricas no se cortan y aíslan unas de otras por el filo de un año, de una fecha, sino que —siempre por obra de una arbitraria intervención de la mente humana que las contempla— se separan unas de otras a lo largo de una zona dé fechas, más o menos amplia, a través de las cuales maduran y después desa­parecen, cambiándose en otras, pasando indeclinablemente a otras su herencia. Desde 1600, aproximadamente (sin perjuicio de que ciertos fenómenos de precoz significación barroca se anuncien años antes, en los últimos tiempos del manierismo miguelangelesco, y, entre nosotros, con la construcción de El Escorial), hasta 1670-1680 (cambio de coyuntura económica y pri­meros ecos de la ciencia moderna en lo que respecta a España; Colbert y el colbertismo económico, político y cultural en Fran­cia; franco arranque de la revolución industrial en Inglaterra). Cierto que, hasta dentro del siglo XVII, pueden descubrirse manifestaciones barrocas que cuentan entre las más extravagan­tes y extremadas, pero bien se sabe que el sentido de la época es otro. Concretándonos, pues, a España, los años del reinado de Felipe III (1598-1621) comprenden el período de forma­ción; los de Felipe IV (1621-1665), el de plenitud; y los de Carlos II, por lo menos en sus dos primeras décadas, la fase final de decadencia y degeneración, hasta que se inicie una co­yuntura de restauración hacia una nueva época antes de que termine el siglo.1

Barroco es, pues, para nosotros, un concepto histórico. Com­prende, aproximadamente, los 'tres primeros cuartos del siglo XVII, centrándose con mayor intensidad, con más plena signi­ficación, de 1605 a 1650. Si esta zona de fechas está referida especialmente a la historia española, es también, con muy lige­ros corrimientos, válida para otros países europeos. —aunque en Italia, con los nombres de Botero, de Tasso, etc., tal vez convenga adelantar su comienzo, por lo menos en algunos as­pectos del arte, de la política, de la literatura, etc.—.

Esto quiere decir que renunciamos a servirnos del término «barroco» para designar conceptos morfológicos o estilísticos, repetibles en culturas cronológicamente y geográficamente apar­tadas. Seguramente, se pueden establecer ciertas relaciones en­tre elementos externos, puramente formales, del Barroco en Europa, durante el siglo XVII, y los que presentan épocas históricas muy diferentes de áreas culturales entre sí distantes. Que una cultura dispone siempre de préstamos y legados, los cuales le llegan de otras precedentes y lejanas, es algo fácil de comprobar. Recordemos la considerable y curiosa cosecha de temas iconográficos que el oriente sudasiático aporta a la Edad Media europea, según ponen de manifiesto con ingeniosa eru­dición algunos estudios de Baltrusaitis2. Pero esos anteceden­tes, influencias, etc., no definen una cultura. Nos dicen, a lo sumo —y ya es bastante—, que una cultura de un período de­terminado está abierta a corrientes exóticas, cuenta entre sus elementos con una movilidad geográfica —recuérdese, como ejemplo, la introducción de la cúpula en el arte prerrománico catalán3 o el título de «basileus» que se da a algún rey astu­riano o británico—4. Tal vez nos exigen que tengamos que se­ñalar en ella, para caracterizarla, la dependencia de una lejana tradición (éste es el caso del arte mozárabe,- tronco visigodo con elementos islámicos5. En otro tipo de ejemplos, las metáforas en que hasta el siglo XVIII se expresa la concepción estamental europea de la sociedad tienen antecedentes brahmánicos)6. Pero en todos estos casos no se trata, propiamente, de un parentesco intracultural, sino más bien de aportaciones aisladas que se integran en conjuntos diferentes. Ni la mera coincidencia en la utilización de elementos separados, ni la repetición de aspectos formales cuya conexión, en cada caso, se da con sistemas muy diferentes, puede ser base, a nuestro juicio, para definir culturas que cabalgan sobre siglos y regio­nes geográficas de muy otros caracteres. Esas correlaciones mor­fológicas, establecidas sobre la abstracción de tantos otros as­pectos con los que se quiere definir un momento cultural, no dicen nada —o dicen muy poca cosa— al historiador. La re­busca y formulación de las mismas no son sino un juego de ingenio, que de ordinario se reduce a una amena arbitrariedad. No obstante, es posible que se puedan fundar en el reconoci­miento de aquellas correspondencias, a través del tiempo y del espacio, algunas generalizaciones, cuya aplicación en otros cam­pos del conocimiento no discutimos. Pero nosotros nos colo­camos en el terreno de la historia social, la cual es, por de pron­to, historia: el objeto de ésta no es reducir la toma en consi­deración de sus datos observables, de manera que su observa­ción —y toda posible inducción resultante— se mantenga tan sólo en el somero nivel de los aspectos recurrentes, a través de fases distintas del pasado humano. Su propósito es alcanzar un conocimiento lo más sistemático posible de cada uno de los períodos que somete a su estudio, sin perjuicio de que no re­nuncie a compararlos después con la mayor precisión que pue­da alcanzar —siquiera se oriente en ello no a establecer genera­lizaciones abstractas, sino a completar el mejor conocimiento de cada época en concreto—. De esa manera, su método con­siste en tomar en cuenta los más de los datos que consiga y los más diversos entre sí de cuantos una época ofrezca, para interpretarlos en el conjunto en que se integren. Y claro está que sin prescindir, en su caso, de los que revelen semejanzas o congruencias con otras épocas. En nuestro supuesto, todo ello se orienta no a descubrir barrocos desde el antiguo Egipto a la presente América, sino a completar el panorama de conexio­nes entre hechos de múltiple naturaleza que nos hagan cono­cer mejor lo que fue el Barroco, en tanto que período único de la cultura europea, desarrollado en los decenios que hemos dicho del siglo XVII.

También, al hacer referencia a fenómenos que en pági­nas siguientes tomaremos en cuenta de muy variados campos —aunque no procedan, contrariamente a como nos planteába­mos en el supuesto anterior, de lugares y de siglos diversos y alejados—, necesitaremos, no obstante, hacer también una aclaración. No esperemos encontrarnos con similitudes o paren­tescos morfológicos que aproximen desde fuera los hechos, ni con manifestaciones de un estilo que inspire desde dentro fe­nómenos de toda clase: económicos, políticos, religiosos, artís­ticos, literarios, etc. Pero creemos, sí, que en estos casos, en cualquiera de los campos de los hechos humanos, se puede hablar congruentemente de Barroco en un momento dado. Cuando en 1944 publiqué mi libro sobre el pensamiento polí­tico español «en el siglo XVII», decía ya en el prólogo que en ese libro bien pudiera haber escrito en el título, sustituyendo a las palabras que acabamos de citar entrecomilladas, estas otras: «en la época del Barroco»7. Como en aquella fecha tal expresión hubiera resultado todavía un tanto insólita, renuncié a ponerla al frente del volumen. Muchos años después, en 1953, un especialista de la historia de la pintura8, hablando del Barroco en tanto que concepto de una época, el siglo XVII, echaba de menos un estudio sobre el pensamiento político barroco: para esa fecha mi libro había sido ya escrito y poco después sería publicado en francés, con un prólogo de Mesnard en donde destacaba ese planteamiento básico que traía de nue­vo nuestra obra. Algunos autores alemanes han hablado, en otro terreno, de «teología barroca», expresión a la que era más fácil de llegar porque, aunque hoy nos parezca insostenible, durante mucho tiempo la aparición y desarrollo de la cultura barroca se ha ligado estrechamente al factor religioso9. Hoy se ha hecho ya habitual hablar de la ciencia barroca, del arte de la guerra del Barroco, de la economía barroca, de la política barroca, etc. Claro que en esto hay que andar con mucho cui­dado. Puede haber cierta correspondencia entre caracteres ex­ternos o formales que se den en uno y otro campo. Sin duda que ciertos aspectos de la arquitectura de la época o del retra­to pictórico pueden ser, a modo de ejemplo, especialmente aptos para encajar una referencia a la condición mayestática de los reyes absolutos barrocos; pero frente a la arbitraria cone­xión, propuesta por Eugenio d'Ors, entre cúpula y monar­quía10, me hacía observar Mousnier en una ocasión que no hay ningún palacio real del XVII con cúpula que lo centre y lo co­rone. No sé si se podrían establecer semejanzas entre la técni­ca de la navegación y las Soledades de Góngora o entre los Sueños de Quevedo y la economía del vellón. Estoy seguro de que ensayos de este tipo resultarían divertidos de leer, pero' temo que hicieran prosperar poco el conocimiento histórico de la época. Nuestra tesis es que todos esos campos de la cultu­ra coinciden como factores de una situación histórica, repercu­ten en ella y unos sobre otros. En su transformación, propia de la situación de cada tiempo, llegan a ser lo que son por la acción recíproca y conjunta de los demás factores. Es decir, la pintura barroca, la economía barroca, el arte de la guerra ba­rroco, no es que tenga semejanzas entre sí —o, por lo menos, no está en eso lo que cuenta, sin perjuicio de que algún pare­cido formal quizá pueda destacarse—, sino que, dado que se desenvuelven en una misma situación, bajo la acción de unas mismas condiciones, respondiendo a unas mismas necesidades vitales, sufriendo una innegable influencia modificadora por parte de los otros factores, cada uno de éstos resulta así alterado, en dependencia, pues, del conjunto de la época, al cual hay que referir los cambios observados. En esos términos, se puede atribuir el carácter definitorio de la época —en este caso, su carácter barroco— a la teología, a la pintura, al arte bélico, a la física, a la economía, a la política, etc., etc. Es así como la economía en crisis, los trastornos monetarios, la inse­guridad del crédito, las guerras económicas y, junto a esto, la vigorización de la propiedad agraria señorial y el creciente em­pobrecimiento de las masas, crean un sentimiento de amenaza e inestabilidad en la vida social y personal, dominado por fuer­zas de imposición represiva que están en la base de la gesticu­lación dramática del hombre barroco y que nos permiten lla­mar a éste con tal nombre.

Así pues, el Barroco es para nosotros un concepto de época que se extiende, en principio, a todas las manifestacio­nes que se integran en la cultura de la misma11. Fue por la vía del arte por donde se llegó a identificar el nuevo concepto de una época en la cultura italiana, cuando tan gran conocedor del Renacimiento como Burckhardt advirtió que las obras que con­templaba en Roma, después del período renacentista y en un plazo de años determinado, tenían, en sus deformaciones y corrupciones de modelos anteriores, unos caracteres que apa­recían como propios de un tiempo en alguna manera diferente. Y Gurlitt, historiador de la arquitectura romana, sobre 1887 observó, en las iglesias que estudiaba, formas desordenadas del clasicismo renacentista, diferentes a - primera vista entre sí, ciertamente, pero descoyuntadas por el mismo torbellino de una expresión desordenada cuyos productos todos se encuadraban también entre unas fechas. Así resultó que las primeras observaciones sobre el Barroco y las vacilantes estimaciones sobre el mismo surgieron referidas ya a una época más o menos defini­da: aquella que sigue al Renacimiento clasicista- Wölfflin se atrevió a extender la nueva categoría a un área más extensa: la literatura. Cuando los caracteres señalados en esa serie de obras fueron ampliados a otros campos, el concepto de época para definir esa nueva cultura posrenacentista quedó preparado y, con ello, su extensión a los diversos sectores de una cul­tura y al grupo de países en que aquélla se extendiera.

A medida que el interés por el Barroco iba creciendo y se enriquecía la investigación sobre el mismo, cambiaba a su vez la estimación de sus obras y se iba haciendo más compleja y ajustada la interpretación del mismo. El trabajo investigador y la valoración positiva de la etapa barroca en la cultura euro­pea partió de Alemania, para pasar rápidamente a Italia, des­pués a España, a Inglaterra y, 'finalmente, a Francia, donde el peso de la tradición, llamada del clasicismo —considerada hace aún pocos años incompatible con el Barroco—, dificultó la comprensión de éste, por lo menos hasta fechas próximas (siempre con alguna excepción que hay que tomar como pre­cedente, por ejemplo la de M. Raymond). Al presente, sin em­bargo, proceden de investigadores franceses algunos de los trabajos más sugestivos. El cambio en el planteamiento histó­rico de la interpretación del Barroco puede ilustrarse con una de sus manifestaciones más extremadas, la del sociólogo histo­riador Lewis Mumford, para quien el Renacimiento viene a ser la fase inicial de una nueva época que alcanza su pleno sentido en el Barroco: podemos, conforme a su tesis, caracte­rizar al Renacimiento, con toda su preceptiva pureza, como la primera manifestación del Barroco subsiguiente12. De esta tesis conviene subrayar el definitivo reconocimiento de un lazo condicionante entre ambos períodos y la estimación del alto valor positivo que hay que atribuir al Barroco en la cultura europea.

Claro que, ante esto que acabamos de escribir, no cabe pensar que nos refiramos a estimaciones personales, subjetivas sobre las obras de los artistas, políticos, pensadores, literatos, etc., de la época barroca —algo así como pudiera ser atribuir­les calidades de buen o mal gusto, conforme a las preferencias esgrimidas por cada historiador—. Si los primeros casos de uso de la voz «barroco», para calificar determinados productos de la actividad creadora de poetas, dramaturgos, artistas plásticos, surgieron en el siglo XVIII teñidos de sentido peyorativo; si, por el contrario, luego y en otras circunstancias, como en la España del segundo cuarto de este siglo, en torno al movimien­to gongorino se levantó un cálido entusiasmo por las creacio­nes barrocas, de una y otra cosa hemos de prescindir aquí. La apelación al gusto personal perturba la visión de un fenómeno cultural y, mientras el estudio de éste cuente con estimaciones de tal naturaleza, estamos expuestos a no acabar de ver con claridad las cosas. En un libro que contiene muchas aporta­ciones válidas; pero también muy serias limitaciones, V. L. Ta­pié, estudiando el Barroco en comparación con el Clasicismo, parte de contraponer la permanente admiración que, según él, produce una obra de carácter clásico, como Versalles, y el re­chazo que el buen gusto actual experimenta ante una produc­ción barroca13. Pero en los mismos años en que escribe Tapié, un joven investigador, J. G. Simpson —con el que volveremos a encontrarnos—, a la par que estima a Versalles impregnado de barroquismo, pese a sus detalles clasicistas, nos dirá que su desmesura y falta de proporción nos hace perdernos allí: «la grandeza se convierte en megalomanía»14.

La participación de investigadores de diferentes países en el área de estudios sobre el Barroco enriqueció y contribuyó a dar más precisa orientación a la interpretación del mismo. Los alemanes —Wó'lfflin, Rigl, Weisbach—, si-bien insistieron (más el primero que el último) en aspectos formales, pusieron ya de relieve la conexión con circunstancias históricas: la renovación llamada contrarreformista de la Iglesia, el fortalecimiento de la autoridad del papado, la expansión de la Compañía de Je­sús, etc., todo lo cual llevó finalmente al sistemático plantea­miento, tan influyente hace unos años entre nosotros, del Ba­rroco como «arte de la Contrarreforma»15. Esta interpretación daba un máximo relieve al papel de Italia, sobre todo en el arte, reservando en compensación a Alemania una parte mayor en el Barroco literario. Debido al reconocimiento de esa pre­dominante participación de Italia, fue posible apreciar mejor algo que ya hemos señalado: el nexo Clasicismo-Barroco, cuya afirmación lleva a decir a H. Hatzfeld que «allí donde surge el problema del Barroco', va implícita la existencia del Clasi­cismo»16. Hatzfeld observa que la conservación del ideal greco-latino y la aceptación de la Poética de Aristóteles van juntos en el origen del Barroco (recordemos el papel de la poética aristotélica de Robortello en Lope). Es interesante el panora­ma que Hatzfeld traza sobre la evolución del movimiento ba­rroco: «Con inevitables diferencias entre generación y genera­ción y con más o menos habilidad, la teorizante Italia, España, que experimentaba las formas italianas, y Francia, que, en lenta maduración, llegaba con plena conciencia teórica a sus creacio­nes, armonizaron sus particulares tradiciones nacionales litera­rias y lingüísticas en un estilo barroco. Esto equivale a decir que ciertas formas del Renacimiento italiano debían llegar a ser comunes a toda Europa, gracias a la acción mediadora y modificadora de España, y a culminar paradójicamente en el clasicismo francés» 17.

Tal distribución de papeles, respecto a la aparición y desa­rrollo de la cultura barroca, en la que se concede tan prepon­derante intervención a los países latinos y mediterráneos, no puede hacernos olvidar lo que significaron figuras centroeuropeas como un Comenius, cuya obra de pedagogo y moralista es decisiva en cualquier intento de definición del Barroco, y, por otra parte, las letras inglesas y el arte y pensamiento de los Países Bajos. Bajo esta nueva visión del tema, el Barroco cobra una amplitud, en su vigencia europea, muy superior a aquellas ya pasadas exposiciones del mismo que lo presentaban como un conjunto de aberraciones pseudoartísticas o literarias, impregnadas del mal gusto que el catolicismo contrarreformista habría cultivado en los países sujetos a Roma. Al mismo tiem­po, se ofrece con una complejidad de recursos y resultados que hacen de ese período uno de los de más necesaria investigación para entender la historia de la Europa moderna. Y, en cual­quier caso, no puede ya ser visto como consecuencia de un único factor, ni siquiera de las variadas consecuencias suscita­das por el mismo en el plano de la cultura, sino que se nos revela en conexión con un muy variado repertorio de factores que juntos determinan la situación histórica del momento y tiñen todas las manifestaciones de la misma con esos caracte­res emparentados y dependientes entre sí que nos permiten hablar, en un sentido general, de cultura del Barroco.

R. Wellek pensó con mucha razón que los factores estilísti­cos no eran suficientes, ni tampoco los meramente ideológicos: quizá el camino estuviera en unir tinos a otros, aunque tam­poco el resultado parecía satisfactorio18. Desde luego, es per­fectamente lícito, desde una perspectiva dada por la cultura barroca, hacer el estudio de uno u otro de los autores del si­glo XVII en relación a uno solo de esos factores, más o menos monográficamente tomado —Shakespeare, Quevedo, Racine, etc.—. Y siempre un trabajo de esta naturaleza será útil para aclarar el sentido de un autor y su posición en el conjunto; pero de ello no cabe esperar el esclarecimiento de la cultura barroca, para entender la cual es necesario considerar los fac­tores estilísticos e ideológicos enraizados en el suelo de una situación histórica dada. Vistos separadamente, es posible que esos elementos se repitan en el tiempo, se den en siglos muy distantes; pero en su articulación conjunta sobre una situación política, económica y social, forman una realidad única. Es a una de esas irrepetibles realidades (tal como se combinaron una serie de factores en el siglo XVII) a la que llamamos Barroco. Por eso decimos que es éste un concepto de época.

Y una observación paralela puede darse respecto a la otra coordenada de la historia: el espacio. Si elementos culturales, repitiéndose, aparecen una y otra vez en lugares distintos, con­sideramos, sin embargo, que tan sólo articulados en un área geográfica —y en un tiempo dado— forman una estructura histórica. Eso que hemos llamado concepto de época abarca, pues, los dos aspectos. Y esa conexión geográfico-temporal de articulación y recíproca dependencia entre una compleja serie de factores culturales de toda índole es la que se dio en el XVII europeo y creó una relativa homogeneidad en las mentes y en los comportamientos de los hombres. Eso es, para mí, el Ba­rroco. Volvamos a referirnos a Wellek: «el término barroco es utilizado hoy en la historia general de la cultura para calificar prácticamente a todas las manifestaciones de la civilización del siglo XVII»18 bis.. Con ello, a su vez, la mayor parte de Europa queda dentro de ese ámbito.

Así pues, ciudades de Centroeuropa, principados alema­nes, monarquías, como en el caso inglés, repúblicas, al modo de los Países Bajos, señorías y pequeños estados italianos, regí­menes de absolutismo en Francia y España, pueblos católicos y protestantes, quedan dentro del campo de esa cultura. La presentación de los poetas metafísicos ingleses de la primera mitad del XVII se hace hoy frecuentemente estimándolos como barrocos —en especial tras los estudios de A. M. Boose, de M. Praz y F. J. Warnke19—. Desde trabajos ya viejos, como el que Gerhardt dedicara a Rembrandt y Spinoza19 bis. , a otros más recientes, bien de carácter parcial, como el dedicado por A. M. Schmidt a la poesía20, bien extendiéndose a panoramas más amplios, como el que traza A. Hauser21, se insiste en la clara y fuerte presencia de un Barroco protestante, junto al de los países contrarreformistas, donde parecía no haber problema, (Hay una distinción, en el último de los autores citados, entre Barroco cortesano y Barroco burgués que nos parece más bien perturbadora, por lo que en otro capítulo veremos.)

Hace años —y esto resulta hoy bien significativo respecto al cambio acontecido—, los codificadores de la imagen de una Francia clasicista (D. Mornet, G. Cohén, L. Réau, etc.), tal como se generalizó en la enseñanza de los liceos, excluyeron toda concesión al Barroco, salvo para condenar cualquier posi­ble contagio del mismo, como procedente de fuente española.

Cuando E. Male dio fin a su monumental obra sobre la icono­grafía cristiana con un cuarto y último tomo dedicado al arte posterior al Concilio de Trento, aun admitiendo y desarrollan­do en él, con admirable erudición, el influjo de las doctrinas tridentinas sobre las artes plásticas, sin embargo, ni una sola vez se sirvió en sus páginas de la palabra «barroco»22. Muy diferentemente, H. C. Lancaster y, con él, R. Lebégue, llega­ron ya a la conclusión de que de un país en cuya rica y multi­forme cultura se han dado los misterios medievales, las tragi­comedias del XVII, los melodramas del XIX, no era posible sos­tener seriamente que la darte del Clasicismo fuera una constan­te histórica nunca abandonada23. Pero empezaron siendo inves­tigadores de fuera, daneses, alemanes, ingleses, italianos, los que se dedicaron & sacar a luz el complejo. fondo barroco de la cultura francesa del XVII. No sólo T. Hardy o Malherbe, Desmarets o Théophile de Viau,' eran escritores barrocos, ni bastaba con conceder que entre los grandes lo fuera Corneille, frente a un Racine clasitísta24. Dagobert Frey aproximaba ya como barrocos a Racine y Pascal25, Rousset y Cnastel colocan a Montaigne en el umbral de la nueva época26. Butler estudia bajo tal carácter al autor de Britannicus27 y J. G. Simpson des­cubre un fundamental entronque barroco en Racine, en Mo­liere, en Boileau28, Cabía esperar que se revelara ese fondo en los escritores del país del «je ne sais quoi...»29. Bofantini ha hablado de los «clásicos del Barroco francés», aplicando la ex­presión a todos los grandes escritores del XVII30. Y si estudios parciales hablan de la poesía barroca francesa de la citada cen­turia31, con Rousset poseemos hoy una de las exposiciones más completas y sugestivas sobre el Barroco francés, a la que ha añadido después este mismo autor una buena antología de la poesía de la época32. Rousset, tras el análisis de la obra poé­tica de Malherbe y de la obra dramática de Corneille, llega a la conclusión de que en Francia las zonas aparentemente más clasicistas no son indemnes al movimiento barroco, de mane­ra que los autores que por razones de su credo artístico pare­cieron oponerse entre sí polémicamente, no están tan aparta­dos como se cree33.

Por países, por grupos sociales, por géneros, por temas, los aspectos del Barroco que se asimilan en uno u otro caso, y 1a intensidad con que se ofrecen, varían incuestionablemente. Así puede explicarse la observación que se ha hecho de que si se mira a Le Brun en relación con Rubens parece menos barroco el primero que si se le compara con Rafael, o si se compara Mansart con Brunelleschi parece más barroco que si se le pone en relación con Borromini. Algo parecido podría decirse de Velázquez, entre Navarrete o Valdés Leal; de Góngora, entre fray Luis de León o Villamédiana; de Rivadeneyra, entre Vi­toria y Saavedra Fajardo. El Barroco y el somero clasicismo del XVII, diferenciados por matices superficiales sobre el tronco común que hunde sus raíces en la crisis del Manierismo, se superponen y se combinan en múltiples soluciones provisionales e interdependientes, sin que se encuentren en estado puro ni constituyan escuelas separadas en la primera mitad del XVII. Producto de la amalgama entre mito clásico y teología católi­ca son, por ejemplo, algunos autos de Calderón —alguna vez se ha citado, en especial, El divino Orfeo—, los cuales son muestra bien pura de mentalidad barroca. Se ha podido decir que el barroco emplea las fórmulas del clásico y que incluso los típicos efectos de sorpresa que aquél busca —los cuales no son del todo ajenos al estilo más pretendidamente clasicista—, los procura «por medio del empleo inesperado o deformado de recursos clásicos», siguiendo una línea que algunos quieren ver conservada todavía en el siglo XVIII 34. Pocos ejemplos ilustra­rán mejor lo que acabamos de anotar que la utilización de me­dios mitológicos y clasicistas en la pintura de Velázquez o en la literatura de Calderón. De las dos corrientes que en el si­glo XVII se han señalado, la de los que creen romper con la tradición, pensando tal vez que nada de lo antiguo ha de re­nacer —Descartes—, y la de los que se consideran ligados a un renacimiento de lo antiguo —Leibniz, Spinoza, Berkeley35—, los elementos barrocos se distribuyen entre una y otra, sin diferencias que sirvan para caracterizarlas, si bien poda­mos no llamar propiamente barrocos ni a unos ni a otros de los pensadores citados, por muy inmersos que estén en la épo­ca, considerándolos como los pioneros que, desde dentro de la misma, abren cauce a otra cultura.

En lugar de una distinción entre clasicistas y no clasicistas para clasificar a los creadores de la cultura del siglo XVII, Warnke propone diferenciar dos líneas: una, retórica, rica en ornamentación, emocional y extravagante, con nombres como los de Góngora, Marino, d'Aubigné, Gryphius, etc., y otra línea más intelectual, más sabia, aunque tal vez no menos con­torsionada, a la cual pertenecerían Quevedo, Gracián, Pascal,
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