Humanismo y Renacimiento. Una comprensión satisfactoria del R., según lo han delimitado las más válidas y modernas aportaciones historiográficas, exige tener en






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RENACIMIENTO

Humanismo y Renacimiento. Una comprensión satisfactoria del R., según lo han delimitado las más válidas y modernas aportaciones historiográficas, exige tener en cuenta diversos antecedentes y efectuar diversos deslindes de terrenos (v. t. II, 1). El punto de partida puede ser la noción de humanismo (v.), despojada de las connotaciones contemporáneas que esa voz puede tener para el no especialista. De hecho, el término humanismo fue utilizado por primera vez en 1808, por el pedagogo alemán F. J. Niethammer, para referirse a una directriz didáctica que marcaba el acento en la importancia educativa de la lectura de los autores clásicos de Grecia y Roma, frente a las crecientes exigencias de un tipo de instrucción más inmediatamente práctico y científico que corrían paralelas a la industrialización de Occidente (V. HUMANISMO II, 1). Pero la palabra humanismo, aunque de acuñación moderna, puede utilizarse para aludir a corrientes del pensamiento europeo de los s. XIV a XVI. En efecto, a finales del s. XV, en la jerga universitaria de Italia, Francia, España e Inglaterra, empezó a denominarse humanista al profesor o estudioso de un grupo de disciplinas perfectamente determinado.

      Humanista es nombre homólogo a otros, como el de jurista, aplicado en las universidades al profesor o estudioso del Derecho; el de artista, aplicado a los dedicados a las artes liberales, etc., y se usaba para individualizar al profesor o estudioso de los studia humanitatis (o humanidades). Cicerón había bautizado como humanitas al conjunto de artes y letras que, según el ideal griego, han de formar la base de la formación de todo hombre culto; y, con el mismo sentido, en el Pro Archia utilizó el giro studia humanitatis ac litterarum. Para Aulo Gelio, el griego paideía es equivalente de aquello «que llamamos perfeccionarse e imponerse en las buenas artes». Con esos y otros precedentes, studia humanitatis se empleó en el R. con el valor de educación literaria en el terreno acotado por los grandes autores latinos, y para aludir, más concretamente, al ciclo intelectual de cinco materias: gramática, retórica, historia, poesía (y teoría de la literatura) y filosofía moral. Ya Petrarca, en el catálogo de sus libros preferidos, había distribuido las diversas obras centrándose fundamentalmente en tal esquema; y antes de 1447, el futuro papa Nicolás V, al redactar el inventario de la biblioteca de Cosme de Medici, puso a un lado los manuscritos de distinto tema y agrupó los restantes bajo el epígrafe de studüs... humanitatis, quantum ad grammaticam, rhetoricam, historicam et poeticam spectat ac moralem (de las humanidades, que se refieren a la gramática, retórica, historia, poética y ética). En fechas posteriores, otros múltiples testimonios hablan de idéntica estructuración de los studia humanitatis en los cinco dominios mencionados, siempre y cuando se estudiaran a través de la lectura y comentario de los antiguos escritores grecolatinos (V. HUMANISMO I, 2).
      Así, el profesor o estudioso de todos o cada uno de los studia humanitatis (o más específica y limitadamente de los clásicos en que se apoyaban tales studia) fue conocido como humanista. La voz, con todo, sólo se usaba en el argot de las universidades o en la lengua corriente, pues, por carecer de abolengo antiguo, fue desdeñada por los propios humanistas, quienes, fieles al ideal de la imitación idiomática, de la pureza del latín, prefirieron usar para sí mismos rótulos como orator, poeta, rhetor o grammaticus. Ocurre, pues, que «el humanismo del Renacimiento, en tanto tal, no fue un sistema o tendencia filosófica, sino más bien un programa cultural y educativo que subrayó la importancia y desarrolló el cultivo de un área de estudios importante pero limitada» (P. O. Fristeller).

      Por tanto, podemos y debemos reducir la designación de humanismo para el curriculum de disciplinas patrocinado por los humanistas entre los s. XIV y XVI (otros fenómenos afines habrán de relegarse a la categoría de precedentes o secuelas). El humanismo nace al fecundarse mutuamente dos tradiciones: la italiana de las artes dictaminis (manuales de redacción, cabría parafrasear), cultivada por notarios y curiales que sistematizaron, primero, en tratados las reglas del buen estilo latino y las reforzaron, después, preceptuando la imitación de los grandes escritores romanos; y la francesa (especial, pero no exclusivamente) de mantener a esos escritores, los auctores por excelencia, como núcleo de la enseñanza. Semejante cruce de tradiciones se insinúa ya en Padua en la segunda mitad del s. XIII y se consolida progresivamente; es significatico al respecto que el gran maestro de las generaciones posteriores, Francesco Petrarca (v.), pasara sus años decisivos en Aviñón, a medio camino de Francia e Italia (no se olvide que allí se trasladó la residencia de los Pontífices en 1309).

      Uno de los cimientos del edificio cultural del humanismo es probablemente la tarea de descubrimiento, edición y explicación de los textos antiguos (primeramente sólo latinos; después, al llegar a Italia buen número de emigrados bizantinos, también griegos; v. I y II, 1). Del trabajo directo sobre los manuscritos nace una conciencia histórica, y una actitud crítica de cosas y casos, con vistas a restablecer las lecturas correctas o entender plenamente un pasaje. El gusto por lo individual y único se refuerza al caer en la cuenta de que, entre las múltiples variantes que ofrecen las copias medievales, sólo una puede ser la buena, en tanto salida de la pluma del clásico en cuestión, a quien además se erige como dechado propuesto a la imitación gramatical.


      Ahora bien, la búsqueda, fijación textual y comentario (a todo propósito) de las obras clásicas lleva a proponer que éstas se constituyan en la raíz de la educación de toda persona adecuadamente formada. Nótese que los humanistas no pretenden instaurar su curriculum de disciplinas como constitutivo de la totalidad del saber. Aunque tuvieron fricciones y roces con los representantes de otras tendencias, nunca pensaron en desplazar de la universidad ciencias o técnicas como la Medicina, el Derecho, la Teología, la Lógica, etc. Pero, frente a quienes opinaban que toda la educación debía tender a formar expertos en esos dominios, los humanistas reivindicaron la exigencia de que la «enseñanza general básica» de todo profesional u hombre educado debía consistir en un buen conocimiento de los studia humanitatis y de la literatura antigua.


      Pues bien, el concepto y el nombre de R. nace entre los humanistas y para aludir al resurgir cultural que (según los casos) había originado o debía engendrar la aplicación de los studia humanitatis como plataforma educativa. Supuesto ello, R. puede tener un doble significado. Puede emplearse, así, como mera designación cronológica: la de esa época (principalmente, entre los s. XIV y XVI) en que los humanistas recurren con frecuencia a dicha noción; pero habremos de advertir que, en el marco cronológico así delimitado, conviven muchas corrientes, y que, por tanto, con esa perspectiva, a ninguna de ellas puede tratársela como específica del R. en tanto tal (v. I-II); en este primer sentido, R. deslinda un periodo, mas no implica ningún contenido determinado. Otro posible significado de R., dado que su concepto y nombre nacen al arrimo y como consecuencia del humanismo, es el de aquellas manifestaciones que a su vez constituyen los studia humanitatis, dependen o se benefician de sus aportaciones y se inspiran en sus métodos, siempre en la época deslindada por la aparición y uso común del concepto y nombre señalados.

     
      FRANCISCO RICO.

      

      

      2. Los precursores. Al ofrecer un sucinto panorama del R. literario, conviene individualizar las figuras de dos maestros y precursores excepcionales: Petrarca (v.) y Boccaccio (v.). El florentino Francesco Petrarca (1304-74) es autor de una importante obra en lengua vulgar (por entonces considerada literariamente harto inferior a la lengua latina), el Canzionere, que agrupa 366 composiciones líricas (principalmente sonetos), en su mayor parte dedicadas a su dama Laura, según una tradición de amor cortés; en una forma impecable describe y analiza sus sentimientos e intimidad. El éxito fue enorme, y muy imitado el autor. Sin embargo, Petrarca dedicó sus principales esfuerzos a sus libros en latín, de los que esperaba mayor gloria. Tanto por su obra en latín como por su personalidad, se le considera cabeza y origen del humanismo italiano (y, por ende, europeo); y, de hecho, anticipa ya todos los rasgos y actividades que caracterizarán a los humanistas. Antes que él, otros habían sentido interés por los autores latinos, especialmente en Francia, aunque sin la intensidad y el enfoque moderno de Petrarca.

      La estancia en la corte papal de Aviñón y el influjo de amigos, como Landolfo Colonna, despertó en el joven Petrarca una pasión por el mundo clásico, que ya no le abandonaría en su vida. Se dedicó, pues, a recoger cuantos manuscritos antiguos pudo, hasta formar una considerable biblioteca; rescató del olvido textos de S. Agustín, Cicerón y Tito Livio, que transcribió y comentó con principios de crítica textual bastante modernos. Soñó alguna vez en restaurar las costumbres antiguas, y trató de emular la gloria de sus admirados autores latinos en una serie de escritos, permeados por la imitación de los clásicos. Entre ellos, cuentan un poema épico, África, sobre las guerras púnicas; un conjunto de biografías de la Antigüedad, De Viris Illustribus, epístolas en prosa (Familiares y Seniles), dirigidas a contemporáneos y a famosos antiguos; un diálogo filosófico con S. Agustín, el Secretum; un tratado moral senequista y buen número de composiciones líricas.

      La personalidad y la labor de Petrarca produjeron un impacto en cierto número de contemporáneos, que se constituyeron en discípulos (aunque Petrarca nunca enseñó como profesor) y continuadores entusiastas de su obra como escritor en latín y estudioso de los clásicos. Entre la caterva de admiradores y seguidores italianos o extranjeros de Petrarca destaca su compatriota Giovanni Boccaccio (1313-75). Su obra en lengua vulgar, especialmente el Decameron, colección de novelle, ocupa en el desarrollo de la prosa novelesca el mismo lugar que Petrarca para la lírica amorosa. Sin los medios ni la influencia de su maestro, Boccaccio no llegó a coleccionar tantos textos antiguos, aunque es importante su intervención en el descubrimiento de textos de Tácito y Apuleyo. Humanista de cuño diferente a Petrarca, Boccaccio antepone a la enojosa crítica textual la información que puedan proporcionarle los antiguos y que vierte en tratados, muy apreciados y consultados por otros humanistas y escritores: el De Montibus, geográfico, y sobre todo, el De Casibus virorum illustrium y el De Genealogia deorum. En cierto modo, con sus intereses enciclopédicos, compensa deficiencias de su maestro. En otro aspecto importante difiere de Petrarca: su interés en aprender griego y la protección que dispensó a Leonzio Pilato, primer profesor de griego en una universidad occidental: Florencia.

      3. El redescubrimiento del mundo antiguo. El movimiento humanista iniciado por Petrarca y Boccaccio se consolida a su muerte en toda Italia, a lo largo de una línea de estudiosos que hacen avanzar cada vez más el conocimiento y la admiración del mundo antiguo, cada uno superando la labor de su maestro y formando discípulos que continúan el empeño (v. HUMANISMO I, 2). Conquistan los humanistas posiciones en la enseñanza y, por sus conocimientos de retórica antigua, resultan imprescindibles como secretarios y cancilleres de príncipes o ciudades; en este último caso, se encuentran las formidables figuras de Coluccio Salutati (1331-1406) y Leonardo Bruni (1374-1444), cancilleres de la República de Florencia. La celebración del Conc. de Constanza (v.; 1414-17), que puso fin al Cisma (v.) de Occidente, es ocasión para que eruditos del séquito papal, como Poggio Bracciolini (1380-1459), rescaten enorme número de manuscritos antiguos, conservados en monasterios próximos.

      Cuando prácticamente todos los manuscritos latinos fueron hallados, muchos ojos se volvieron al mundo griego, que también fue conocido en la Edad Media (v. MEDIA, EDAD in). A partir de 1397, se establece una cátedra de griego en Florencia, que será regularmente provista por eruditos griegos, emigrados á Italia; el interés despertado es enorme, y muchos son los que aprenden griego. Con los eruditos bizantinos (cuyo número aumenta tras la toma de Constantinopla por los turcos en 1453) y los viajeros italianos, llegan los manuscritos griegos que enriquecen bibliotecas papales, principescas o ciudadanas; las versiones al latín, debidas a griegos o a discípulos italianos, como Bruni, difunden tales conocimientos a toda Italia (v. II, 1). En este sentido, el mayor logro del s. XV fue la traducción al latín de las obras completas de Platón por Marsilio Ficino (1433-98), quien, además, fundó la Academia Platónica de Florencia (v. II, 3), bajo la protección de Lorenzo de Medici, para el estudio de la doctrina platónica (de gran influencia).

      La edición de textos clásicos, esto es, la búsqueda de fuentes, el comentario y la compaginación de manuscritos diferentes, desarrolla en sus cultivadores un sentido histórico y unas aptitudes críticas, que no tardan en aplicarse a otras esferas del saber o de la vida y conforman el espíritu humanista; tal es el caso de Lorenzo Valla (v.; 1407-57), autor de unas Elegantiae, manual muy leído sobre gramática y retórica latinas, quien demolió con métodos críticos la leyenda de la Donación del Emperador Constantino a la Iglesia. Las dotes de Valla como crítico textual fueron superadas, sin embargo, tiempo después, por dos eruditos: Angiolo Poliziano (v.; 1454-94), autor de unas Miscellanea o colección de problemas de crítica textual; y Ermolao Barbaro (1453-93), editor de Aristóteles y Plinio, que comenta en Castigationes Plinianae, notas eruditas al texto de la Naturalis Historia.

      4. El humanismo italiano en la Europa occidental. El conocimiento y estudio de los textos antiguos, salvados del olvido o correctamente interpretados, representó un aumento del saber en volumen y erudición, si bien no siempre en profundidad (v. II); afectó también al modo de vida, que experimentó en Italia renovaciones inspiradas en la Antigüedad. Todo ello levantó el prestigio del país ante los demás de Europa y lo convirtió en un foco de atracción. El humanismo se propagó a otros países como resultado de una serie de factores. El Papado intervino a través de sus numerosos enviados y legados, a menudo humanistas o con gustos de tales, esparcidos por toda la cristiandad. A Roma acudía gran cantidad de eclesiásticos para negociar algún asunto u ocupar un cargo en la Curia durante algún tiempo. Los estudiantes extranjeros en universidades italianas difundían lo aprendido, de vuelta a sus países de origen. Por último, numerosos humanistas italianos (quizá, poco dotados) cruzaron los Alpes en busca de un empleo como secretario o profesor de retórica y se ganaron el aprecio de sus protectores.

      En Francia, bajo la influencia de Petrarca, hubo un temprano amago de humanismo entre las últimas décadas del s. XIV y primeras del XV, pero el movimiento no arraigó hasta la llegada a París en 1456 de Gregorio Tifernate para enseñar retórica, con éxito extraordinario. Pronto se formó en París un círculo de humanistas, con Robert Gauguin a la cabeza, interesado en la retórica, versificación y composición de epístolas en latín. Un buen número de humanistas italianos se estableció y enseñó durante algún tiempo en París; el griego llegó con el bizantino Hermonymos en 1476 y, más tarde, con Lascaris, y alcanzó un cultivo muy importante (quizá como reacción nacionalista frente a Italia, latinista). A principios del s. XVI triunfa totalmente el humanismo, que recibe la adhesión de escolásticos, como Lefévre d'Étaples (1450-1537; v. II, 3), quienes siguieron apegados a la tradición medieval y aspiraron a un sincretismo del tipo de Pico della Mirandola (v.). Una excepción es Guillaume Budé (1468-1540), el mejor erudito (p. ej., con su De Asse) y conocedor del griego de su tiempo, quien está desligado de cualquier tradición y supera a todos los maestros italianos.

      El humanismo inglés recibió su impulso inicial de un aristócrata, Humfrey, duque de Gloucester, quien, influido tal vez por un enviado papal, protegió a humanistas ita¬lianos, ordenó traducciones del griego al latín, importó libros de Italia y, finalmente, legó su biblioteca a la Univ. de Oxford (en 1439-44), con lo que introdujo el humanismo en este importante centro del saber. Estimulados, algunos universitarios decidieron ir a Italia para estudiar humanidades y, de vuelta a la patria, patrocinaron los nuevos estudios o se convirtieron en exponentes del humanismo. Humanistas italianos, que visitaron las universidades inglesas, y libros importados de Italia acabaron de consolidar el movimiento cultural en el país, hasta el punto que el máximo humanista inglés, Tomás Moro (v.; 1480-1535), nunca estudió en el extranjero. El humanismo inglés adoptó frecuentemente un enfoque religioso y teológico, que vemos aún más acentuado en el holandés. PI humanismo fue introducido en Holanda por una sociedad religiosa de laicos, los Hermanos de la Vida Común (v. DEVOTIO MODERNA), quienes en sus escuelas implantaron el estudio de manuales humanistas, conservando textos tradicionales de la Edad Media. Los grandes nombres, Rudolf Agricola (1444-85) y Erasmo de Rotterdam (v.; 1467-1536), proceden de estas escuelas, de profunda devoción cristiana.

      Erasmo trasciende las fronteras de su pequeño país, Holanda, para convertirse en una figura de rango europeo, culminación de un tipo de humanista de la época. En su persona se armonizan las enseñanzas de los Hermanos de la Vida Común, el escolasticismo humanista de París, los métodos críticos de Valla y el helenismo de la Academia veneciana del gran impresor Aldo Manucio. Sus ideales humanistas se confunden con los cristianos, que se elevan por encima de las querellas que desgarran la Europa del protestantismo. Su obra fue muy copiosa y se difundió extraordinariamente. Entre sus libros hay que destacar los Adagia, colección de dichos y proverbios clásicos; los Colloquia y el Enchiridion militis chrístiani, donde critica la religiosidad superficial de la época y propone un modelo de conducta cristiana; la Querella Pacis, contra la guerra; el Elogio de la locura, su obra más conocida actualmente, hábil sátira de la sociedad; por último, una voluminosa colección de cartas, dirigidas a personalidades. La fama de Erasmo en su tiempo se explica por su pensamiento cristiano, sincero y no siempre profundo, y sus dotes eruditas, unido todo a un estilo elegante y ameno.

      Estudiantes alemanes en Italia y profesores italianos introdujeron el humanismo en las Univ. de Erfurt, Heidelberg, Leipzig, Basilea y Viena. El humanismo alemán adquirió pronto un tono arqueológico, que derivó hacia el nacionalismo germano y el enfrentamiento con Roma y su historia. En este aspecto es de destacar la labor de Conrad Celtis (1459-1508).

      5. Las nuevas formas literarias. El humanismo triunfante repercute en la literatura en lengua vernácula del R. En lengua vulgar o romance se escriben algunas obras maestras desde la Edad Media, y son muchos los humanistas (Petrarca el primero) que escriben tanto en latín como en romance. Principalmente, surgen nuevas formas literarias en la literatura vernácula, como resultado del humanismo y del clima cultural que crea. Algunas de estas formas continúan algún género medieval, pero modificadas. Otras son adaptaciones de géneros ya usados en latín o derivados.

      Las crónicas medievales se escriben principalmente en italiano desde fines del s. XIII; la historiografía humanista, imitación de los clásicos, pasa también del latín al italiano (V. HISTORIOGRAFÍA, 3; MODERNA, EDAD I B, 1). En el s. XVI escriben los máximos exponentes de la nueva historiografía: Guicciardini, con su Storia d'Italia, y Nicolás Maquiavelo (v.; 1469-1527). Este último cuenta entre los escritores de más persistente influencia, con su contribución a la moderna historiografía (en sus Storie Fiorentine) y al estudio del Estado (en sus Dicorsi sobre la I Década de Tito Livio y el Príncipe), a pesar de sus limitaciones morales. Las biografías humanistas abandonan el patrón medieval de las vidas ejemplares de eclesiásticos y gobernantes, mera cadena de hechos con anécdotas y milagros; ahora buscan inspiración en Plutarco y Suetonio, investigan las fuentes y se fundan en recuerdos personales. La misma hagiografía (v.) busca ser más exacta.

      El diálogo tiene una tradición clásica: Platón, Cicerón, Séneca. Sirvió a los humanistas para exponer ideas y opiniones. La moda del diálogo en latín pasó a la lengua vulgar, en la que escriben Leon Battista Alberti (v.), Pietro Bembo (v.), León Hebreo (v.) y, sobre todo, Baltasar Castiglione (v.; 1478-1528), autor del Cortegiano (traducido al castellano por Juan Boscán), donde dibuja en diálogos con escritores y aristócratas de la corte de Urbino las prendas, virtudes y maneras de un modélico cortesano. La corriente erasmista del humanismo europeo utiliza el diálogo como forma preferida de expresión literaria (V. DIÁLOGO II).

      A diferencia de lo ocurrido con los anteriores géneros, los orígenes de la novela fueron menos eruditos. La novella o historia corta aparece en Italia durante la segunda mitad del s. XIII y continúa con el Decameron de Boccaccio; deriva sus fuentes y forma de los cuentos, anécdotas y fabliaux medievales, por un lado; de las anécdotas de Valerio Máximo, por otro. Medievales eran las novelas de caballerías, que pasaron de Francia a otros países. En cambio, otra forma novelesca, la novela pastoril, tiene raíces clásicas: la novela de Apuleyo, la égloga clásica y el drama pastoril, derivado de ella; el iniciador de tan importante moda fue Jacopo Sannazaro (v.; 1455-1530), con su Arcadia (entre 1480-85), en prosa y verso (como las novelas del precursor Boccaccio). También por aquel tiempo renació la novela fantástica o bizantina, de antecedentes clásicos (v. NOVELA, 7).

      Las novelas de caballería (v. CABALLERÍAS, LIBROS DE) y los cantares de gesta franceses (v. CHANSON DE GESTE) encontraron favorable acogida en Italia. Sin embargo, el carácter épico y bárbaro de las obras francesas se perdió entre los imitadores italianos, que introdujeron episodios cómicos, fantásticos, amorosos y, en general, un enfoque más desenfadado e irónico, burgués y renacentista. Así se componen los grandes poemas épicos italianos, de gran influencia, tales el Orlando Innamorato, de Matteo Boiardo (v.; 1441-94), y la obra maestra, el Orlando Furioso, de Ludovico Ariosto (v.; 1474-1533), de gran difusión fuera de Italia. La épica era considerada en el R. como el género más noble; sin embargo, pocos fueron los que escribieron un poema logrado (V. ÉPICA, 3). Tal vez el mejor poeta fue el portugués Luis de Camoens (v.; 152480), autor de una epopeya nacional, Os Lusiadas, sobre los descubrimientos ultramarinos.

      6. La lírica. Petrarca se convirtió en el modelo de la lírica amorosa del R. europeo. Ampliamente imitado desde su muerte por sus compatriotas, no hubo entre éstos un poeta de su talla. De él se adoptaron las formas y estrofas métricas (no todas de su invención): el soneto (de enorme fortuna); en menor grado, la canción, la «sestina» y, como Dante, el terceto (V. MÉTRICA). Menos feliz fue la imitación de su poesía, de la que sólo trascendió la forma externa, relativamente fácil de imitar, esto es, esquemas, clichés y convenciones, conceptos, juegos de palabras y antítesis, formas repetidas incansablemente con sólo variar la contextura; la sinceridad y originalidad del mundo poético de Petrarca se convertía así en un tópico sin vida. El petrarquismo (v.) europeo encontró, sin embargo, poetas de alto vuelo.

      El petrarquismo penetró en Francia a través de los poetas italianos, que imitó y superó Clément Marot (v.; 1496-1544); Maurice Scéve (1501-60) añade el platonismo. La imitación directa de Petrarca no tiene lugar hasta la obra de Joachim du Bellay (1522-60) y Pierre Ronsard (1524-85), miembros del grupo de la Pléyade (v.), de tono muy personal; con Ronsard se introducen algunas modificaciones en la forma del soneto. A su vez, el petrarquismo inglés deriva del francés, en gran medida. Sir Thomas Wyatt (1503-42) fue su introductor, como Boscán en España, con influencias directas de Petrarca, mientras que Henry Howard, conde de Surrey (1518-47), fue el Garcilaso inglés.

      El petrarquismo se desarrolla en Portugal, iniciado por Francisco Sá de Miranda (v.), tras su estancia en Italia (1521-26). Alcanza la cumbre con la lírica amorosa de Luis de Camoens, cuyo valor como poeta épico ya ha sido señalado.

      7. La literatura pastoril. El mito clásico de una Edad de Oro se localizaba en una Arcadia pastoril e idealizada. El gusto renacentista por este género (que sobrevivió en la Edad Media) se explica por la posibilidad de presentar en un marco idealizado y con reminiscencias clásicas la vida de cada día y de dramatizar o escenificar los diálogos, factor importante en el nacimiento del teatro renacentista. En Inglaterra, las églogas de Alexander Barclay en 1514 tienen modelos humanistas e italianos, aunque con tonos satíricos y moralizantes ausentes en los demás países. Recibe este género un importante impulso con las novelas de Spenser (v.) y Sidney (v.).

      8. El teatro. El teatro humanista en Italia siguió el patrón clásico de Séneca (más tarde, de los trágicos griegos, como Sófocles) para las tragedias, y de Terencio y Plauto para las comedias, sin lograr cuajar en una verdadera obra de arte; en todo aquel periodo sólo es destacable la Mandragola, comedia de Maquiavelo. A partir del teatro medieval, religioso en gran medida, se desarrolla el teatro renacentista, sobre todo el teatro secular que va desarrollándose. En Francia interviene además una asociación de los misterios religiosos con supuestas tendencias protestantes; eso determina su muerte. Desde principios del s. XVI, se conocen y leen tragedias y comedias latinas, que encuentran, desde la tragedia Cléopatre y la comedia Eugéne (con reminiscencias medievales) de Étienne Jodelle, en 1552-53, adaptadores y autores en lengua vernácula con mejor o peor fortuna en sus experimentos.

      Aparte algunas imitaciones de la Celestina, Portugal cuenta con la personalidad de Gil Vicente (v.; 1465?1536?), autor, en portugués y castellano, de farsas influidas por la tradición medieval con elementos humanistas y erasmistas, o de versiones de la literatura caballeresca. El teatro religioso alemán del Medievo declinó hacia principios del s. XVI y dio paso a farsas profanas y satíricas, como las escritas por Hans Sachs (1494-1576). El drama clásico nació al amparo de los estudiantes de universidades italianas, a menudo con tendencias protestantes; hubo diversos intentos para trasplantar al alemán los patrones clásicos. El drama clásico inglés desplazó al medieval durante el reinado de Enrique VIII, habiendo nacido en círculos académicos y humanistas. Existen también adaptaciones de la Celestina y de autores italianos.

      9. La novela renacentista. El público francés permaneció mucho tiempo apegado a las novelas medievales de caballerías. El gran autor renacentista fue Frangois Rabelais (v.; 1494-1553), quien conserva en sus novelas Gargantúa y Pantagruel rasgos típicos del Medievo, p. ej., su humor y ostentación de saber típicamente escolástica; su sátira inigualable alcanza a la totalidad de la sociedad y demuestra un dominio de la lengua, a veces obscena. A su lado, el Heptámeron de Margarita de Navarra (14921549), imitación de Boccaccio, es mucho menos importante, aunque obtuvo resonancia popular.

      

      CARLOS VAILLO.

      

      

      10. Balance del Renacimiento. El R. fijó muchos hitos aún vivos y (es de desear) perdurables en las literaturas europeas. Bastaría citar el caso de Italia, cuya historia como nación es en gran medida (podría decirse, con formulación epigramática) la historia de ciertos géneros literarios. O bien cabría aducir el ejemplo de Francia, donde la maduración de modos y maneras renacentistas (ilustrados por escritores como Montaigne) llevó a una civilización literaria que durante siglos contribuyó a la fisonomía cultural de Occidente. Pero es falsa la idea, todavía corriente, de que el R. significa el nacimiento de una «modernidad» (ésta, en lo más general, ya existía en el s. XIII). La vigencia intelectual de la literatura de raíz humanista pervivió hasta finales del s. XVIII, a través de etapas de crecimiento orgánico como el barroco (v.), el clasicismo (v.) o el neoclasicismo (v.). Pero más revolución literaria (como en tantos otros dominios) hay en el romanticismo (v.). Es legítimo contemplar como una unidad los siglos que corren de la Grecia de Esquilo a la España de Moratín, literariamente hablando; en esa unidad, Edad Media, R. o neoclasicismo son episodios al fin menores de una historia literaria sustancialmente homogénea.

      Una ruptura literaria más decisiva se produce con el romanticismo, que opone imitación a creación individual, autoridad a libertad, contención a desbordamiento, razón a fantasía, etc. Vivimos (no nos asuste decirlo) en pleno romanticismo literario: el modernismo, el surrealismo o el teatro del absurdo entran ajustadamente en los presupuestos románticos. «Románticos somos. ¿Quién que es no es romántico?», proclamaba Rubén Darío. Y sin duda acertaba. Pero fuerza es reconocer que cuando muchos de los productos de otras épocas nos fatigan con su primitivismo en el plano fundamental de la lengua, con su exuberancia o con su monotonía, las grandes obras renacentistas permanecen vivas para nosotros, en gracia a su armonía, a su conciliación de variados factores, por una suerte de intemporalidad que no les roba su valor de testimonios de una coyuntura única en la tradición de Occidente.

      

      FRANCISCO RICO.

      

      V. t.: MODERNA, EDAD IV; HUMANISMO III; CLASICISMO I, 4.

FRANCISCO RICO , CARLOS VAÍLLO.

    BIBL.: A. CHASTEL y R. KLEIN, El humanismo, Barcelona 1971; S. DRESDEN, Humanismo y Renacimiento, Madrid 1968; O. H. GREEN, España y la tradición occidental, Madrid 1968; M. BATAILLON, Erasmo y España, México 1966; R. WEIss, The Spread of Italian Humanism, Londres 1964; P. O. KRISTELLER, Renaissance Thought, Nueva York 1961; E. GARIN, L'educazione in Europa, Bar¡ 1966; E. GILSON, Humanisme médievale et Renaissance, París 1932; G. CAMELLI, I dotti bizantina e le origini dell'umanesimo, Florencia 1941; R. MONTANO, Dante e il Renascimento, Nápoles 1942; F. CHABOD, Studi sul Renaccimento, Turín 1967; A. VázQUEZ DE PRADA, Sir Tomás Moro, 2 ed. Madrid 1966; C. CLAIR, Cristóbal Plantino, editor del humanismo, Madrid 1964. En todas esas obras de síntesis, así como en las monografías de M. BATAILLON y O. H. GREEN, y en los artículos a que se ha remitido se hallará abundante bibl. complementaria.
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