El nacionalismo vasco y la guerra civil española






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Ni un árbol donde ahorcarse. El exilio vasco y el humanismo cristiano en Argentina*1
José A. Zanca

Universidad de San Andrés

Y ahora ¿Qué? ¿Qué dicen los católicos rojos y masones? […] Los judas al estilo Ossorio, Bergamín y Lobo, no tienen ya ni árbol donde ahorcarse.

Diario ABC, septiembre de 1939

El presente trabajo indaga sobre las repercusiones que en Argentina tuvo la postura del gobierno vasco durante la Guerra Civil española. Más específicamente, intenta comprender el rol que jugó el exilio vasco en el impulso al humanismo cristiano en el pensamiento católico argentino. Esta corriente compartió los modelos sociales y eclesiales impulsados por la obra de intelectuales católicos como Jacques Maritain, Emmanuel Mounier, y los líderes políticos demócrata cristianos de la segunda posguerra. Exhibiremos la participación de destacadas figuras del exilio vasco como agentes coordinadores de los primeros grupos demócrata cristianos en nuestro país. Como hipótesis, postulamos que el comportamiento del Partido Nacionalista Vasco durante la Guerra Civil sirvió de modelo alternativo al paradigma de la cristiandad que sostenía el integralismo católico.

La historiografía sobre este período ha tendido a minimizar la oposición al bando franquista entre los católicos argentinos. Sin entrar en una discusión sobre la representatividad, consideramos que es necesario volver sobre una polémica que no se limitó a las publicaciones tradicionales de la intelectualidad católica, y en la que, por el contrario, el peso específico de los contendientes no ha sido del todo valorado. Por eso, en el texto trabajaremos con debates locales sobre temas de política internacional, pero que reflejaban un estado de conflictividad del campo intelectual católico, que a partir del caso de la Guerra Civil española, mostraba importantes signos de heterogeneidad.
El nacionalismo vasco y la guerra civil española
A principios de 1937, Franco avanzó en una campaña de once semanas en el norte de España, enfrentando la dura resistencia de los vascos y lidiando contra sus propias torpezas. Los rebeldes ocuparon Bilbao a fines de junio, definiendo la conquista del norte con la toma de Asturias. El 17 de agosto, José Antonio Aguirre, el presidente del breve gobierno autonómico vasco creado en octubre de 1936, abandonaba la región. Los vascos acordaron con las tropas italianas que se respetaría la vida y las propiedades de los vencidos, y no se impediría la salida de los que así lo desearan.2 Pero Franco rompió el pacto el 26 de agosto y los vascos quedaron atrapados. La caída del norte le permitió a Franco concentrarse en un solo frente, y demostró las dificultades del bando republicano para contener una ofensiva de los rebeldes.3

El Partido Nacionalista Vasco (PNV), preponderante aunque no hegemónico en la zona de Guipúzcoa y Vizcaya, era una agrupación que orgullosamente exhibía su confesionalidad. Al igual que en el bando franquista, la militancia política se fundía con la religiosa. Sin embargo, no sin pocas cavilaciones, en 1936 el nacionalismo vasco decidió apoyar al gobierno de la Segunda República. Sin duda, no era ese el mismo partido que había fundado Sabino Arana y Goiri en 1895. En su origen, Sabino Arana le dio un perfil marcado por la etnicidad y ultrareligiosidad, pero el PNV de la Segunda República se había actualizado al ritmo de la modernización de la sociedad vasca. La nueva generación del PNV de fines de la década de 1910 (Aguirre, Basaldua, Irujo, Landaburu, Irazusta, Leizaola), con matices y diferencias, entendía el nacionalismo como algo inseparable del ideal socialcristiano de vida y sociedad. Esta conciencia social del PNV hizo que el legado antiliberal y en buena medida reaccionario de Sabino Arana pasara a segundo plano.4

Como lo ha señalado Javier Tusell, el catolicismo español adoptó dos actitudes frente a la llegada del régimen liberal en el siglo XIX: la de los católicos liberales, minoritaria, que aceptaron las reglas e implicancias ideológicas del régimen constitucional; y la del “catolicismo social”, un movimiento nacido de una visión nostálgica de la armonía de clases, patrocinada muchas veces por nobles, de carácter popular pero fuertemente paternalista. Hacía fines del XIX, estos dos sectores confluyeron en el “catolicismo político”.5

En muchos países europeos, la modernización de los programas católicos fue posterior a la modernización de los medios políticos. Diversos grupos se incorporaron al sistema político con pobres convicciones, aunque a la larga terminarían coincidiendo con los principios democráticos. La trayectoria del catolicismo español en las primeras tres décadas del siglo, afirma Tusell, muestra los avatares de una modernización fallida.6 En ese trayecto de “partido confesional” a democracia cristiana se encontraban los católicos vascos cuando estalló la Guerra Civil.7

Las alianzas del PNV desde la proclamación de la Segunda República fueron variando en función de obtener un régimen de autonomía para el País Vasco. La negativa de las Cortes del primer bienio (1931-1933) se debía al temor a que un Euskadi autónomo se terminara convirtiendo en el “Gibraltar vaticanista” que denunciaban los políticos de izquierda. Los sectores del tradicionalismo carlista, con fuerza en Navarra, al igual que otros políticos de derecha, e incluso monárquicos, apoyaron el proyecto de autonomía vasca.8 Al mismo tiempo, la oposición entre los vascos y el primer gobierno republicano se explicaba fácilmente por el corte laicista que había adoptado la Constitución, y por los hechos de violencia de los que habían sido blanco figuras y edificios de la Iglesia Católica.

Cuando las fuerzas de derecha ganaron las elecciones en 1933 y constituyeron una mayoría parlamentaria, el estatuto de autonomía vasco, lejos de ser aprobado, pasó a estudio de una comisión que no se había expedido cuando estalló la Guerra Civil. El llamado “bienio negro”, de hegemonía cedista, fue testigo de la insurrección de Asturias, y de su posterior represión por parte del gabinete derechista. Esta forma de encarar la cuestión obrera también abrió zanjas entre los católicos vascos y las fuerzas de derecha tradicionalistas católicas. El PNV de Aguirre había incorporado el discurso y las prácticas del catolicismo social, como parte del movimiento de la Iglesia que buscaba, desde fines del siglo XIX, “recristianizar” a los sectores populares combatiendo la influencia del socialismo y anarquismo. Se había formado así Solidaridad de los Trabajadores Vascos, una organización que tuvo influencia en el norte de España, y rivalizó con las fuertes UGT y CNT.9

Estas diferencias entre el PNV y la derecha aproximaron a un sector importante de la dirigencia nacionalista vasca a la colaboración con algunas fuerzas del Frente Popular, que se impusieron en las elecciones de febrero de 1936. Sin embargo, producido el golpe de estado de julio de ese año, no estaba claro en los primeros días de la insurrección cuál sería la postura del PNV. De hecho, el alzamiento había triunfado rápidamente en Navarra. Sin embargo, la opción de los hombres de Bilbao fue el apoyo a la República.

No cabe duda que la oposición a las fuerzas de Franco (particularmente hostil a cualquier forma de autonomismo), generaba a los católicos vascos, y en especial a su dirigencia nacionalista, un conflicto con la Iglesia de España que, si bien no había declarado todavía su apoyo a la “cruzada” franquista – como lo hará en 1937-, ya había dado sobradas señales del bando en el que militaba.

No era tan clara, sin embargo, la postura del Vaticano. Si bien las relaciones con la República habían sido hostiles, nunca se habían cortado, y de hecho pasarán muchos meses hasta que Pío XI reconozca en forma semioficial al gobierno de Burgos.10 Debe tenerse en cuenta el rol que jugó el clero vasco, con capacidad de lobby en Roma, el temor del Papa a los elementos fascistas que rodeaban a Franco, y la presión que empezaron a ejercer figuras que se encontraban en el pináculo de la cultura católica francesa. Los vascos podían fácilmente argumentar que un ejército multinacional, integrado por “infieles musulmanes”, estaba atacando a un territorio católico, donde, a diferencia del resto de la zona leal, la práctica religiosa no se había interrumpido, iglesias y sacerdotes no fueron molestados, y ninguna fábrica había sido colectivizada. Si en el País Vasco hubo guerra civil, es igualmente cierto que no se produjo ninguna revolución. Intelectuales como Bernanos, Mauriac, Maritain, Mounier, las revistas Sept, Esprit, Vie Intellectuelle, con posturas distintas, defendieron la actuación de los vascos en la contienda, enfrentando a un modelo de catolicismo tradicional, autoritario y militarizado, que representaba el bando de los sublevados.11

Luego de la derrota de junio de 1937, pero especialmente después de la derrota definitiva del bando republicano a principios de 1939, los vascos confluyeron en el gran torrente del exilio español. El destino inicial fue Francia, de la cual nuevamente debieron huir, o encontrar formas de sobrevivir a la ocupación alemana de 1940. Las peripecias de estos trayectos están muy bien detalladas en una literatura que mezcla la denuncia política, la aventura y la desesperación.12

En el País Vasco fueron ejecutados más de una docena de sacerdotes, a quienes se acusaba de haber debilitado el “españolismo” en los seminarios.13 Otros pudieron exiliarse, y en muchos casos su destino fue Sudamérica, en especial Argentina. La prohibición del uso del vascuence como lengua fue parte de la represión cultural. Por su parte, el gobierno vasco siguió funcionando en el exilio.14 José Antonio Aguirre había sido nombrado primer Lehendakari (presidente) en octubre de 1936.15 Desde 1937, se había instalado con el gobierno vasco en Barcelona, y definitivamente en París tras la caída de la ciudad en enero de 1939. Durante la guerra europea la dirigencia vasca colaboró estrechamente con los servicios de inteligencia y seguridad norteamericanos, e incluso aportaron el batallón “Guernica”, del cual fue capellán el padre Iñaki de Azpiazu. La expectativa del exilio vasco, y del resto del exilio republicano, era que esta colaboración fuera correspondida por parte de los norteamericanos, y Franco fuera expulsado de la península. Sin embargo, las necesidades de la Guerra Fría, y el temor a la instalación de un nuevo gobierno de izquierdas en una Europa más que sensibilizada, hicieron que los gestos de los EUA se dirigieran a sostener, más que derrocar, al gobierno franquista. Colaboró con ello que a partir de 1945 se reiniciara la relación entre el gobierno de Franco y el catolicismo político, (después de una “fría” posguerra civil), con la incorporación de figuras destacadas de Acción Católica al elenco gubernamental español.16

A diferencia del gobierno republicano en el exilio, o su par catalán, el gobierno vasco sobrevivió con mayor dignidad a los cuarenta años de régimen franquista. A pesar de la muerte de José Antonio Aguirre en 1960, su sucesor en la presidencia, Jesús María Leizaola, regresó al País Vasco el 15 de diciembre de 1979, clausurando las oficinas del gobierno en el exilio en París. Pudo cumplir un rol, aunque fuera simbólico, en la constitución del nuevo gobierno autonómico vasco, con el restablecimiento de la democracia a fines de los setenta.
El exilio vasco y el humanismo cristiano en Argentina
La prensa católica argentina recibió con frialdad la aparición de la Segunda República española. La influencia que en los círculos intelectuales católicos había ejercido el embajador del dictador Primo de Rivera, Ramiro de Maetzu, consolidó una hostilidad casi primaria a la transformación del régimen monárquico en una república democrática. Los periódicos y las revistas católicas (en especial Criterio, que tenía como censor al vasco españolista Zacarías de Vizcarra) mostraban con lujo de detalles la “persecución” y el “martirio” hacia la Iglesia española, alineándose con las declaraciones de la derecha tradicionalista.17

Al estallar la Guerra Civil en 1936, la opinión pública argentina se dividió en torno a los dos bandos en lucha. Sin embargo, como lo han señalado distintos analistas, las organizaciones sindicales, y una parte importante del partido popular más numeroso, el radicalismo, mostró su simpatía con la República. 18 La cuestión se complicó en el campo católico con las primeras afirmaciones de Jacques Maritain. Al declararse neutral, y condenar explícitamente el ataque a los vascos, la polémica no se hizo esperar. La virulencia que ésta alcanzó era el producto del peso que el filósofo francés ejercía sobre la intelectualidad católica local, y de que muchos de sus seguidores más fieles en Argentina también lo acompañaron, protestando contra la alineación automática del catolicismo argentino con el bando franquista.

Las políticas estatales respecto a los refugiados europeos, en especial los republicanos españoles, mostraron altos grados de hostilidad hacia un tipo de inmigrante considerado “indeseable”. Sin embargo, los vascos representaron una excepción.19 El origen vasco de muchas figuras dirigentes en la política argentina, sumado al imaginario de un inmigrante considerado “laborioso”, “honesto”, “religioso”, hicieron que las estructuras de poder exceptuaran a los vascos de las restricciones que pesaban sobre el resto de la inmigración. Al mismo tiempo, la relación que el Estado argentino estableció con el Comité Pro-inmigración Vasca generó roces con el gobierno de Franco, que no admitía el reconocimiento hacia un sector al que consideraba sedicioso.20

En el plano religioso, la inmigración de sacerdotes vascos se había iniciado mucho antes del estallido de la Guerra Civil. La llegada de sacerdotes de la península era normal desde una región con excedente de clero, hacia otra donde la escasez nunca se detenía. El tránsito interno en las órdenes también era habitual. Por otro lado, la monarquía y luego la dictadura de Primo de Rivera habían perseguido, en las primeras décadas del siglo, a la corriente nacionalista dentro del clero vasco, obligándola a exiliarse en Argentina. Esto había permitido que se formara un núcleo religioso y cultural importante dentro de la estructura comunitaria vasca local. Esas redes preestablecidas fueron las apoyaturas del exilio vasco posterior a 1939.21

La discusión entre los intelectuales católicos argentinos y Maritain ha sido abordada en distintos trabajos.22 Nos interesa ahora ubicar los argumentos que se esgrimieron en torno al caso vasco, por considerarlo un enfrentamiento en el que se debatieron modelos eclesiales y societarios opuestos, en los que se puso en evidencia el límite del modelo de cristiandad (o por lo menos los argumentos que se podían esgrimir en su defensa) y la emergencia de una forma alternativa de participación de lo religioso en lo político.

Quien rompió el fuego sobre la correcta postura católica frente al conflicto español fue monseñor Franceschi.23 Ya lo había hecho en distintas editoriales en Criterio desde julio de 1936, e incluso viajó a España en 1937, entrevistándose con Franco y recorriendo la zona “liberada”.24 El eje del argumento de Franceschi para justificar el alzamiento se apoyaba en aquella tradición teológica que habilitaba a los pueblos a derrocar al príncipe cuando éste se hubiera convertido en un tirano.25 En definitiva, la Segunda República con sus acciones o con sus inacciones frente a la destrucción de iglesias, y frente a la violencia callejera de la izquierda, había perdido todo tipo de legitimidad. Finalmente, de lo que se trataba era de optar por una revolución bolchevique o por una revolución nacionalista. La primera, obedecía según Franceschi a un plan bien fraguado y explícito en las directivas del komintern, bajo el mando de Stalin; la segunda, sobre cuyas consecuencias y planes últimos prefería no opinar, era desde su perspectiva un movimiento esencialmente católico, muy distinto al totalitarismo hitleriano y fascista italiano.

Sobre el caso vasco, Franceschi no sólo ponía en duda la “catolicidad” tan declamada por sus dirigentes peneuvistas, sino que los juzgaba, en primer lugar, como oportunistas, dado que estaban dispuestos a aliarse con el mismo demonio (léase el Frente Popular) para obtener su autonomía. En segundo lugar, no cabía otra que caracterizarlos como inocentes, dado que si “el demonio” ganaba la guerra, nadie pararía la “bolcheviquización” de España, con lo cual su catolicismo también terminaría en el cesto de papeles.

La crueldad del ejército franquista, y de sus aliados alemanes e italianos había quedado plasmada en el bombardeo de Guernica. Franceschi, que había visitado la zona en su viaje a España, seguía en su discurso la versión del bando nacionalista: se había tratado de un incendio de los propios dirigentes vascos, que en la desesperación de la derrota no cavilaban en inmolar a sus poblaciones para montar una campaña que hiciera ver a los ejércitos de la “cruzada” como crueles y sanguinarios.

Finalmente, para Franceschi no era menor el hecho de que la intelectualidad católica francesa, en definitiva el faro en el que se apoyaba el “renacimiento católico” argentino, pusiera tantos reparos e incluso se enfrentara al bando franquista. Para Franceschi, Maritain, Bernanos y Mauriac, al igual que los vascos, anteponían su nacionalismo al bienestar de la fe, lo temporal a lo espiritual. Ellos temían por Francia, porque sabían que derrotada la República sus “espaldas” serían bases de operaciones italianas y alemanas.

La contestación no tardaría en llegar. Bajo el seudónimo de Areitz, el sacerdote capuchino Isaac Echeverría Galdeano (conocido también como Bernardino de Estella), replicó la postura de Franceschi, formulando un análisis mucho más detallado de la doctrina sobre la legitimidad del tiranicidio. En primer lugar, Areitz reafirmaba la legitimidad de la Segunda República, puesta en duda por Franceschi. Ésta había sido reconocida por los partidos de derecha, al participar en la política parlamentaria, y también en las cartas colectivas del episcopado español. Franceschi cuestionó el sistema electoral que le había permitido al Frente Popular hacerse con la mayoría de los escaños en 1936 con menor cantidad de votos que las derechas sumadas. Sin embargo, Areitz le recordaba que era ese el mismo sistema vigente en 1933, cuando las derechas lo aprovecharon para hacerse con la mayoría parlamentaria.

Pero lo más importante de la réplica de Areitz era la utilización de los argumentos que Franceschi había deslizado años antes del estallido de la Guerra Civil. Allí se verificaba su condena a las derechas católicas, a su incapacidad de insertarse en el medio obrero, a despegarse de un sistema político particular (en este caso la monarquía o el autoritarismo), y para eso el mismo Franceschi oponía el ejemplo de Francia, donde el advenimiento de las izquierdas al poder no había significado necesariamente un vuelco anticlerical de la población. Todos estos argumentos (tan caros al discurso de Franceschi) que hacían hincapié en las responsabilidades de los católicos, en la necesidad de su tarea social, en la búsqueda del uso de instrumentos modernos para llegar a la sociedad, parecían borrarse a partir del alzamiento franquista. Evidentemente se alineaba con una postura cara al sentimiento de los católicos que lo rodeaban, influidos por el hispanismo, y a quienes intentaba liderar intelectualmente. Por más que hubiera acordado con los argumentos de Maritain, Franceschi jamás adoptaría una postura tan desalineada con sus interlocutores, ni tan peligrosamente distante de la postura episcopal (argentina y española).

Frente a la opción que planteaba Franceschi “entre dos revoluciones”, Areitz se preguntaba si la revolución “bolchevista” era un movimiento extraño al gobierno, al que arrollaba en el vértigo de su impetuosidad. En ese caso, el imperativo de la hora señalaba la necesidad robustecer al Gobierno y coadyuvar en la tarea de reprimir la subversión invasora. ¿Se justificaba esta revolución por la perentoria necesidad de defender la civilización cristiana amenazada por la herejía que había hecho presa en los resortes del gobierno? En ese caso, según Santo Tomás, la herejía sólo podía ser definida por el sumo pontífice. Se objetaría que ya Roma se había expedido frente al gobierno español, al condenar los estragos del comunismo, pero la condena fue posterior al estallido, y sólo condenó la herejía, no llamó a deponer al gobierno. El hecho de que el Vaticano no haya cancelado su representación diplomática ante el gobierno republicano era un argumento recurrente en el catolicismo antifranquista para apoyar su posición. En definitiva, afirmaba Areitz, un buen católico debía adoptar una actitud de no resistencia al mal:
La oración, he ahí el remedio más eficaz, para los que reivindicamos el solio que monseñor parece le niega y que entronca en el más fundamental concepto de la economía cristiana: en la idea de un Dios, alfa y omega, principio y fin, que gobierna providencialmente y tuerce a voluntad el capricho de los déspotas 26
Desde la postura de un nacionalista, con menos argumentos teológicos y más políticos, Juan Pascual de Orkoya (seudónimo de Elías de Labiano), escribía en 1937 una carta abierta a monseñor Franceschi a propósito del caso de Guernica. Orkoya defendía con vehemencia al presidente Aguirre, a quien Franceschi había caratulado de “monstruo” al sostener la “mentira” del bombardeo a la población civil. Aguirre, según Orkoya:
…sigue fielmente como muy pocos –agrego yo- las enseñanzas de los pontífices en cuanto a pagar salario familiar a los obreros de su fábrica…Ahora mismo, cuando ha desaparecido del territorio gubernamental todo vestigio de religión, en Euzkadi, gracias a Agirre y al católico pueblo vasco, las iglesias están abiertas, se celebran los actos de culto como en tiempos normales, son respetados los sacerdotes y religiosos, se cierran todos los teatros y cines el Viernes Santo…27
Frente a la rebelión franquista, Orkoya volvía al argumento de la resistencia pasiva, predicada por León XIII “…cuando el exceso ha llegado a un punto en que ya no se vislumbre más ninguna esperanza de salud, enseña que el remedio se ha de acelerar con los méritos de la paciencia cristiana y con las fervientes súplicas a Dios”28. Pero antes de esto…
…es preciso que prueben la licitud de la insurrección, sin darla por supuesta, como una verdad incontrovertible […] Lo prudente y lo cristiano, en tales casos, es atenerse a la sabia norma de San Agustín: ‘En las cosas necesarias para la salvación hay unidad; en las dudosas, libertad; y tanto en una como en otras, brille la caridad’” 29
No era casual que, como Areitz, Orkoya utilizara una frase que era siempre citada por Franceschi, y que había sido tan poco aplicada por él en el caso español. Finalmente, atacaba a Franceschi donde más podía herirlo: en su descentramiento con la alta cultura católica francesa:
Traigo aquí este dato, para que se vea cómo en el extranjero no ha prosperado la acusación de Franco contra los vascos, como no ha prosperado, especialmente, entre intelectuales católicos de la talla de Maritain, Mauriac, Bourget, etc. Ni en publicaciones católicas de tanto nombre como L’Èsprit, Sept, Vie Intellectuelle, La Croix (hostil esta a los gubernamentales al principio de la guerra). 30
Una tercera contestación llegó del sacerdote vasco Iñaki de Azpiazu (bajo el seudónimo de J. de Hiriartia). Azpiazu defendía a los vascos de la “doble acusación” a la que habían sido sometidos: no querer unirse con las derechas de España en su lucha contra el comunismo y aliarse con éste para combatir a aquéllas.

En su argumentación recordaba la carta colectiva del 20 de diciembre de 1931, a siete meses de instaurada la República, en la que el Episcopado llamaba a respetar el orden vigente “aun en días en que sus depositarios y representantes abusen del mismo contra ella”. El Episcopado español, tanto en este documento como en el de 1933, ordenaba a los católicos que siguieran tres directivas: primero, acatar el régimen republicano; segundo, no recurrir a la sedición y a la violencia; tercero, desarrollar una gran actividad social conforme a las enseñanzas de la Iglesia. El argumento de Azpiazu era que los vascos se ajustaron a estas normativas, cuando las derechas no lo hicieron.

En cuanto a los dos primeros puntos, la actitud de las derechas era más que evidente para Azpiazu: se había amenazado y utilizado la prensa monárquica y carlista para atacar a la República, y la sedición estaba en marcha mucho antes de 1936. En cuanto al último punto, señalaba que durante los dos primeros años las derechas se encargaron de preparar la intentona de Sanjurjo. Luego apareció Gil Robles con la CEDA. Éste “No hablaba de monarquía, acataba la República y, contra la tendencia marxista del proletariado español, presentaba las doctrinas sociales de la Iglesia. Respecto a los métodos de violencia decía: ‘Quienes piensan en golpes son unos suicidas’”31

La figura de Gil Robles, según Azpiazu, convocó a miles de españoles, que se oponían tanto a la derecha como a la izquierda, e incluso no pocos obreros, viendo su giro social. Sin embargo, la llegada de éstos al poder en 1933 no significó un cambio para las condiciones de los trabajadores españoles, sino todo lo contrario. El mismo sector de derecha se opuso a la reforma agraria de Jiménez Fernández. “esta conducta anticristiana de las derechas provocó una fuerte reacción en el proletariado, que culminó en la revolución marxista de octubre de 1934”.

Los vascos, por el contrario, acataron el orden republicano, “conforme a estas normas trazadas por sus dirigentes el pueblo vasco no ‘consustancializó’ a la Iglesia con ningún régimen y acató con toda lealtad la República, en su prensa, en sus manifestaciones públicas y en la Cámara de los Diputados”.

Finalmente, afirmaba Azpiazu, los vascos desplegaron una actividad social conforme a las enseñanzas de la Iglesia, crearon los sindicatos cristianos de obreros industriales, de labradores, de pescadores, etc.
Merced a esta actividad el pueblo vasco destruyó toda posibilidad de triunfo marxista, y así nos aparece a través de los cinco años con una estabilidad que contrasta con la volubilidad y los cambios bruscos de la opinión en el resto del estado español […] Pero la oposición entre vascos y las derechas en materia social llegó a su apogeo, cuando éstas pretendieron ahogar en sangre el descontento proletario, que estalló en forma violenta con la revolución marxista de 1934. 32
Franceschi se vio obligado a precisar su argumento respecto a dos temas que habían quedado flotando en la polémica. En primera lugar, la actitud que debía adoptar el católico frente al mal. En segundo lugar, un tema más antiguo pero que se actualizaba con la cuestión de los católicos vascos, el saber si los buenos cristianos, en muchos casos, estaban o no fuera del redil de la Iglesia. Franceschi cuestionaba la “no resistencia al mal” que sostuvo Maritain para condenar el golpe de estado franquista, pero con sutilieza separaba al “maestro” de sus “discípulos”:
…por supuesto no caía el filósofo en el absurdo de negar toda necesidad de recurrir en ciertos casos a la fuerza, aunque la orientación de su espíritu lo llevaba a poner con demasiada insistencia el acento en la fortaleza pasiva. Pero la tesis de Maritain se contenía dentro de los límites estrictos que señala la teología católica, no ocurrió otro tanto, muchas veces, con discípulos suyos que, exagerando la doctrina y sacándola de quicio, apelaron al principio de no resistencia al mal frente al problema de la revolución española, y no vacilaron en afirmar vistas que no se conforman con la enseñanza católica […] Estas y otras causas han contribuido a difundir dentro de un grupo de argentinos cierto concepto totalmente erróneo de la sana doctrina acerca de la no resistencia. Este grupo es pequeño, pero mañana podría ensancharse, y por eso conviene sentar claramente los principios sustentados por el cristianismo.33
Algo similar afirmaba en referencia a los ámbitos de jurisdicción de la jerarquía en asuntos terrenos, en oposición a los alcances limitados que proponían los apologistas de los católicos vascos. Basándose en la lectura que el cardenal Cayetano hacía de Santo Tomás (para, indirectamente, reclamar que no era Maritain su único y mejor intérprete) Franceschi sostenía “…si acontece que, en cualquier orden de cosas temporales se presenta un detrimento para la salvación eterna, entonces el prelado que interviene en este dominio por una orden o una prohibición no mete la hoz en campo…”.34

Finalmente, Franceschi se oponía al espiritualismo de los humanistas cristianos, quienes sostenían que, en el caso español, la gracia actuaba en ambos bandos. En definitiva, la pregunta era la clásica sobre la salvación fuera de la Iglesia: sin negar la existencia de pecadores católicos poco cristianos, el Franceschi de los años de la Guerra Civil se aferraba a un tradicionalismo que no había sido su marca en términos teológicos. No alcanzaba ser bueno…
Ni basta tampoco esa vaga bondad, más sentimental que reflexiona (sic), ese no hacer el mal, ese compadecer los sufrimientos visibles, ese dar alguna limosna, que en el fondo constituyen muchas veces una repercusión desviada pero real del ambiente cristiano […] Fácilmente se deja ver entonces qué cristianismo inconciente pueden tener los que destruyen el orden cristiano, los que viven en la impudicia, los que propagan doctrinas asoladoras, los que encabezan acontecimientos como los de España. Cabe tener lástima de toda esa gente, buscar si se quiere excusas para sus errores, pero no calificarlos de cristianos, y sobre todo anteponerlos a quienes, con todos sus defectos y debilidades, con todas su fallas y ‘estupideces’, poseen al menos la verdad, y adhieren positivamente a la triple unidad de la fe, de sacramentos y de gobierno que es esencial a la Iglesia que cristo fundó. 35
La postura de Franceschi era, a primera vista, reveladora del abroquelamiento del campo católico junto al bando franquista, pero al mismo tiempo exponía una paradoja: para Franceschi, a diferencia de los nacionalistas católicos argentinos, los interlocutores válidos en el campo de las ideas religiosas seguían siendo quienes ahora eran más cuestionados: Mauriac, Maritain, Bernanos. No había una ruptura, sino al contrario, una necesidad de aclarar posiciones para seguir formando parte de un núcleo del cual Franceschi aborrecería estar excluído. Esa vanguardia del pensamiento católico mundial, en todo caso, se había extraviado un tanto de su guía romana, pero no por eso dejaba de brillar como un faro ante los ojos de Franceschi.

Para los católicos vascos en Argentina, la confrontación con Franceschi era importante por el peso que su figura tenía como orientador del pensamiento confesional local. Su pluma, que se había dado el lujo de ubicarse como “moderado” en una década de fuerte corrimiento nacionalista y antidemocrático del pensamiento católico, se veía ahora enfrentada con un sector con poco peso institucional, pero apoyado en una opinión católica de mucha más solidez que la flojera doctrinaria y teológica de los nacionalistas católicos argentinos, que solían escribir en El Pueblo, o en las hojillas del nacionalismo local. Criterio se había prestigiado, desde sus orígenes, con esa vanguardia intelectual católica europea que ahora le daba la espalda a Franco. Sin embargo, para Franceschi esos eran sus interlocutores válidos, y a pesar de la Guerra Civil, no dejaría de pensar en ellos.
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